Las reglas de oro del poder

No es indispensable hacer alarde de exquisitas y refinadas capacidades de predicción para pronosticar que Kirchner dispone de grandes posibilidades para ser reelecto en las elecciones del año que viene. A esta conjetura la admiten oficialistas y opositores. Se sabe que en un año pueden pasar muchas cosas y que el presidente que hoy cuenta con la aceptación del 57 por ciento de la ciudadanía puede perder esa adhesión. Pero también se sabe que, así como existe el cambio, existe la permanencia y que, por ahora, no se observan en el horizonte señales que alteren la actual tendencia.

En los tiempos antiguos, se decía que los soberanos que se mantenían en el poder estaban bendecidos por los dioses. Entonces se admitía que los dioses intervenían en política y, así como hoy privilegiaban con sus dones al elegido, mañana le bajaban el pulgar y lo condenaban al anonimato más árido y humillante. Carlos Menem pudo verificar en carne propia esa rígida ley del Olimpo.

El escritor Bret Harte, en uno de sus cuentos más logrados, «Los proscriptos de Poker Flat», postula que de la suerte poco sabemos, salvo que existe y que no es eterna. Para Harte, en realidad para Oakhurst, lo que importa es saber que a las rachas de buena o mala suerte hay que saberlas aprovechar; pero que al verdadero jugador se lo mide en las rachas de mala suerte, es decir, cuando es capaz de aguantarse con las cartas en la mano a la espera de la llegada de la racha de buena suerte.

En este relato, Bret Harte no pretende dar lecciones de cómo jugar al póker; como todo escritor que se precie, Harte habla de una cosa para referirse a otra. Si esta lección de filosofía existencial la queremos trasladar a la política, podríamos decir que Kirchner está atravesando una racha de buena suerte y, como buen jugador, exprime al máximo las posibilidades sin medir riesgos, pero sin saltar al vacío.

De los radicales K podríamos decir que no son dignos de sentarse a una mesa taura porque, a la primera racha de mala suerte, tiran las cartas y resuelven cebarle mate al ganador. Los otros dirigentes de la oposición están, por el momento, un tanto paralizados por la racha de buena suerte de Kirchner. Algunos quieren retirarse; otros apuestan, pero lo hacen con tantas prevenciones que no tienen otra alternativa que perder. No faltan los que quieren hacer trampa o acusar de tramposos al ganador para recuperar el dinero perdido. Y, luego, está el jugador que admite que fue atacado por una racha de mala suerte, pero se mantiene a la mesa con las cartas en la mano, sereno, digno, esperando que llegue su hora. Ése es el que vale.

A los políticos de raza se los pone a prueba en la derrota, no en la victoria. Dos ganadores crónicos de elecciones, y de algo más que elecciones, como Yrigoyen y Perón, vivieron sus momentos de mayor dignidad cuando perdieron el poder. Don Hipólito, desde la isla Martín García o desde su modesta casa de calle Brasil, y Juan Domingo, desde el exilio -que no fue ni tan dorado ni tan alegre como lo describen algunos-, demostraron que el lugar ganado en la consideración popular no había sido obtenido en vano. Digamos que la victoria sólo la merecen aquellos que supieron ser leales a sí mismos en los momentos de derrota.

Si dejamos de lado la literatura e ingresamos al campo de las Ciencias Sociales, podríamos arribar a conclusiones parecidas. Maquiavelo, luego de darle al Príncipe los más diversos consejos en materia de política práctica, concluye recordándole que en política es necesario ser audaz, porque ella es mujer y ama a los audaces, a los que la tratan sin miramientos.

Sin ánimo de abrir una polémica con las feministas, aceptemos que Maquiavelo sabía de lo que hablaba y que Kirchner algunos párrafos debe haber leído de «El Príncipe». El presidente apuesta fuerte, pero no es temerario. El viaje a Estados Unidos demuestra que no desconoce las reglas de oro del poder internacional. Puede que sus relaciones con Chávez y Morales sean sinceras, pero también puede que sean instrumentales. Kirchner no sería el primer mandatario que se apoya en lo que tiene a mano para negociar con un poder más fuerte. Tampoco sería el primero en especular con que, a veces, es mejor rodearse de algunos amigos impresentables para sacar ventajas con la comparación.

Pero la clave del éxito de Kirchner reside en haber entendido cómo se ejerce el poder en las sociedades modernas, es decir, en sociedades consumistas, relativamente solidarias, por no decir indiferentes. Kirchner sabe, como lo saben todos los políticos que compiten en democracia, que el principio de legitimidad para llegar al gobierno es el voto popular. En este punto, Kirchner y De la Rúa piensan lo mismo. Pero la segunda lección del curso enseña que en estas sociedades no alcanza solamente con ser votado; es necesario luego gobernar defendiendo los intereses de esos votos. En este punto, Kirchner se diferencia de De la Rúa, el hombre que creyó que porque lo votaban tenía un cheque en blanco por cuatro años y que, por lo tanto, podía dedicarse a gobernar haciendo exactamente lo contrario de lo que le reclamaban quienes lo habían votado.

Expresado en términos de teoría política, habría que decir que existe una legitimidad de origen y una legitimidad de ejercicio. De la Rúa tuvo legitimidad de origen, pero a los dos años se tuvo que escapar por los techos de la Casa Rosada. Kirchner se inició con una legitimidad de origen muy débil, pero hoy dispone de una legitimidad de ejercicio muy fuerte.

Dicen que cuando al nacionalista reaccionario Manuel Carlés -el fundador de la Liga Patriótica, un grupo de choque de la extrema derecha que funcionó en la década del ’20- le preguntaron si estaba de acuerdo con la Constitución de 1853, la respuesta fue terminante: «Estoy de acuerdo con esa Constitución siempre y cuando exista el pueblo que existía en 1853». Traducido a un lenguaje más cotidiano, lo que Carlés nos está diciendo es que no tiene problemas en reconocer libertades y garantías con un pueblo sometido y resignado.

Hoy, por diferentes motivos, la sociedad no está ni sometida ni resignada. Esto no quiere decir que los hombres de hoy sean más morales que los de antes; lo que quiere decir es que, en estas sociedades secularizadas consumistas socialmente democráticas, los ciudadanos defienden determinada calidad de vida y ningún gobierno puede ir en contra de estas mayorías. Los que intentaron hacerlo perdieron el poder y lo perdieron de manera humillante.

En otros tiempos, la religión convocaba a la resignación y la policía o los militares se encargaban de poner en línea a los más desacatados. Hoy esto no ocurre. El arte del gobernante, por lo tanto, es actuar respetando siempre los consensos. Hace cien años, Bartolomé Mitre le dijo a un Roca atribulado por las manifestaciones callejeras en contra de una medida económica que reviera lo hecho porque, «si todo el pueblo se equivoca, es porque todo el pueblo tiene razón». Mitre no era ni populista ni demagogo, pero tampoco tonto. Ya en 1902, don Bartolo sabía que la voluntad de poder debe incluir la capacidad de convencer a los gobernados de que lo que se hace es lo mejor que se puede hacer por ellos.

Como le gustaba decir a Daniel Bell, el autor de «Las contradicciones culturales del capitalismo»: «El futuro es de las masas o de quien sea capaz de explicárselo». El talento de Kirchner no reside en hacer lo que las masas quieren -semejante torpeza ningún gobernante se la puede permitir-. El talento de Kirchner es que ha convencido al 60 por ciento de los argentinos de que hace lo que a ellos les conviene.

 



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