Demagogia en las escuelas

El único argumento que existe a favor de suspender las clases para que los chicos miren los partidos de fútbol del mundial es el carácter popular del acontecimiento. Está claro que, si fuera un campeonato mundial de polo, por ejemplo, a ningún funcionario «nacional y popular» se le ocurriría hacer eso. El populismo en estos temas no se equivoca: donde están las multitudes está la verdad, y esa verdad vale más que cualquier consideración estética o ética.

El fútbol fue calificado como pasión de multitudes y ahora esa pasión invade las aulas. Los chicos estarán muy contentos, por supuesto, pero habría que preguntarse si el objetivo de la educación es estimular la alegría de los chicos a través del fútbol. Tampoco estaría de más preguntarse qué pasa con los chicos y las chicas a los que no les gusta el fútbol. Pero no creo que ése sea un motivo de preocupación de los funcionarios, para quienes «la única verdad es la realidad».

Se dirá que la ocasión es una buena oportunidad para que los niños estudien la geografía y la historia de los países que compiten con la Argentina. Ese argumento me recuerda al personaje de una novela que visitaba un cabaret todas las noches y, cuando alguien quiso cuestionarlo, respondió diciendo que él no frecuentaba esos lugares nocturnos por razones lujuriosas, o algo parecido, sino porque estaba estudiando el funcionamiento de las economías informales nocturnas y, en particular, las diversas modalidades de explotación a las que eran sometidas las trabajadoras de la noche.

Las diferencias entre Filmus y el novelista merecen apuntarse: en un caso, el personaje es de ficción; en el otro, el argumento parece de ficción pero los personajes son reales y están a cargo de la educación. En un caso, la trama pretende incursionar en el género del humor; en el otro, es muy difícil que haga sonreír porque, además, quienes defienden esta posición creen, o nos quieren hacer creer, que hablan muy en serio.

Es probable que los funcionarios nacionales y provinciales especulen que con esta decisión ganen la adhesión de los maestros, porque descuentan que al apoyo de los chicos ya lo tienen. Después de tantos conflictos y de tantas refriegas no está mal aparecer acordando con los maestros en un tema simpático. Se supone que el fútbol nos gusta a todos, que el fútbol es una pasión nacional y en ese punto no está mal que nos unamos como hermanos. Algo parecido pensaban Videla y Massera en 1978.

Por suerte, la respuesta de los maestros, es decir, de quienes están preocupados en serio por la educación, fue contundente y demostró que no en vano en ese gremio el himno que los une sigue siendo el de Sarmiento. Admitamos que la educación en la Argentina no se va a deteriorar más de lo que ya está porque durante un mes los chicos miren un partido de fútbol en el horario de clase. Queda, además, la alternativa de que la selección argentina sea derrotada en la primera ronda, por lo que el perjuicio no duraría más de una semana. Pero, descartada la alternativa de una derrota -que es de desear que no sea demasiado escandalosa porque, si no, después vendrán las consabidas jornadas de duelo-, lo que merece discutirse es la actitud de los funcionarios interesados en ganarse el corazón de los chicos a través de un partido de fútbol y no con iniciativas culturales indispensables para transformar la educación en nuestro país. Ya se sabe que mucho más fácil es entretener que exigir, con el añadido de que entreteniendo se conquista el corazón de los entretenidos, mientras que la exigencia, el cumplimiento del deber suelen ser antipáticos, sobre todo para funcionarios obsesionados por el deseo de ser simpáticos.

Se dirá que el fútbol es una actividad cultural. En los viejos tiempos, el fútbol y los deportes estaban incluidos en la categoría de esparcimientos, como para diferenciarlos del estudio de las ciencias sociales o las ciencias exactas. Ahora se asegura que «todo es cultura» y, por lo tanto, patear una pelota es más o menos lo mismo que saber sumar o restar y hacer un gol es una operación tan compleja como resolver una ecuación o disfrutar de un poema de Borges.

Esta idea rancia, indigente y ridícula de considerar que todo es cultura suele ser una excelente coartada para justificar lo peor y alentar la vulgaridad. Como todo es cultural, entonces Mozart vale lo mismo que la Mona Giménez, Paulo Coelho es lo mismo que Borges y, ya que estamos, Lanata o Pigna valen igual o más que Halperín Donghi o Luis Alberto Romero.

«Educar al soberano», decía Sarmiento; «Sentarlos frente a un televisor para mirar un partido de fútbol», dice Filmus. En tiempos de Sarmiento no había televisión; en tiempos de Filmus parece que lo que no hay es vergüenza. Sarmiento trajo maestras norteamericanas para enseñar en las escuelas, Filmus nos trae partidos de fútbol. Es verdad, Filmus no es Sarmiento; al sanjuanino lo desvelaba la educación, en tanto que a Filmus parecen desvelarlo los resultados de los partidos de fútbol. Las diferencias son visibles, qué duda cabe, pero el problema es que hoy a esas diferencias tenemos que llorarlas.

Una de las consignas educativas de Nicolás Avellaneda pregonaba que para los niños eran importantes la calidad y la exigencia. Se suponía que era valioso educar a los chicos en el conocimiento y en su rol de futuros ciudadanos. Por supuesto que había lugar para el deporte, pero para practicarlo, no para contemplarlo en horario de clases. Antes la calidad y la exigencia tenían que ver con los libros; ahora tienen que ver con la pelota.

«Calidad y exigencia» siguen siendo consignas válidas hoy, entre otras cosas, porque muchas de ellas no se cumplen. Se reconoce de la boca para afuera que la educación es un valor estratégico para una nación que quiera desarrollarse, pero cada vez que se presenta la oportunidad se la «ningunea», se la degrada, se cede, en definitiva, al facilismo, porque resulta más redituable caer simpático que cumplir con las obligaciones de un funcionario público.

Insisto, no creo que la educación en la Argentina vaya a retroceder más de lo que lo está haciendo desde hace décadas porque las clases se suspendan por un par de horas para mirar cómo 22 personas corren detrás de una pelota. Lo que preocupa es la tendencia, la orientación, a través de pequeños y grandes actos, a seguir alentando el facilismo.

Convengamos que los chicos no salieron a la calle a reclamar el derecho a ver un partido del fútbol; los maestros no pararon para reivindicar el derecho a ver un partido de fútbol; los padres no exigieron a los gritos el derecho de los chicos a entretenerse en las escuelas mirando partidos de fútbol que, dicho sea de paso, muy bien los pueden ver en sus casas en diferido o en directo, si se arriesgan a faltar.

O sea que los principales actores del sistema educativo no son los responsables de esta iniciativa. ¿Quiénes son, entonces, los responsables? La iniciativa, como siempre, parte de quienes suponen que con estas decisiones sintonizan con el alma popular. El razonamiento es sencillo: la iniciativa es buena porque las multitudes están de acuerdo con el fútbol. Con argumentos parecidos, en el futuro podríamos suspender las clases para contemplar un recital de Callejeros que, según parece, también son apoyados por las multitudes interesadas en acalorarse con sus canciones. En fin, siempre habrá algún genio que justifique la decisión en nombre de las culturas populares.

Hay muchos problemas en la educación, en la sociedad, para que desde las más altas responsabilidades del gobierno se dediquen a jugar para la hinchada mientras no hay respuestas para las escuelas-rancho, no hay sueldos decentes para los maestros y, en los barrios pobres, los chicos terminan la primaria sabiendo, tal vez, cómo se juega al fútbol, pero ignorando lo que importa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *