Las alternativas de una crisis

La posibilidad de que Jorge López esté escondido en algún lugar del mundo es cada vez más remota. A dos semanas de su desaparición, con toda la policía detrás suyo y 200.000 pesos de recompensa, es poco probable que ande deambulando por la calle u hospedado en la casa de algún amigo. Dicho de manera descarnada: existen serias posibilidades de que López haya sido secuestrado y que sus captores lo hayan asesinado. La alternativa de la locura o de una banda de delincuentes comunes decididos a reclamar un pago por el secuestro se debilita con el paso de las horas.

Ninguna posibilidad se debe descartar de plano a la hora de la investigación, sobre todo cuando la información que los periodistas recibimos sobre estos temas es siempre incompleta, pero a la hora de las especulaciones es importante asumir la realidad en sus variantes más duras para pensar y actuar en consecuencia, porque si se cumpliera la hipótesis más deseable: la aparición con vida de López, toda la tensión política acumulada en estos días se desactivaría y los únicos que se sentirían frustrados serían los extremistas de derecha que se privarían de disfrutar de un módico acto de venganza y la extrema izquierda, quienes por razones ideológicas asumen la posición de víctimas para demostrar la perversidad del capitalismo, exhibir la incapacidad de la democracia para asegurar la vida de los ciudadanos y además, probar que en estas sociedades la democracia es una mascarada para engañar incautos, porque al poder real lo representan los aparatos de muerte de los que se vale el capitalismo para reproducirse como sistema.

López ha sido secuestrado y no hace falta ser Sherlock Holmes para saber que los secuestradores son esa mano de obra desocupada, que tal como parecen confirmarlo los hechos, no está tan desocupada y hasta es muy probable que siga actuando entre los intersticios del Estado nacional y las estructuras provinciales.

El objetivo de este operativo también es claro: ajustar cuentas con uno de los testigos responsables de la condena del torturador Etchecolatz y, por elevación, advertir a los futuros testigos la suerte que les espera si persisten en su voluntad de querer recordar tiempos viejos.

Importa saber que todos los indicios parecen señalar que no estamos ante un delito privado, un operativo montado por delincuentes comunes. Si la peor de las posibilidades se cumple estamos ante un delito político contra el Estado de derecho perpetrado por extremistas de derecha que intentan, por el camino del terror, influir sobre la orientación del Estado en materia de justicia, derechos humanos y garantías civiles y políticas.

En los ámbitos del poder se especula si lo ocurrido puede ser la venganza de algún amigo de Etchecolatz o de aquellos que preocupados por su participación en la guerra sucia decidieron ejemplificar por la vía del crimen contra testigos indeseables presentes y futuros. El peor de los escenarios sería asistir al nacimiento de una organización terrorista que pretenda objetivos de más vasto alcance.

¿Es posible algo parecido? Yo diría que es difícil pero no imposible. No hay condiciones ni internas ni externas para el nacimiento de bandas terroristas, pero en estos temas nunca conviene ser tan concluyente y la política más sabia al respecto es asumir el problema sin descartar ninguna alternativa. Los procesos de violencia política no se precipitan de la noche a la mañana, se preparan, se acumulan a lo largo del tiempo y en algún momento estallan.

Las recientes amenazas contra jueces, fiscales y funcionarios son graves, pero no pueden ser tomadas como el punto de partida de un plan terrorista articulado a nivel nacional. Insisto: nada se debe descartar, pero atendiendo a los antecedentes del caso podría conjeturarse que se trata de variantes oportunistas protagonizadas por partícipes de la guerra sucia que aprovechan el clima creado para hacer de las suyas.

En principio no parece pertinente responsabilizar al gobierno por lo sucedido. Hasta el momento, incluso en situaciones mucho más delicadas, hechos como los que ahora nos ocupan no habían provocado este tipo de reacciones. En las condiciones de libertad política vigentes no era previsible un secuestro, por lo que además, no hacía falta disponer de una organización delictiva poderosa para secuestrar «con relativa facilidad» a un hombre de 77 años.

Si la especulación más grave se cumple, estaríamos ante un escenario inédito y entonces sí se podría hablar del primer desaparecido de la democracia, con todas las consecuencias que ello implica en materia de seguridad y de paz social. Al gobierno nacional se le plantearía una situación incómoda, porque si bien no se lo puede responsabilizar de manera directa por lo sucedido, está claro que el secuestro o asesinato de un ciudadano, es un desafío a la autoridad del gobierno, de cualquier gobierno.

Por supuesto, a la hora de las críticas no van a faltar quienes lo inculpen a Kirchner por haber removido un pasado que, supuestamente, ya estaba relativamente saldado. Es muy probable que desde la derecha política se diga, o se piense, que la reiniciación de los juicios a los terroristas de Estado, sumado a la evidente parcialidad del gobierno a favor de uno de los sectores en pugna, haya alentado estas reacciones que, si bien no deben aceptarse, se explican en este contexto.

Semejante razonamiento sería difícil de sostener en un debate abierto y franco. En la Argentina, los familiares y las víctimas del terrorismo de Estado jamás recurrieron a la violencia para ajustar cuentas con los verdugos. Las consignas pueden haber sido duras, los reclamos de justicia, intransigentes, pero en ningún caso alguien se propuso atentar contra la vida de los victimarios.

Si uno de los grandes aprendizajes de la democracia ha sido que el crimen político es inaceptable y que nunca más se puede admitir que alguien mate en nombre de un ideal, una pasión o una patología, bajo ningún punto de vista se puede ser contemplativo con quienes rompen con esta regla básica de la convivencia civilizada.

Lo deseable es que el señor López reaparezca con vida, pero ya se sabe que lo deseable a veces no tiene nada que ver con la dura realidad. Si por el contrario, el desenlace es trágico, más que nunca la sociedad argentina deberá unirse por encima de diferencias políticas y sociales para condenar con toda energía un crimen detestable y reclamar que los culpables sean llevados ante los tribunales para rendir cuentas por sus crímenes. La paz reconquistada en 1983 no puede ceder a la provocación de terroristas y criminales.

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