Alfonsín y la invención de la democracia argentina

Los restos de Raúl Alfonsín descansan al lado de los grandes patriarcas del radicalismo. Las emociones del duelo ahora deben dar lugar a la reflexión despojada de legítimos arrebatos sentimentales. Una multitud lo acompañó hasta la tumba. Ese honor, ese privilegio lo han tenido pocos, muy pocos en la Argentina y mirando hacia el futuro me atrevería a decir que por bastante tiempo no habrá otro que lo iguale.

Cuando un pueblo se sensibiliza hasta estos límites por la muerte de un político el caso merece ser estudiado. En primer lugar, las contradicciones y las paradojas. En 1994, fue a almorzar al El Litoral invitado por los directivos del diario. Tuve el privilegio de participar de esa reunión. Dijo muchas cosas interesantes e inteligentes. Él era un hombre interesante e inteligente, un político que no decía banalidades.

Me llamó la atención su sentido del humor. Como los hombres grandes, era capaz de burlarse de sí mismo. En cierto momento de la charla, admitió que en la calle la gente lo saludara, le manifestara cariño y respeto, “pero no me votan ni por joda”. Lo dijo con una sonrisa, pero lo dijo con la certeza de que estaba diciendo la verdad. La gente lo quería, lo respetaba, pero no lo votaba. ¿Por qué esa contradicción, por qué ese contraste?

Lo primero que se dice en estos casos es que la sociedad le reconocía ser el gran presidente de la recuperada democracia argentina, pero hasta allí llegaba el afecto. Puede ser que así haya sido. Efectivamente fue así. Al momento de morir, Alfonsín seguía siendo querido pero no votado. En esa contradicción hay cierta grandeza. Alfonsín estaba más allá, o más acá, del voto. Había ingresado a la galería de los próceres. Lo más importante lo había hecho; lo demás era casi una anécdota.

Las almas bellas decían que ya había ganado los laureles de la historia y que lo más sabio sería retirarse como lo hicieron De Gaulle, Willy Brandt o Churchill. Es posible que el consejo haya sido bien intencionado y sabio, pero tenía una sola limitación: no servía para Alfonsín, no se hacía cargo de la realidad vital de este político de raza. Alfonsín jamás pensó en serio retirarse de la política, no porque fuera vanidoso, sino por la sencilla y absoluta razón de que no podía hacerlo, porque no era capaz de hacerlo, porque algo más fuerte que los propios dictados de la razón o el sentido común, lo empujaba a la militancia, a la lucha. Tal vez ése haya sido su límite, pero era también su virtud, su encanto, su destino.

Los grandes hombres y Alfonsín sin duda que lo era- son aquellos que consagran su vida a una causa y se consumen en ella sin pedir ni dar cuartel. Alfonsín podría haberse retirado con todos lo honores, podía haber optado por la pacifica labor del conferenciante que recorre el país y el mundo reflexionando sobre su paso por el poder. No es un destino injusto o indigno. Pero no era el suyo.

¿Anacrónico? Tal vez. Y ése era también su encanto. Era formal como suelen ser los viejos radicales. Tenía el señorío de los caballeros y la calidez del criollo viejo. También su picardía y su generosidad. Era amigo de los amigos. Siempre dispuesto a la gauchada. Como los viejos políticos radicales, nunca dejaba de darse una vuelta por el comité. Un café con los amigos, un asado con los correligionarios eran actos de felicidad cotidiana.

Le gustaba estar en todas. En lo importante y en los detalles.

Sabía que le tocaba vivir tiempos de derrota. Lo sabía, pero no daba un paso atrás porque como buen radical estaba acostumbrado a ganar y a perder, y en más de un caso, a perder.

A los hombres hay que evaluarlos en sus contrastes, con sus claros y sus oscuros, pero nunca perdiendo de vista la luz fundamental que orienta sus pasos. La luz de Alfonsín fue la política, la política republicana y democrática, por supuesto.

Fue el dirigente que con más convicción defendió el principio de que en política todo puede estar permitido menos matar en nombre de la política. Para una Argentina alucinada por el crimen cometido en nombre de las más diversas causas redentoras, lo suyo fue un acto liberador y una apuesta lúcida y humanista.

Se dice con cierta ligereza que Alfonsín aseguró la democracia de los argentinos y punto. No fue tan así. Y si lo hubiera sido, el tema es mucho más complejo que una simple formalidad institucional.

Hay que decirlo de una buena vez: Alfonsín fundó una nueva república. Esa tarea no fue sencilla. Para realizarla hacía falta decisión, inteligencia. Un gran hombre es aquel que ve más lejos que todos los de su tiempo. Alfonsín vio más lejos, mucho más lejos que sus contemporáneos. Por eso fue grande. Por eso se lo respeta, se lo llora y se lo honra.

No era fácil reinventar la democracia. Para mediados de 1984, un gran porcentaje de los argentinos estaba convencido de que más temprano que tarde los militares regresarían para dar el consabido golpe de Estado. Muy pocos pensaban entonces que la democracia venía a quedarse en serio. Muy pocos lo pensaban porque todas las señales en el aire parecían anunciar lo contrario.

Años después, sus opositores le reprochaban haberse retirado del poder nueve meses antes. Imputación equivocada y en más de un caso promovida desde la mala fe. El gran interrogante de la gestión de Alfonsín, el verdadero interrogante diría que no fue el de haberse ido antes sino el de haberse mantenido más de cinco años en el poder con los grandes grupos de poder en contra.

En 1983, había que luchar contra los golpistas descarados, pero también contra quienes de manera inocente, reproducían los hábitos de la cultura golpista. Gobernó a pesar de los catorce paros generales, con el sabotaje de las fuerzas armadas, la conspiración de sectores clericales, las rechiflas de los grandes bonetes de la Sociedad Rural y en un país acostumbrado a que por cosas mucho menores los gobiernos saltaran por los aires. Y a pesar de todo logró que los principios fundamentales del Estado de Derecho se mantuvieran.

Ésa fue su hazaña. Para que ello fuera posible, su liderazgo fue indispensable. Repito: no se trataba de recuperar la República, de repetir antiguas experiencias, se trataba de fundar una nueva República, sobre nuevos fundamentos culturales y políticos. Por supuesto que quedaron asignaturas pendientes; por supuesto que se cometieron errores, pero lo fundamental se hizo. Y lo que falta hacer: desarrollo, consenso, calidad institucional, inserción en el mundo, también son tareas que hay que leerlas en clave alfonsinista.

No fue un político más. Fue un creador, un fundador de condiciones históricas. Por eso fue grande. Por eso, las multitudes lo lloran y salieron a la calle para llevarlo en brazos hasta su definitiva morada. Por eso, la gente en la calle estaba dolorida por su muerte, pero no triste, porque de una manera difusa presentía que esa despedida era también un reencuentro, que esa caminata hacia la Recoleta era también una búsqueda.

Dicen que murió en paz. Sereno y digno como lo fue en vida. A la hora final, es probable que como Henry James haya dicho: “ Con que al fin llega, esa cosa distinguida, la muerte”.

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