Oposición y oficialismo, los dilemas del poder

Para quienes consideran a Kirchner un presidente desequilibrado, un personaje que disfruta con las confrontaciones y los desplantes a los poderosos, su visita a España los debería obligar a revisar estas definiciones, no para arribar a conclusiones opuestas sino, aunque más no sea, para matizarlas.

Para los amigos de los esquemas simplificadores, o para quienes juzgan la realidad desde sus prejuicios o sus dogmas ideológicos, no se entiende cómo es posible que el presidente que parece mantener muy buenas relaciones con Chávez y Morales, y que cada vez que puede le hace un guiño cómplice a Fidel Castro, mantenga muy buenas relaciones con Bush y se estreche en un gran abrazo con las máximas autoridades políticas de España, el principal inversor en la Argentina después de los Estados Unidos de Norteamérica.

Una vuelta más de tuerca a estas astucias de la realidad se manifestaría en la complicada relación con Tabaré Vázquez, presidente uruguayo por el Frente Amplio, esa coalición de izquierda a quien Kirchner apoyó en las últimas elecciones facilitando que los numerosos votantes uruguayos en la Argentina pudieran viajar a su país para votar por Tabaré.

¿Hay alguna contradicción entre el presidente supuestamente conflictivo en el orden interno y el mandatario que en sus giras internacionales se comporta como si fuera un estadista del primer mundo? Conociendo los laberintos de la política y los códigos del poder, me atrevería a decir que la contradicción existe pero es funcional a un determinado estilo de gobierno, sobre todo si se tiene en cuenta las inevitables exageraciones de ciertos opositores que no vacilan en calificar a Kirchner, indistintamente, como fascista o como comunista.

Ocurre que las calificaciones en política suelen ser necesarias pero casi siempre son riesgosas. Se dice, por ejemplo, que este gobierno es de centro izquierda porque sus principales conflictos están planteados con las Fuerzas Armadas, los sectores integristas de la Iglesia, la banca financiera y los ganaderos. Así presentados los hechos parecería que efectivamente el gobierno está alineado en el campo de la izquierda. Confirmaría esta presunción el discurso sostenido por los dirigentes de la derecha que no vacilan en convalidar con sus imputaciones el lugar que el presidente pretende ganar ante la consideración pública.

Sin embargo, la política suele ser más rica y más inasible que estas calificaciones que, para ciertos análisis teóricos son necesarias, pero que nunca terminan de dar cuenta de una realidad que se resiste a ser encasillada en estos lugares, sobre todo en los tiempos que corren, cuando la categoría izquierda-derecha no se expresa con la transparencia de otros tiempos.

En otros tiempos, la izquierda se identificaba con la revolución social y la constitución de un orden fundado en la propiedad colectiva de los medios de producción. Hoy, estas consignas sólo las sostienen sectores muy marginales de la izquierda y cometería un serio error de apreciación el político que pretenda acusar a Kirchner, uno de los presidente más ricos de la historia argentina, de propiciar estos objetivos.

Es verdad que la izquierda revolucionaria coexistía conflictivamente con una izquierda reformista que intentaba realizar los cambios respetando la democracia y las reglas básicas del sistema. Esta estrategia reformista se expresaba con más nitidez en Europa y se apuntalaba en un pacto histórico entre la clase obrera y una burguesía asustada por el peligro del comunismo, una burguesía que prefería realizar algunas concesiones sociales para evitar ser barrida por la revolución social. Los Estados de bienestar nacieron en este contexto.

En América latina, las variables del cambio no se reprodujeron en clave europea, sino en clave populista. El pasaje de una sociedad campesina a una sociedad industrial o de un régimen oligárquico a uno de mayor participación popular se expresó a través de los diversos populismos en donde la clásica interpretación de izquierda-derecha era abolida o reducida a su mínima expresión por contradicciones relacionadas con la cuestión nacional.

La historia del populismo en América latina es la historia de sus logros y de sus sucesivos fracasos, pero su presencia es también la manifestación del fracaso de las tradicionales políticas de la derecha liberal y de ciertas izquierdas que no lograron entender las singulares claves que ordenaba el conflicto social y el cambio en América latina.

Kirchner es tributario, a su manera, de esta tradición populista, un populismo que en muchos casos se apoya en una fuerte retórica movimientista pero que tiene serias dificultades para expresarse en las actuales condiciones de la globalización. Las contradicciones del actual presidente; sus arrebatos contra los poderes tradicionales y sus relaciones casi carnales con las grandes potencias expresan en sus paradojas y contrastes los límites y los alcances del populismo en la Argentina actual.

Habría que decir, también, que el presidente es más o menos consciente de estas limitaciones. Sobre todo aquellas relacionadas con las políticas distributivas. Precisamente, una de las grandes dificultades para desarrollar una estrategia populista es la imposibilidad de repartir recursos con manos generosas. Otra lección que han aprendido los actuales populistas es que los desequilibrios fiscales en los tiempos que corren se pagan, y se pagan con rebeliones sociales y la pérdida del poder.

Kirchner cuida la caja y asegura esta variable que en otros tiempos los populistas subestimaban o no tenían en cuenta. Y la cuida porque le gusta el poder y sabe que la principal consigna de todo peronista expresa que «la única verdad es el poder» y que sacrificar algunas creencias en nombre del poder no hace más que convalidar la creencia fundamental.

Digamos que el actual gobierno practica un populismo posible, marcado de contradicciones flagrantes y apuntalado en retóricas populares y políticas económicas de la derecha tradicional. En la construcción discursiva, temas tales como el desarrollo fundado en el mercado interno, la industrialización y el apoyo a las burguesías nacionales pueden sonar interesantes, pero todo se complica cuando se intenta traducir al campo inclemente de los hechos estas consignas algo añejas.

El gobierno de Kirchner no es el peor que hemos tenido en los últimos tiempos, pero está muy lejos de constituirse en el fundador de una nueva cultura política. Diría que en muchos aspectos parece ser la expresión de una transición que la manifestación de un nuevo tiempo histórico. ¿Transición hacia dónde? Creo que esta respuesta ni el mismo Kirchner está en condiciones de darla, entre otras cosas porque la condición de toda crisis es que se sabe que lo viejo está agonizando pero se ignora lo que está por nacer.

Por lo pronto, Kirchner se aferra al poder con la certeza de que esta Argentina devastada por la fragmentación social, la marginalidad y la pobreza debe ser gobernada tratando de ganarse la simpatía de los sectores empobrecidos que carecen de direcciones políticas autónomas y son proclives a ser controlados a través de políticas clientelistas.

Al respecto, cierta derecha debería estar agradecida a un gobierno que le garantiza el orden, por más que ese orden se constituya sobre símbolos que la desagradan. Esta verdad, la derecha más inteligente la aprecia, pero los viejos dinousarios parecen aferrarse más a la simbología que a la consistencia real de los hechos.

Para concluir, digamos que Kirchner no sólo expresa el populismo posible, sino la gobernabilidad posible en la Argentina. Me pueden interesar algunas críticas de los liberales y los conservadores respecto de las libertades y el respeto a ciertas instituciones tradicionales; o la crítica de la izquierda a la pésima distribución de la riqueza, pero no me imagino a ninguno de estos sectores gobernando a la actual Argentina.

¿Apoyo a Kirchner entonces? Ni tan cerca ni tan lejos. O como le gustaba decir a Sabattini: a este gobierno hay que galoparle al costado. Ni el retorno a la década menemista ni la tentación de sumarse a un oficialismo que pretende asegurar su hegemonía incluyendo a la mayoría de las voces opositoras. Tal vez el drama de la oposición de centro izquierda sea que no puede ser oficialista pero tampoco puede constituirse como una oposición frontal. Tal vez en esta suerte de encerrona esté la clave de una estrategia que, más allá de los rótulos, permita acompañar sin confundirse y criticar sin caer en la oposición sistemática.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *