La muerte de Carlos Fuentealba

Ya habrá tiempo para hablar sobre las consecuencias políticas de la muerte de Carlos Fuentealba. Hoy quisiera hablar de él, del maestro que se había tomado la vida en serio y que creía en los valores de la honradez y el coraje, del amigo generoso, del muchacho modesto que se hizo desde abajo, del profesor al que sus alumnos adoraban, del marido que dejó a una mujer viuda y del hombre que dejó a dos hijos sin padre.

No lo conocí a Carlos, no puedo hablar de su íntima e intransferible personalidad, pero creo no equivocarme al evocar la vida de un hombre que desde la adolescencia supo que en la vida todo lo debía conquistar con esfuerzo. Para estudiar tuvo que trabajar y trabajar duro; la cultura la conquistó, no se la regalaron.>

En el mundo de las necesidades, en el áspero universo de la calle, en los rigores de la lucha diaria por sobrevivir se aprenden algunas verdades, tal vez las más esenciales. A las austeras lecciones del coraje, Carlos no las aprendió en los libros, las aprendió viviendo.>

Carlos pertenece al linaje de los que le dieron un sentido a su existencia aferrándose a algunas verdades sencillas pero exigentes, esas verdades que dan sentido a una vida y le otorgan una particular estatura a su muerte. Los hombres no deciden todas las circunstancias de su vida, pero los valientes se ocupan de hacer suyos algunos valores que definen su condición humana. Son los que a la resignación le oponen la rebeldía, al egoísmo la generosidad, a la ignorancia la inteligencia.>

Carlos -para decirlo de una manera directa- aprendió que la única verdad que le otorgaba trascendencia a todos sus esfuerzos tenía el nombre de solidaridad y que, como le hubiera gustado decir a Sartre, la conquista de la libertad no se realiza contra los otros sino con los otros, es decir, con sus compañeros, con los que compartía horas de trabajo, esperanzas y alegrías.>

Trágica burla del destino. Carlos Fuentealba muere, es asesinado, por participar en un piquete que, a juzgar por la información de los cronistas, era una medida de lucha que no compartía por considerar que era inapropiada y que iba a conducir a los maestros a una trampa. Carlos planteó sus objeciones y perdió la votación. Disciplinado acató la decisión de sus compañeros y el miércoles a la tarde estaba con ellos en la zona del conflicto sin saber que la trampa efectivamente existía y que él iba a ser la víctima.>

En algún momento lo peor iba a ocurrir. La creciente conflictividad social y los discursos incendiarios a derecha e izquierda terminan provocando sus consecuencias. No se puede atizar impunemente la hoguera social y creer que nunca va a pasar nada. La experiencia histórica así lo enseña: más temprano que tarde las instituciones crujen y su derrumbe se paga con más injusticia, con más impunidad y -no olvidarlo- con más muerte.>

Carlos fue asesinado por la espalda. Sobisch no dio la orden de matarlo pero el policía que disparó el cartucho de gas a seis metros de distancia sabía lo que estaba haciendo. Sobisch no dio la orden de matarlo pero dio la orden de reprimir en un país en donde -él debería saberlo- la llamada represión legítima deriva fatalmente en violencia ilegítima.>

El policía que lo asesinó por la espalda parece que se llama Darío Poblete. En su momento fue procesado y condenado por torturador. Su esposa lo denunció más de una vez porque la golpeaba. Poblete no es la Policía, pero, ¿cuántos Poblete hay en la Policía?>

En la Argentina el Estado ha matado mucha gente, por lo tanto a nadie le debería llamar la atención que la memoria de la sociedad reaccione con furia, con dolor cuando alguien muere en esas condiciones. La muerte es el límite de la violencia estatal. Esta verdad hoy está consagrada por las leyes y por el sentido común, pero está reforzada por nuestra reciente experiencia histórica. Tal vez el rasgo más evidente de salud moral de nuestra sociedad se exprese a través de esta respuesta solidaria, humana a favor de la vida y en contra de la muerte.>

Los errores se pagan, pero los costos no son los mismos. El error de Sobisch es muy probable que le cueste su carrera política: pero ni las ambiciones demolidas de Sobisch ni la cárcel del policía que mató, le devolverán la vida a Carlos, ni borrarán las marcas de las lágrimas en el rostro de sus dos hijos y su esposa.>

Repito, no es mucho lo que sé de Carlos, pero lo poco que sé lo honra. Leo -por ejemplo- en una crónica que sus amigos lo respetaban y sus alumnos lo querían. Los que lo conocían le otorgan el título al que debería aspirar todo hombre que se precie: «buen tipo». Sus alumnos lo habían elegido «rey del colegio». Nadie puede aspirar a más en la vida, porque no hay honores superiores a la condición de buen amigo y buen maestro.>

Mucha gente fue a despedir a Carlos: políticos, sindicalistas, vecinos. Nadie faltó a la cita. Algunos con bronca, otros con lágrimas en los ojos, muchos con flores en las manos, pero en un costado, sin decir una palabra, ajenos a las fotos y al bullicio, casi con timidez y vergüenza, estaban sus alumnos, sus muchachos, los chicos que lo querían porque en sus clases aprendieron las primeras lecciones de química, pero también de la mano del maestro descubrieron las nociones invisibles pero consistentes y efectivas de solidaridad.>

De alguna manera intuitiva, confusa, la tragedia de Carlos Fuentealba me recuerda la de Pocho Lepratti. No son idénticas, ellos seguramente no pensaban lo mismo, pero en lo fundamental se parecen y por lo tanto es justo preguntarse, aunque más no sea a título de dilema, por qué suelen ser los mejores los que mueren, por qué siempre son los buenos tipos los que caen.>

Rehúyo el sentimentalismo y las lágrimas livianas. Además Carlos no se merece nada de eso. Tampoco, claro está, se merece las justificaciones banales de Sobisch y las especulaciones oportunistas de Filmus y Fernández, todos salpicados no tanto por la muerte como por el pecado de querer evaluar una muerte según las mediciones de las encuestas.>

Carlos Fuentealba murió por luchar por una sociedad más justa, pero por sobre todas las cosas su muerte es la consecuencia más o menos previsible de una sociedad que está ingresando por el plano inclinado, resbaladizo y viscoso de la violencia.>

Hablo de la violencia de un Estado que confunde autoridad con discrecionalidad y que como consecuencia de esa fatal confusión es incapaz de garantizar la libertad y de asegurar el orden; hablo de una policía venal, mafiosa, sumisa con los poderosos y brutal con los débiles; hablo de la mayoría de una clase política -oficialismo y oposición- a veces cínica, a veces hipócrita y en todos los casos oportunista; hablo de dirigentes sociales irresponsables, que por pequeñas y mezquinas ambiciones conducen a sus afiliados a callejones sin salida; hablo de una derecha insensible, autoritaria que supone que todo se resuelve con un baño de sangre; hablo de una izquierda delirante y fundamentalista, que sigue creyendo en el lema perverso de que «cuanto peor, mejor» y, por último, hablo de una sociedad que se moviliza con convulsiones histéricas y un día pide represión y al otro día llora una muerte.

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