Robo para la corona

Uno de los secretos más extendidos de la política nacional es el de los grandes negocios que hacen los gobiernos con las obras públicas. La prudencia y el tacto aconsejan no generalizar porque no todos los gobiernos hacen lo mismo y hasta hay derecho a pensar que no todos cobran las mismas comisiones, pero en la Argentina, y no sólo en la Argentina, la obra pública es una de las fuentes privilegiadas del financiamiento político y del enriquecimiento individual de dirigentes crapulosos.

«Robar para la corona» es algo más que el título de un libro o la frase atribuida a un conocido político devenido empresario periodístico, robar para la corona es la justificación moral de determinados negocios ilícitos realizados con el fin de asegurar el funcionamiento de una estructura política interna. Así lo pensaban Giulio Andreotti y Betino Craxi en Italia, así lo piensan algunos funcionarios de Lula o de Bush y seguramente así lo piensa más de un funcionario o político argentino.>

El pragmatismo o el cinismo -que cada uno acomode su coartada moral como mejor le parezca- aconsejan aceptar esta práctica habitual de hacer política, aunque al respecto sería bueno recordar que en algunos casos no sólo se roba para la corona; también existen los funcionarios que le roban a la corona. No se trata de un juego de palabras, se trata de advertir sobre una tendencia por demás generalizada. En la Argentina, como se ha podido apreciar en el reciente pasado y tal vez en el presente, los operadores no sólo estafan al poder público; además, estafan a la coartada moral que justifica sus actos, es decir, estafan a la corona, lo cual los convierte en ladrones por partida doble, una imputación que a estos caballeros no les hace perder el sueño porque, en primer lugar, suponen que nunca se les podrán probar sus ilícitos y, también, porque estiman que robarle al Estado no es un delito sino una oportunidad.>

Muchos de estos funcionarios o políticos no se animarían a robarle una mandarina al verdulero de la esquina y si encuentran el sueldo de un jubilado en la calle serían capaces de devolverlo, pero esos mismos funcionarios, puntillosos, correctos, buenos padres de familia, consideran que robarle al Estado no ocasiona ninguna objeción moral.>

En los años veinte, los que robaban para su pequeña corona eran los anarquistas, aunque hay que admitir que los muchachos arriesgaban el cuero en el emprendimiento, una apuesta un tanto más heroica que las que realizan sus desenfadados y metálicos colegas de este siglo.>

La crónica relata los asaltos a bancos perpetrados por la banda anarquista liderada por el mítico Dolores Durruti en Buenos Aires. Según estas fuentes, en un mes asaltaron dos bancos y una financiera. El objetivo era conseguir dinero para desarrollar la lucha revolucionaria en España. Otro detalle que brinda la crónica histórica es que los anarquistas se alojaban en una pensión modesta y que almorzaban y cenaban en un comedero barato de Plaza Once.>

El relato destaca, luego, que los libertarios regresaron a España viajando en la clase más modesta, a pesar de que en algún lugar de las valijas llevaban una fortuna como para viajar en primera y pasársela todas las noches apostando en el casino.>

De todos modos no seamos sentimentales; robar robaban todos, pero admitamos que alguna diferencia hay entre aquellos anarquistas y estos operadores. El diario La Prensa, por ejemplo, relata que uno de estos «delincuentes» fue recogido por la policía porque estaba desmayado en la calle. El hombre había perdido el conocimiento porque estaba muy debilitado ya que hacía más de dos días que no comía. Descubierto con todo el dinero en los bolsillos, el comisario le preguntó por qué no había usado algo de ese dinero para alimentarse. El viejo anarquista lo miró a los ojos y con absoluta naturalidad, pero al mismo tiempo con cierto secreto orgullo, le respondió que ese dinero no podía ni debía usarlo porque no era de él, era de los libertarios.>

A modo de conclusión, podríamos decir entonces que hasta en el mundo de los ladrones hay diferencias, diferencias que se producen no sólo porque unos operan con guantes blancos y otros con guantes negros, sino porque unos efectivamente respetan a su corona y otros, además de robar, invocan la corona para enriquecerse personalmente.>

Pero dejemos que los viejos anarquistas salden sus cuentas con el pasado y regresemos a nuestro presente un tanto más promiscuo y sórdido. Empresarios, políticos y funcionarios admiten en charlas informales, por supuesto, que en toda obra pública hay que pagar una comisión antes de empezar a hablar de las cosas que importan. Los porcentajes de las comisiones en los últimos años han ido creciendo sin que los informes del Indec justifiquen este aumento. Más de un empresario despotrica contra estos hábitos políticos, pero llegado el momento no le queda otra alternativa que «ponerse», porque la otra posibilidad es el ostracismo.>

El proceso contamina a muchos, a demasiados, y como suele ocurrir en estos casos en algún momento alguien se equivoca y salta el escándalo. Durante unos días o unas semanas el episodio puede estar en la tapa de los diarios y, en el mejor de los casos, algún funcionario puede terminar despedido o procesado. El gobierno de turno se despachará contra el funcionario desleal, se hablará de inescrupulosidad y hasta de la traición de un compañero o correligionario y, colorín colorado, ese cuento habrá terminado.>

En realidad, si quisiéramos ser puntillosos a la hora de buscar la verdad, deberíamos saber que cuando el poder de turno considera que la causa está cerrada, en realidad es el momento en que el expediente debería iniciarse. No es verdad que a estos ilícitos los cometa un empleado corrupto. Para que estos negocios con el Estado puedan realizarse es necesario que exista una verdadera red de cómplices.>

En el Estado no hay ladrones individuales, hay asociaciones ilícitas que operan con la autorización tácita del poder central. El funcionario despedido o procesado en soledad, es un chivo expiatorio, alguien que se sacrifica o es sacrificado para tranquilizar a la opinión pública, dejando intacta la estructura de poder delictiva. Para finalizar, advierto que los personajes y situaciones mencionados en esta nota pertenecen a la imaginación del autor y que toda semejanza con la realidad es pura coincidencia.>

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