Los peligros del nacionalismo

Lo decía en la columna del lunes pasado: con el nacionalismo no se puede jugar; se trata de un sentimiento explosivo que estalla cuando menos se espera y provoca mucho daño. Ni Vázquez ni Kirchner ignoran este riesgo, sin embargo, por un motivo o por otro, por una suma concurrente de errores o torpezas promovidas por funcionarios menores, lo cierto es que se han enredado en un conflicto cuyo desenlace hoy es imprevisible.

El acto celebrado ayer en Gualeguaychú por el gobierno argentino fue una clara demostración de fuerza, a mi juicio innecesaria, porque no hacía falta movilizar a todos los gobernadores con sus respectivas claques para demostrar que el gobierno nacional tiene una posición tomada respecto de la defensa del medio ambiente. En países civilizados este tema lo resuelven en dos jornadas de trabajo las cancillerías; para hacer lo mismo sin ninguna seguridad de llegar a buen puerto, aquí tenemos que armar un carnaval.

Sospecho que lo que predominó fue la especulación política, el deseo compulsivo de capitalizar socialmente la crisis, aunque el precio a pagar sean algunas lastimaduras con el gobierno uruguayo. El discurso de Kirchner fue moderado y preciso; esto también hay que reconocerlo, pero esa moderación estuvo contextualizada a través de una bravuconada cuya expresión fue la movilización popular sobre la frontera protagonizada por un país grande contra un país chico.

Lo de Kirchner recuerda la parada de esos guapos que delante del célebre alfeñique exhibe sus destrezas físicas y musculares y después le sugiere con el tono más educado posible qué es lo que debe o que es lo que le conviene hacer si quiere seguir gozando de buena salud.

Es tema de otro debate quién tiene razón en este conflicto. La experiencia enseña que en estos casos las razones o las culpas están compartidas y de lo que se trata es que los protagonistas dispongan de la racionalidad y la sensatez necesaria como para ponerse de acuerdo. Las circunstancias hacían pensar que Kirchner y Vázquez eran las personas indicadas para entenderse. Todo parece indicar que nuestra presunción estaba equivocada.

Las críticas que se le puedan hacer a ciertos procedimientos del gobierno argentino no incluyen el reconocimiento a algunas certezas. En principio, el gobierno de Batlle, porque el que abrió juego en esta partida fue el inefable Batlle, tomó una decisión, que él califica de soberana, sobre un río compartido. Tenemos derecho, por lo tanto, a reclamar legalmente y en nombre del medio ambiente nuestras propias reivindicaciones. Por otro lado, lo que desde el punto de vista de la soberanía nacional, o el poder político en su versión más descarnada, no se puede desconocer, es que a un presidente se le hace muy difícil ponerse en contra de los reclamos de su propios compatriotas, más allá de que esos reclamos se hayan hecho por vías ilegales que violentan acuerdos internacionales, observación que debería completarse diciendo que sin la movilización de los vecinos de Gualeguaychú las papeleras se hubieran instalado y si efectivamente su acción hubiera sido contaminante, el daño habría sido irreparable.

Todas estas consideraciones son pertinentes, pero la sensación que me domina es que no se supo o no se pudo o no se quiso tramitar el conflicto por vías más civilizadas, ensayando otro tipo de trámites a través de mediadores internacionales o los parlamentos de ambos países.

La otra alternativa es francamente deplorable y depresiva. Es la que plantean algunos analistas norteamericanos cuando sostienen que los países de América latina son ingobernables, porque para bien o para mal necesitan de la presencia del imperio para convivir, ya que liberados a sus propias fuerzas se comportan como los chicos malcriados, es decir peleándose sin saber muy bien por qué se pelean.

La exhibición de fuerza de Kirchner en las orillas del Uruguay no contribuirá a serenar los ánimos. Más allá de la comprensión que puedan tener de los hechos algunos dirigentes del Frente Amplio o de los partidos Colorado o Blanco, la opinión pública uruguaya está muy irritada por esta suerte de patoteada argentina y esos estados de ánimo son muy difíciles de manejar y desactivar.

Lo que la Argentina no debió perder de vista es que en esta variable de duelo, ella es el país grande y Uruguay es el «paisito». Toda exhibición de fuerza, es siempre vivida por el más chico como un atropello o una humillación y sobre esto hay una larga experiencia histórica que la podemos remontar hasta los tiempos de Artigas.

Digamos que en este conflicto los dos gobiernos tienen sus propias responsabilidades, pero, desde cierta perspectiva de poder, la Argentina a la hora de convocar a la moderación es más responsable que Uruguay o debe ser más responsable.

Repito, nunca me gustaron los juegos nacionalistas, la reivindicación ciega de sentimientos irracionales, el juego vulgar y ramplón de banderitas agitándose al aire. Esas vanidades han costado mucha sangre a la humanidad y se sigue pagando por ellas un alto precio. Como le gustaba decir a Samuel Johnson: «El patriotismo suele ser el refugio de los sinvergüenzas» y, más allá de los buenos sentimientos de algunos agitadores de banderitas, detrás de esos juegos siempre está la especulación fría, descarnada, implacable de quienes se valen de esos instintos primarios y salvajes para obtener jugosos dividendos políticos o económicos.

Lo que está ocurriendo entre la Argentina y Uruguay es lamentable, pero bueno es reconocer que el agua no ha llegado al río. Por juegos parecidos hace casi treinta años estuvimos al borde de una guerra irreparable con Chile en nombre de la supuesta defensa del territorio nacional. Dos dictaduras genocidas fueron las responsables de esa hazaña que no se concretó gracias a la mediación del cardenal Samoré, la sensatez de algunos dirigentes y, también hay que decirlo, la firme intervención de Estados Unidos que convenció a los dictadores Pinochet y Videla que marchar a la guerra podía llegar a costarles el puesto.

También el nacionalismo fue el factor que movilizó a millones de argentinos con sus respectivas banderitas para rescatar las Malvinas. Así nos fue. Esta vez ni las mediaciones del Papa ni los consejos de Haig lograron convencer a los militares fascinados por la presencia del pueblo en la calle apoyándolos, en una guerra que sólo podía tener un desenlace que es el que todos conocimos y sufrimos.

En ambos casos, Malvinas y Chile, la reivindicación fronteriza, la apelación a las banderitas y los gorros celestes y blancos fueron el pretexto para grandes negociados de compras y ventas de armas, grandes estafas políticas a esperanzas de almas ingenuas y, lo peor de todo, es que esos lujitos en el caso de Malvinas se pagaron con vidas.

Que quede claro: nada de lo que está ocurriendo hoy entre Argentina y Uruguay se parece a las experiencias que mencionamos. Pero no está de más reflexionar sobre los peligros de jugar con fuego. La enseñanza histórica demuestra que nunca dos naciones democráticas marcharon a la guerra, siempre las guerras fueron declaradas por dictaduras. Pero sin llegar a tanto, admitamos que las relaciones con Uruguay merecen ser de otro tipo, que la estrategia del Mercosur merece privilegiarse con otros valores y que la defensa del medio ambiente y otras reivindicaciones justas deben ser tramitadas respetando principios que nos han unido y no desconfianzas, aprensiones y ojerizas que históricamente nos han separado.

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