Fútbol y nación

El fútbol es un juego, una pasión popular y un gran negocio. A mucha gente el fútbol no le interesa, pero está claro que una inmensa mayoría vibra con los goles y mucho más cuando juega la selección nacional. Podemos discutir sobre las alienaciones colectivas, sobre los grandes negociados, sin otra pretensión que discutir, porque está claro que las multitudes no se van a perder de ver un partido por lo que se escriba en un libro o se diga en una mesa redonda.

Sin embargo, desde que el mundo es mundo siempre hubo gente interesada en preguntarse por qué hace lo que hace. Lo que distingue al ser humano de otros animales es su capacidad para apartarse del rebaño: a esa facultad se la suele denominar libertad y más que un defecto es su exclusiva virtud. Entonces no está de más reflexionar sobre un fenómeno social que convoca multitudes y representa un negocio multimillonario que se desenvuelve con los beneficios y los vicios de la economía capitalista en tiempos de globalización.

En primer lugar está el juego; un juego que como todo juego requiere habilidades. Inventado tal vez por los ingleses, el fútbol se practica en cualquier espacio más o menos abierto con la presencia de un grupo de chicos con ganas de patear una pelota. Recordar el fútbol desde esa perspectiva es remontarse al universo lejano, feliz y brumoso de la infancia.

Entonces el fútbol era una pasión, una fiesta y una fantasía. El juego entonces funcionaba con reglas tan claras que en muchos casos eran tácitas. Una cancha se improvisaba armando los arcos con dos palos o dos piedras; los equipos se armaban cuidando que no hubiera diferencias abrumadoras entre uno y otro para que el juego fuera interesante. A los más maletas se los mandaba al arco o se los distribuía en un equipo o en el otro; lo mismo se hacía con los más hábiles, siempre tratando de respetar el equilibrio para que el juego tuviera sentido.

No había árbitros, aunque existía un acuerdo tácito para sancionar una infracción. No había directores técnicos y todos corríamos por toda la cancha, que, repito, podía ser un potrero, un callejón, o el parque de una plaza. Se jugaba hasta que el cansancio nos rendía. Había goles, había alegrías y rabietas, pero a la caída de la tarde regresábamos contentos a casa para completar la celebración del mito leyendo El Gráfico o Goles, ceremonia ritual que nos permitía conectarnos con los ídolos.

Todos los días, a cualquier hora, esta celebración del mito se repite en cualquier lugar de la ciudad, en cualquier pueblo, en la llanura y en la montaña, a orillas de un río o al costado de una avenida. Es un juego, nada más y nada menos que eso, un juego que convoca a la habilidad, a la imaginación y a la fantasía; un juego que nos libera de tensiones, que construye amistades y nos hace sentir libres. ¿Acaso se puede pedir más de un juego?

El juego, todo juego, es un componente de la actividad humana. Así lo entendieron los griegos hace más de dos mil años y así se entiende en las sociedades de masas. Han cambiado los contextos, pero está bien que en un mundo cada vez más masificado se mantengan vigentes los aspectos lúdicos de la vida, aquello que tiene que ver con el placer, la alegría, la distracción.

Creo que hay que aceptar que en las sociedades de masas se transforme en un buen negocio un juego que convoca a multitudes. Esto es inevitable y sería inútil desconocerlo. No soy un entendido en el tema, pero creo que hoy se juega mejor al fútbol que hace cuarenta años, hay más profesionalización, más exigencias físicas, pero incluso, me animaría a decir, en el caso de Argentina, que si el conjunto de la actividad económica tomara como modelo los niveles de excelencia y respeto a las reglas que se maneja en la industria del fútbol, otro sería nuestro destino económico.

Digamos entonces que el problema no está planteado ni en el juego ni en el negocio. ¿Qué es lo que merece discutirse entonces? Yo diría que lo que importa es reflexionar acerca de las conductas que movilizan a los hinchas y sobre la naturaleza de ciertas pasiones colectivas.

La más elemental regla de sentido común enseña que todo juego tiene su importancia, pero nunca puede ir más allá de lo que pretende ser. Lúdico, placentero, no puede reemplazar otros deberes que reclama la vida y otras exigencias relacionadas con el trabajo y la creación. La pasión tampoco puede ser una coartada para violar la ley. Un partido de fútbol es un juego, no una guerra: esto lo saben los jugadores, pero a veces parecen no saberlo los hinchas.

Algún problema hay cuando un hincha de fútbol está dispuesto a matar o morir por una camiseta o cuando una persona que en su vida cotidiana es un vecino respetuoso y un amable compañero de trabajo, se transforma en un energúmeno en la tribuna. Se sabe que ciertas pasiones populares suelen sustituir otros problemas y se sabe que el anonimato de la multitud suele promover los comportamientos más ruines. Se dice que el fútbol es una fiesta, pero algo extraño pasa con una fiesta cuando las condiciones para celebrarse reclaman de policías, bombas lanzagases, garrotes, perros…

Se dirá que estas conductas antisociales son protagonizadas por una minoría. Yo no estoy tan seguro. La tribuna reproduce un fenómeno que va más allá de las buenas o malas intenciones de cada uno de sus miembros. No voy a decir como Borges que toda manifestación colectiva es indigna, pero puedo poner en signo de interrogación las manifestaciones colectivas alrededor de una pasión que suele operar como sustituto de otras frustraciones, que en más de un caso cumple funciones de catarsis y que, hasta en los mejores momentos, siempre está amenazando desbordarse hacia la violencia.

Algunos sociólogos sostienen que el fútbol como pasión multitudinaria es necesario porque permite a una sociedad liberar ciertas tensiones. Se sabe que las naciones mantienen latente cierta agresividad que en otros tiempos se expresaba por la vía de la guerra y que hoy se resuelve por la vía más «civilizada» del fútbol. En ese sentido su función social sería positiva, ya que el fútbol canalizaría por el lado de la competencia deportiva las pulsiones belicistas.

Yo diría que el fútbol es uno de los últimos reductos que queda del nacionalismo. Los sentimientos de patria e identidad se manifiestan a través de la competencia deportiva. No sé si es una buena o mala noticia, pero hay más banderas en la calle por un partido de fútbol que por el 25 de Mayo o el 9 de Julio. La globalización encierra esta evidente paradoja: mientras desde el punto de vista económico universaliza las relaciones, desde el punto de vista nacional alienta los particularismos en un escenario que, al mismo tiempo, es mundial.

Se puede entender la alegría que despierta una victoria, esa ilusión de sentirnos todos hermanados detrás de una causa que nos contiene a todos sin pedirnos demasiado a cambio; se puede teorizar acerca del rol positivo que cumplen en una sociedad las ilusiones en tanto permitirían seguir soportando los rigores de la vida cotidiana, siempre y cuando no se nos vaya la mano y confundamos la ilusiones con la realidad.

No quiero ser aguafiestas, pero no perdamos de vista que los problemas de la Argentina no se resuelven saliendo campeones del mundo; tampoco se van a agravar demasiado si no salimos campeones. Todos vivimos un momento de felicidad cuando la Argentina gana, pero no le pidamos al fútbol lo imposible. Los deberes que hoy nos reclama la patria son un tanto más exigentes que salir con una bandera a la calle. A la patria se la puede festejar en un partido de fútbol, pero se la honra con las virtudes del trabajo, la decencia y la solidaridad.

Podría seguir hablando del tema, pero hoy es viernes, son las diez menos cuarto, está por empezar el partido y estoy dispuesto a disfrutarlo como corresponde. Otro día la seguimos.

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