Tres reflexiones

Murió una de las periodistas más valientes, más lúcidas y más atrevidas de nuestros tiempos. Se llamaba Oriana Fallaci. Polémica, controvertida, amada y odiada, sólo fue leal a sus convicciones y esas convicciones eran las de la libertad y el coraje intelectual. Valiente, laica, libertaria, se educó desde niña en esos valores. Su padre y su madre fueron antifascistas militantes. Al antifascismo, ella lo mamó en la casa, después vinieron los libros que confirmaron esas pasiones.

Con justicia fue considerada la mejor periodista del siglo. Esa distinción no se la negaban ni siquiera sus enemigos más tenaces. Sus entrevistas, sus notas desde los campos de batalla, sus opiniones sobre el poder, siguen manteniendo una rigurosa actualidad. Escribía con rabia y con orgullo. No respetaba a los poderosos, denunciaba sus hipocresías y sus cinismos, despreciaba a los cobardes y a los ignorantes. Su único compromiso era con la verdad; a los únicos que estaba dispuesta a rendirles cuentas de sus palabras era a sus lectores.

Fue una profesional impecable e implacable. Sus exigencias a los entrevistados sólo pueden compararse con las exigencias a las que se sometía ella misma, estudiando, documentándose, haciéndose cargo de cada pregunta que hacía y de cada frase que escribía. No era concesiva y detestaba el sensacionalismo. Si un entrevistado era un cobarde o un miserable lo decía; si era valiente o inteligente también lo decía.

Puede que se haya equivocado. Es verdad que los desmesurados se equivocan, pero los que los critican con tanto entusiasmo deberían saber que los prudentes también se equivocan. En definitiva es una cuestión de estilo, pero el estilo también tiene sus exigencias. Las desmesuras de Oriana estaban iluminadas por la lucidez. Era una mujer que creía en lo que decía y eso se respiraba en cada párrafo de sus escritos.

Famosa, célebre, casi un best seller, nunca aduló a los lectores, nunca les hizo concesiones, entre otras cosas, porque la primera en no aceptar ningún tipo de concesiones era ella misma. En 1983 estuvo en la Argentina y dijo que Leopoldo Galtieri era un militar bruto y fatuo, y que Bernardo Neustadt era un periodista cobarde y obsecuente. Que cada uno juzgue hasta dónde estaba equivocada.

Los últimos quince años luchó a brazo partido contra el cáncer. Desde el primer día les exigió a los médicos que le dijeran la verdad y afrontó el combate con el coraje de quien sabe que tarde o temprano va a ser derrotada. Murió en su amada Florencia, sin asistencia religiosa. En tiempos de cobardía moral, ella fue valiente; en tiempos de servilismo, ella dijo su verdad; en tiempos de mediocridades célebres, ella celebró la lucidez.

Denuncia, oportunismo y verdad

Es probable, muy probable, que la denuncia contra el peronista Juan José Alvarez haya sido el producto de una maniobra política del oficialismo para descalificar a un adversario. Se sabe que las denuncias más importantes que llegan a manos de los periodistas provienen de una infidencia o una maniobra perpetrada desde el poder. Watergate, por ejemplo, fue posible gracias a Garganta Profunda.

La maniobra puede ser calificada de artera o tramposa, pero la amoralidad del denunciante no puede ser un pretexto para invalidar la verdad que revela. Que los que denunciaron a Alvarez lo hayan hecho por razones canallas no quita que efectivamente el señor Alvarez haya trabajado en los servicios de inteligencia en tiempos de la dictadura.

Alguien podrá decir que no tiene nada de malo trabajar en una institución del Estado. Lo que conviene recordar es que no es lo mismo trabajar en la Side en tiempos de democracia que en tiempos de dictadura. En la Argentina dominada por el terrorismo de Estado, la Side fue un instrumento importante. La vida o la muerte dependían de un informe de estos caballeros.

No está prohibido trabajar en la Side, ni siquiera en tiempos de dictadura; las sanciones hoy no las establece la ley, la establece la opinión pública. Convengamos que se hace muy difícil ser dirigente de un partido popular y al mismo tiempo exhibir un pasado de informante. La excusa a favor de su necesidad de comer no es válida. Con ese mismo criterio Astiz, Simón o Etchecolatz podrían excusarse diciendo que torturaban porque tenían hambre.

De todos modos, atendiendo a las oscilaciones que el peronismo ha tenido en materia de derechos humanos, habría que pensar que alguna lógica hubo en la decisión de Alvarez. El peronismo, como lo definió un conocido peronista, fue durante años el partido que integraba a los asesinos y a los asesinados, a los torturados y a los torturadores.

Basta con mirar la lista de pasajeros del charter que trajo a Perón en noviembre de 1972 para verificar cómo funcionaba este principio: Lastiri y Ortega Peña: Mujica y López Rega; Coria y Vernazza; Isabel y Eduardo Luis Duhalde… Después de semejante excursión, la película «Durmiendo con el enemigo» pasó a ser un edulcorado cuento de niños.

Las declaraciones del Consejo Superior del Justicialismo, presidido por Humberto Martiarena, contra los infiltrados marxistas, fueron tan elocuentes que hasta los militares les dijeron en voz baja que se les había ido la mano. Personajes como Isabel y López Rega ponderaron el terrorismo de Estado y organizaron bandas criminales que se dedicaban a matar disidentes y muy en particular, disidentes peronistas.

La revista «El caudillo» reiterando que el mejor enemigo es el enemigo muerto, las campañas de exterminio protagonizadas por Osinde, Norma Kennedy y Brito Lima, la decisión de Perón de avalar a los fascistas de Córdoba que derrocaron a Obregón Cano o de encausar a la periodista Ana Guzzetti porque se atrevió a preguntarle por la represión ilegal, permiten suponer que el joven Alvarez pensó sinceramente que, al lado de semejantes delicadezas, trabajar en la Side era una falta menor, cuando no, un testimonio militante.

Hoy se sabe que el terrorismo de Estado no se inició con los militares, que para 1976 el peronismo en el poder era responsable de más de mil muertos. Al oficialismo habría que decirle que sea prudente a la hora de investigar el pasado, porque se puede encontrar con sorpresas desagradables, sorpresas que pueden llegar a reducirle el padrón de afiliados.

Intelectual de la política

A Rogelio Frigerio, que falleció esta semana, hay algunas cuestiones que lo distinguen. Admitamos que no fue un político convencional. Su perfil estuvo en las antípodas del demagogo. Su pasión fue la política, pero la política respaldada por el saber económico y la reflexión intelectual. Sus conferencias, sus libros, eran los de un académico, los de un hombre que reflexionaba sobre los problemas del país desde las ciencias sociales.

La política para Frigerio era algo serio. No era un iluso; por el contrario, era un realista, pero su realismo nacía de la convicción de que la realidad era algo complejo y que para conocerla era necesario estudiarla. Como Juan B. Justo, hizo política escribiendo libros, estudiando, apostando a la inteligencia.

Dos palabras que antes sólo se usaban en la cátedra universitaria hoy están incorporadas al sentido común de los argentinos: integración y desarrollo. La integración social y política que da sentido a una nación; el desarrollo económico apuntalado en un acuerdo nacional alrededor de ciertas certezas relacionadas con la industria pesada, el rol del Estado, las inversiones extranjeras.

El político para Frigerio debía ser un hombre capacitado para entender al país y transformarlo y esa capacitación provenía del estudio, la investigación. Junto con Arturo Frondizi, formó a su alrededor un equipo de intelectuales y técnicos, que en su momento expresaron la visión más orgánica de una burguesía interesada en modernizar la nación. Fracasaron tal vez, pero las asignaturas del desarrollo y la integración siguen pendientes.

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