Variaciones sobre Semana Santa

Más de dos millones de personas hemos aprovechado la Semana Santa para tomarnos unas merecidas o inmerecidas vacaciones. El gobierno se preocupó por divulgar el hecho porque interpreta que estas cifras son una evidencia de una favorable situación económica. El turismo no es el único indicio para probar que la sociedad vive mejor, pero es un dato que merece ser tenido en cuenta. Los que han aprovechado estas vacaciones no son solamente los ricos; sectores importantes de las clases populares han podido disfrutar de estos días gracias a que sus ingresos están más consolidados y que existen planes de financiación que facilitan el turismo.

La euforia oficial por el turismo de Semana Santa no puede hacer perder de vista que en esta Argentina hay por lo menos seis millones de personas que no sólo no pueden irse de vacaciones a las sierras o al mar, sino que lo que ganan no les alcanza ni para ir al bar de la esquina. No es mi intención ser aguafiestas, pero así como admito que el país en algunos planos se está recuperando, no puedo desconocer el rostro descarnado de una realidad que me dice que hay seis millones de personas que viven en la indigencia absoluta. O, para no ir tan lejos, en Santa Fe, el treinta por ciento de la población vive en condiciones inhumanas. Para ellos no hay vacaciones porque su cotidianeidad es la desdicha y la humillación, las dos variantes que, según dicen los que saben, integran el infierno.

Un amigo católico me manifestaba su molestia por esta actitud, a su criterio, frívola y ligera, de una sociedad que hace turismo en Semana Santa y olvida sus deberes religiosos. Es como que la pasión por las vacaciones reemplazara la pasión de Cristo o como si en lugar de arrodillarse ante el Señor la sociedad decidiera arrodillarse ante el becerro de oro del turismo.

Fue el humor popular el que inventó la metáfora «más aburrido que Viernes Santo», para referirse a una jornada en que no había un alma en la calle, pero más allá de la humorada, lo cierto es que hoy en los centros de veraneo el Viernes Santo está muy lejos de ser aburrido, a juzgar por los comercios abiertos y el sugerente humo de los asados que salen de las parrillas de los comedores y de las casas de familia.

Sin embargo, algunos sacerdotes suelen ser más optimistas y admiten que si bien las sociedades de consumo tienen una lógica secularizadora irreversible, la gente se acerca en estos días a las iglesias, el número de personas en misa es más alto que los días corrientes y en los confesionarios las colas de pecadores es más larga que lo habitual.

Es como que a la religión la gente la vive de un modo más privado, más íntimo, menos atado a las formalidades de la fe, pero no por ello menos intenso. Ya habrá tiempo de discurrir sobre los posibles beneficios o perjuicios de una sociedad que se aleja de ciertas formalidades de la religión y confía más en las ventajas del consumo que en las virtudes de la fe.

Se podrá decir, que se puede cumplir muy bien con los preceptos de la Iglesia y las agencias de turismo, pero esta respuesta no suele satisfacer del todo a ciertos sacerdotes y teólogos que más allá de las respuestas de compromiso observan que la religión se debilita y que importan más los beneficios de este mundo que las promesas de una vida mejor en el cielo.

Como agnóstico, esta discusión no debería preocuparme, ya que he defendido a las sociedades secularizadas y no creo que la satisfacción de los problemas materiales y espirituales de los hombres pasen por un retorno a la religiosidad. Sin embargo, el mismo sacerdote que me manifestaba su mal humor por la manera profana con que muchos católicos viven la fe, me señalaba que los agnósticos tampoco debemos sentirnos muy satisfechos por lo que está pasando, ya que las sociedades de consumo no han dado respuestas a los interrogantes más profundos del hombre y, mucho menos, a las injusticias sociales que agobian hoy a millones de personas.

Admitamos que no hay una exclusiva manera de vivir la religiosidad y que hay pluralidad de religiones y pluralidad de agnósticos. Interrogarse sobre el origen del hombre y sobre el misterio de la vida y de la muerte es patrimonio de todas las religiones, pero también es una preocupación de los no religiosos y lo que hay de común en todos los casos es que nadie ha encontrado hasta el momento una respuesta convincente.

Yo en estos temas sigo creyendo en la libertad de conciencia y en la capacidad de cada persona para encontrar las respuestas que pueda, aceptando, incluso, su libertad de optar por una vida frívola; pero con todos esos riesgos, sigo creyendo que es más importante defender la libertad, incluso la de equivocarse, que imponer por vía de la fuerza una determinada creencia o una determinada preocupación social.

No me da lo mismo una persona comprometida que una persona encerrada en su frío o insensible egoísmo, pero desconfío de las buenas intenciones de un poder que se atribuye la virtud de ordenarnos lo que debemos hacer. ¿Anarquista? No tanto. Creo en la ley como factor de convivencia social, creo que debemos ser merecedores de nuestras libertades y creo que no hay derechos sin deberes y que, por lo tanto, hace falta un poder público que regule y sancione si es necesario.

En lo que no creo es en las teocracias, religiosas o laicas, en las fórmulas maravillosas que nos prometen la felicidad en este mundo o en el otro. Y mucho menos creo en los hombres que se arrogan esas virtudes. Siempre digo que ninguna religión o ninguna ideología me asegura ser una buena persona o un buen tipo. Católicos, judíos, protestantes, musulmanes o agnósticos, ninguna de esas creencias resuelven automáticamente los dilemas íntimos y sociales de los hombres.

Durante siglos la humanidad estuvo regulada por la religión y en la actualidad existen millones de hombres que viven en sociedades teocráticas y no por ello -ni ayer ni hoy- son más justos o más virtuosos; también han existido sociedades en donde la religión estuvo prohibida, y el Estado se declaraba solemnemente ateo, y el resultado no fue mucho mejor. O sea que, si a los católicos hay que reprocharle la Inquisición, a los comunistas hay que reprocharles los campos de concentración.

Hoy la variante antirreligiosa no proviene del tradicional ateísmo filosófico, sino de esta suerte de modelo consumista -por llamarlo de alguna manera- que no cree en nada ni deja de creer en nada y que mantiene ante la religión una actitud de absoluta indiferencia o, en algunos casos, de manipulación.

La respuesta a esa secularización banalizada de la era del vacío no es el integrismo y mucho menos esas variantes practicadas por esa milagrería practicada por alienados o estafadores que lucran con la angustia, el dolor de la gente abrumada por un mundo que les resulta cada vez más ajeno, hostil e injusto.

Yo tampoco tengo respuestas a estos dilemas y las respuestas que puedo intentar elaborar apenas me alcanzan para satisfacer mis propias confusiones. Creo en lo que Erich Fromm llama el humanismo laico, creo en la dignidad de la vida y creo que no alcanza con ser «bueno» si en el plano de la intimidad no está presente una interrogación permanente acerca del propio destino, y si, en el orden social, no existe un compromiso a favor de una sociedad más justa.

Creo que las sociedades no pueden vivir en el vacío o en la persecución de objetos vacíos; como le gustaba decir al viejo Atahualpa Yupanqui: a este mundo no venimos solamente para comer y tomar vino, se me ocurre que estamos en la vida para otra cosa y que esa «cosa» se relaciona con la idea de que se es muy difícil realizarse en una sociedad que no se realiza.

Pero esta reflexión también hay que aprender a matizarla, porque, en definitiva, la maravilla de vivir, o el desafío de vivir, no se reduce a fórmulas o recetas, ya que hay enseñanzas que provienen de la sensibilidad, aprendizajes que nacen del dolor y la sospecha, a pesar de todo, de que también en esta vida es posible percibir el resplandor o el aire de la felicidad.

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