La pulseada por el precio de la carne parece haber concluido con una victoria del gobierno. Yo no estaría tan seguro sobre el tan mentado triunfo, pero lo cierto es que algunos cortes van a bajar y que la publicidad oficial se encargará de hacer el resto.
Un principio elemental del poder enseña que ningún político renuncia a métodos que le dan resultados. Si ayer con la Shell y hoy con los ganaderos el éxito premió la osadía, hay buenas razones para pensar que en el futuro Kirchner insistirá con la misma metodología. A todos estos procedimientos él los justifica en nombre de la defensa de los intereses populares. El razonamiento es lineal, demasiado lineal: se entiende que los grupos económicos poderosos actúan de manera «invisible» defendiendo sus respectivas ganancias. A esa lógica implacable sólo se le podría poner límites con la intervención abierta del Estado y convocando a la sociedad a movilizarse en contra de los supuestos enemigos del pueblo.
El propio Roosevelt, en algún momento, les dijo a los poderosos representantes de la banca Morgan que su tarea como presidente era la de defender a los pobres, porque los ricos se saben defender solos y, además, tienen con qué hacerlo. Por esos desplantes Roosevelt fue considerado por los banqueros y los grandes bonetes de la economía una versión anglosajona de Lenín. Tarde se dieron cuenta de que con esas políticas, conocidas históricamente como el New Deal, Roosevelt no combatía al capitalismo sino todo lo contrario.
Kirchner está muy lejos de parecerse a Roosevelt, y hasta es probable que ni siquiera sepa qué fue el New Deal, pero sus intenciones parecen ser las mismas. El presidente argentino sabe que en sociedades en las que el principio de legitimidad es el voto popular no se pueden gobernar manteniendo insatisfechas las necesidades de quienes votan.
No se trata de tener contento a todo el mundo, eso es imposible e indeseable, pero sí de atender las necesidades materiales y simbólicas de un amplio espectro de los ciudadanos que son los que con su apoyo aseguran la gobernabilidad y son, importante tenerlo en cuenta, los titulares del principio de soberanía popular, porque, hasta tanto alguien demuestre lo contrario, el poder reside en el pueblo, como muy bien lo expresara en 1810 ese conocido conservador que se llamó Cornelio Saavedra.
Lo que preocupa de este gobierno no es su manifiesta simpatía por favorecer a los más débiles, sino exactamente lo contrario, es decir, que detrás de una retórica a favor de los postergados se disimulan las tradicionales políticas favorables al status quo. A muchos opositores sinceros les genera duda y fastidio esas sobreactuaciones que se expresan con muchas palabras y pocos hechos.
Así ocurre, por ejemplo, con el tema del precio de las carnes y algo parecido sucede con la política en materia de derechos humanos. Los objetivos definidos pueden compartirse, pero no se cree en la sinceridad de esos objetivos, tema que políticamente no debería ser relevante porque la política no se ocupa de las almas bellas, pero lo grave es que tampoco se cree que efectivamente se estén haciendo cosas concretas.
Lo que no se puede desconocer es que el país en los últimos dos años ha crecido y que ese crecimiento va más allá de un efecto coyuntural. La situación de la Argentina ha mejorado y la sociedad así lo percibe. Por supuesto que hay críticas, que existen muchos descontentos y que, fundamentalmente, la brecha entre ricos y pobres, se ha reducido apenas un mínimo.
Lo que sucede es que no se conoce que ningún gobierno en el mundo deje contentos a todos. O que no tenga en su agenda asignaturas pendientes. La idea de un cambio profundo que nos traslade de la mañana a la noche desde el infierno al paraíso no es una idea de este mundo. Los procesos de crecimiento y desarrollo de los pueblos son evolutivos y la experiencia enseña que cada vez que se soluciona un problema aparecen otros. No es lógico, por lo tanto, exigirle a un gobierno que resuelva todos los problemas y, mucho menos, pedirle, como de manera indirecta se lo solicitó un dirigente ruralista, que antes que bajar los precios de la carne debe subir los salarios.
Y ya que hablamos de ese tema, digamos que la puja por los salarios es uno de los ejercicios más legítimos de las sociedades democráticas. Sólo en los campos de concentración no se discute el monto de los sueldos, porque hasta en tiempos de dictadura este debate estaba presente, sin que a nadie se le ocurriera pensar que por ese camino se estaba alentando la lucha de clases o la revolución social.
Está claro que si la inflación fue de diez puntos y la economía creció nueve puntos y hubo una correspondiente renovación de la productividad, los aumentos salariales no sólo que son justos, sino necesarios. El tema en todo caso es el monto y los espacios institucionales en donde esto se discute. En todos los casos, lo que está fuera de debate es que la puja salarial existe y que uno de los méritos de la democracia es hacerla posible.
En una nota anterior, decía que tenemos un gobierno más o menos para un país que también es más o menos. La conclusión no es mía, pero la hago mía. Hay muchas cosas en este gobierno que deben ser criticadas, pero convengamos que hay aciertos y respuestas satisfactorias a muchas demandas. Liberales de pelo en pecho hoy admiten que el manejo estricto de las cuentas fiscales ha sido una de las claves de la buena performance económica. A esto, por supuesto, hay que sumarle los precios favorables en los mercados mundiales, las tasas de interés, las inversiones que están llegando, sobre todo de empresarios que están retornado sus capitales del extranjero.
Es que, como diría el historiador Tulio Halperín Donghi: «Kirchner es una mezcla de muchacho peronista con cajero suizo». Esta rara combinación es la que le ha permitido al gobierno gobernar disfrutando de una amplio consenso social. Hay errores que imputarle, pero no conozco ningún gobierno que no cometa errores. A Kirchner le gusta el poder y le gusta ejercerlo, pero más que un defecto eso sería la condición necesaria para hacer política, ya que no conozco ningún presidente en el mundo que no tenga una voraz vocación de poder. En este tema la frase de Giulio Andreotti es una confesión de sabiduría: «El poder desgasta sólo a quien no lo tiene».
Creo que Kirchner a veces sobreactúa demasiado y en más de una ocasión macanea. Como alguna vez dijo Barrionuevo: «Kirchner en Santa Cruz se porta como Batista y en Buenos Aires se hace el Che Guevara». En realidad no es ni una cosa ni la otra, pero no está demás saber cómo le gusta jugar y cuándo miente y cuándo dice la verdad. En definitiva, no me asusta que el presidente ame el poder, lo que me preocupa es que se debiliten los organismos de control o que la oposición renuncie a su tarea de ponerle límites y de presentarse como alternativa superadora.
No sé en dónde leí que el gobierno de Kirchner es marxista. Si alguna relación Kirchner tiene con Marx no es con Carlos, es con Groucho. Desde otro lugar, desde los amigos del ARI, se lo acusa de fascista. Si quien lo acusa de marxista lo hace desde la mala fe o la ignorancia; a los que lo acusan de fascista se les podría decir lo mismo, o bien, podría decirse que no conocen, no han estudiado o no han vivido lo que es el terror fascista.
Kirchner, aunque sea obvio decirlo, es peronista para bien y para mal, y ese peronismo puede traducirse en el lenguaje de las ciencias sociales bajo el concepto de populismo, siempre y cuando nos pongamos de acuerdo qué quiere decir populismo, ya que, en los últimos tiempos, a todo gobierno que manifiesta una pequeña preocupación por los pobres lo acusan de populista, olvidándose que con esa lógica la democracia como tal sería populista, ya que comete el pecado populista de reconocer el principio «una persona un voto», prescindiendo de diferencias sociales, culturales y económicas.
A modo de conclusión, diría, citando al gran Amadeo Sabattini, que a este gobierno hay que «galoparle al costado», vigilarlo de cerca, chicotearlo cuantas veces sea necesario, no confundirse con él, pero admitir que se marcha en la misma dirección.