Los compromisos del oficialismo y la oposición

Lo ideal en un sistema democrático es que el oficialismo gobierne y la oposición controle. La consigna es fácil de enunciar, pero no tan fácil de cumplir, porque en política, se sabe, la lucha por el poder desborda la prolijidad de los enunciados. El gobierno, todo gobierno, se desenvuelve entre las exigencias que plantea el ejercicio del poder y, al mismo tiempo, el compromiso de reconocer los controles institucionales.

Este dilema entre la eficacia de la decisión -que exige autoridad- y los límites institucionales nunca termina de resolverse. Los riesgos que se le presentan a un gobierno son los de deslizarse hacia el autoritarismo en nombre de la eficacia o, por el contrario, de quedar prisionero de las instituciones.

Por otra parte, se sabe que la oposición debe controlar pero no obstruir; debe representar a un electorado que le dio el mandato de oponerse, pero la crítica no debería dañar a las instituciones. Este equilibrio nunca se realiza plenamente y los riesgos se manifiestan a través de una oposición salvaje o una oposición cooptada por el oficialismo.

La democracia como sistema institucional es siempre el producto de un equilibrio inestable. Las instituciones deben ser pensadas como reglas del juego ideales cuyo cumplimiento depende de factores que exceden la normativa institucional. En las sociedades modernas, las crisis son inevitables y la posibilidad de superarlas depende de la fortaleza de las instituciones y de la cultura política de su clase dirigente. Una crisis política o económica prolongada abre espacio al golpe de Estado de derecha o el asalto al poder de la izquierda.

A decir verdad, en los últimos años, las crisis han beneficiado las estrategias de la derecha intolerante, ya que las izquierdas revolucionarias han perdido capacidad de convocatoria y hoy no son más que sectas integradas por fanáticos o marginales cada vez más cercanas al fascismo cultural que a una estrategia liberadora.

Atendiendo a estas consideraciones importa hacer una advertencia al oficialismo para que no suponga que la confrontación es el clima ideal para acumular prestigio político, advertencia que también se extiende a una oposición que supone que recurriendo a las descalificaciones más vulgares cumple con su rol.

Al gobierno le corresponde asumir el compromiso de defender las instituciones, y mejorar los servicios fundamentales del Estado. No lo está haciendo o lo está haciendo mal. Kirchner está convencido de que la autoridad del presidente está en contradicción con los límites institucionales. Supone que estos límites son trampas tendidas por el sistema para atarle las manos. Cree que el precio a pagar por la justicia social es el de violentar las instituciones.

El gobierno nacional hoy tiene un alto grado de aceptación social. Sería necio no reconocer que algún mérito tiene para haber ganado ese consenso, sobre todo un presidente que llegó al poder con el veinte por ciento de los votos y el pronóstico de que no duraba más de un año. A Kirchner, más que reprocharle lo que ha hecho, habría que reprocharle lo que no hace y, sobre todo, las oportunidades que, en la actual coyuntura, la Argentina se está perdiendo.

Estamos creciendo económicamente, pero necesitamos desarrollarnos, y además, desarrollarnos con equidad. Para que esto ocurra es importante saber en qué mundo estamos viviendo, cuáles son nuestras ventajas comparativas y competitivas y qué cambios internos se deben realizar en el orden institucional y económico para transformar los beneficios de una coyuntura en una estrategia de largo alcance.

Por su lado, la oposición -habría que hablar en plural, porque hay diferentes tipos de opositores- debe aprender a encontrar un equilibrio entre la responsabilidad de salvaguardar el sistema y el ejercicio de la crítica. No me molesta que la derecha salga a la calle con Neustadt, Pando y Blumberg a reclamar seguridad; no me molesta que golpeen las puertas de la Casa de Gobierno con esos reclamos, me molestaba cuando golpeaban las puertas de los cuarteles.

Al gobierno hay que pedirle moderación, pero la misma exigencia hay que plantearle a diferentes líderes opositores. La Argentina no es fascista, ni hay indicios de que se marche hacia el fascismo. Que haya corrupción o prepotencia no autoriza a hablar de fascismo. Las palabras no son gratuitas; se pude gobernar mal sin necesidad de ser fascista; no es intelectualmente serio calificar de fascista a un gobierno; es más, es peligroso, ya que si este gobierno es fascista, deja de ser un adversario para transformarse en un enemigo, con todas las consecuencias que ello implica.

Tampoco es justo hablar de un sistema político hegemónico. La mayoría que hoy tiene el oficialismo ha sido ganada en elecciones limpias y no hay ningún límite institucional para que mañana la oposición lo desplace a Kirchner del gobierno. En los sistemas hegemónicos, importa saberlo, existen dispositivos institucionales que impiden que la oposición pueda llegar al poder. La crisis del radicalismo o la impotencia de la derecha tradicional no son el producto de una maniobra de Kirchner, sino el resultado de sus propios errores.

En la Argentina de hoy, existen problemas relacionados con la libertad de expresión, pero sería un error de concepto decir que no existe libertad de prensa. Basta mirar los programas de televisión o los editoriales de los diarios para verificar que al gobierno se le puede decir de todo, incluso fascista, sin que nadie vaya preso o muera por eso.

Es verdad que existe un manejo discrecional de la publicidad oficial -vicio que no inventó este gobierno- y es verdad que el presidente no está para dedicar párrafos enteros de sus discursos a criticar a periodistas que no dicen lo que a él le gustaría que dijeran, pero estas irregularidades no habilitan a sostener que la libertad de prensa ha sido conculcada.

Para apreciar la diferencia entre un sistema dictatorial y el actual, conviene recordar lo que le sucedió en los años del Proceso a uno de los directores del diario El Litoral, Riobó Caputto, cuando por autorizar la publicación de un comunicado de Montoneros, divulgado por los cables internacionales y, previamente, publicado por La Prensa, fue encarcelado y sometido a juicio.

En la tradición política criolla, ciertas constantes se reiteran. En tiempo de Yrigoyen, la oposición conservadora, que todavía mantenía frescos los estigmas del fraude, lo acusaban de atropellar las instituciones. La acusación no era arbitraria. Yrigoyen era democrático, pero no era muy republicano que digamos, como lo demuestran, entre otras cosas, las 21 intervenciones que hizo durante su mandato a las provincias, diecisiete de ellas por decreto.

Con Perón pasó algo más grave. En nombre de la justicia social, se amordazó a la prensa, se persiguió a la oposición, y el Estado dejó de ser la institución de todos para ser una rama del peronismo. De más está decir que esta antinomia no se superó con la Revolución Libertadora. Lo que hizo fue invertir los signos, y en nombre de la democracia se proscribió, se masacró a inocentes y se fusiló a disidentes. El país, partido por la mitad, con sus secuelas de golpes de Estado, violencia y corrupción fue el resultado de estas antinomias irreconciliables.

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