Una de las hipótesis que explica la actualidad política de Raúl Alfonsín en la consideración pública es la que postula que su propuesta política, la propuesta de fundar una segunda república, sigue siendo la asignatura pendiente de un programa que él forjó a través de un itinerario contradictorio y polémico. Es más, sin exageraciones puede decirse que este programa de reformas es el único programa efectivo que la democracia recuperada en 1983 pudo fundar de manera coherente.
Las lealtades y cariños que despierta su figura seguramente tienen que ver con lo afectivo y la singularidad de su persona, pero desde un punto de vista político o, si se prefiere, histórico, esa adhesión obedece a causas más profundas, más objetivas, que están relacionadas directamente con la política y que hincan el diente en los problemas reales de un país que no logra resolver sus contradicciones políticas, económicas y sociales, muchas de las cuales explican nuestra progresiva decadencia.
Si la diferencia que distingue a un político de un estadista es la profundidad con la que se mira el escenario histórico o, para decirlo de otra manera, la preocupación de parte del estadista por pensar más allá de las exigencias de la coyuntura, está claro que Alfonsín pertenece al linaje exclusivo de los estadistas. Su talento sin duda, estuvo auxiliado por circunstancias históricas precisas, aunque decir esto es de alguna manera un lugar común, porque todo gran estadista es siempre la coincidencia del talento con las circunstancias o la cita de la inspiración con la oportunidad.
Alfonsín representó mejor que nadie la renovación del radicalismo y expresó la capacidad de un partido que ya empezaba a ser centenario para adecuarse a los nuevos tiempos y de acuerdo con un programa de reformas en sintonía con una tradición democrática y republicana. Pero Alfonsín fue algo más que el líder histórico de un partido histórico. Su singularidad fue la de representar una amplia coalición social que supo expresar en su momento los impulsos más progresistas de una sociedad harta de abusos autoritarios, pactos corporativos y atropellos a las libertades civiles y políticas.
Como se expresó en sus funerales, Alfonsín fue un producto de la forja radical, pero terminó siendo de todos. O de casi todos, para ser más preciso. Ese pasaje de la consideración partidaria al reconocimiento nacional es el que distingue a los grandes estadistas de los políticos más o menos exitosos.
En la carrera de todo político, hay un instante en que su estrella brilla con singular resplandor. Ese momento Alfonsín lo vivió durante la campaña electoral de 1983, cuando recorrió el país pronunciando discursos que fueron capaces de movilizar multitudes. Observándolo a la distancia, el espectáculo sigue siendo formidable y parece derrotar el paso de los años. No hubo nada parecido desde entonces y es muy difícil que en el futuro inmediato haya algo que se le parezca.
Recuperar el preámbulo de la Constitución Nacional y transformarlo en una consigna electoral fue una buena ocurrencia después de siete años de dictadura militar, pero lo que lo convierte en un dato histórico fundacional es que el preámbulo además de un testimonio democrático del pasado fue un programa hacia el futuro.
El proyecto de fundar una segunda república apuntaba básicamente a construir un orden republicano al que se debía arribar a través de sucesivas reformas, algunas de una increíble audacia. Estas reformas se proponían dos grandes objetivos simultáneos: poner punto final a los desbordes autoritarios y reformar las conductas facciosas de los actores políticos y sociales.
El orden institucional diseñado por Alfonsín fue ambicioso y muchas de sus metas se cumplieron a medias o no se pudieron cumplir. El propio Alfonsín lo dijo con palabras que hasta el día de hoy se recuerdan: “No pudimos, no supimos o no quisimos”. Una confesión sincera sobre los límites del poder o sobre los límites de los gobernantes para transformar la realidad, un tema que nunca se termina de entender, entre otras cosas porque no se tiene en claro que la política es siempre un campo de relaciones de fuerza donde no se hace lo que se quiere sino lo que se puede.
Muchos le reprochan haber abierto tantos frentes de tormenta en un tiempo breve y agitado. Otros le reprochan exactamente lo inverso: que no fue capaz de ir hasta las últimas consecuencias, que en lugar de profundizar las reformas prefirió pactar con las corporaciones del dinero y del poder. Están los que le observan que defendió las libertades civiles pero no dijo una palabra sobre los derechos sociales. No saben o mienten. Todo el ciclo discursivo de Alfonsín giró sobre la indispensable alianza de la libertad con la justicia. Alfonsín no ignoraba que un orden político civilizado debe compatibilizar estos beneficios. No lo ignoraba. Lo que sucede es que entendía que ese camino debía recorrerse de una determinada manera que no era el de las soluciones populistas y mucho menos el propiciado por las recetas marxistas.
Puede que no le haya ido bien. Puede que en el camino haya pactado con quienes no debía o con quienes no lo merecían. Pero nunca dejó de ser consciente del problema, como jamás ignoró que las dificultades para resolverlo eran gigantescas.
Todo merece y debe debatirse. Lo que no se puede es ignorar o subestimar la grandeza de las miras de un político. Reformar el Estado, la política y la sociedad, intentar hacer realidad los derechos civiles, políticos y sociales conculcados, asegurar el sistema de división de poderes, convencer a la sociedad de que la política y el crimen son términos antagónicos, fueron grandes tareas, sobre todo por las resistencias que despertaban.
Nada en esos años o en esos meses le fue regalado. Desde la patria potestad compartida al divorcio, desde la constitución de una Corte Suprema de lujo a la inserción de Argentina en el mundo como un país razonable y previsible, desde la normalización de la universidad y la creación de los planes de alfabetización al intento por democratizar los sindicatos; todo generó polémicas, rechazos y, por supuesto apasionadas adhesiones.
En 1983, una gran mayoría suponía que los militares regresaban en un plazo más o menos breve. No lo hicieron y no pudieron hacerlo porque la política se lo impidió, pero es una apreciación ligera o frívola creer que el proceso de subordinación de las fuerzas armadas a la democracia se logró solamente por haber iniciado el juicio a las juntas militares. Conviene recordar, en primer lugar, que para esos meses, el peronismo todavía seguía defendiendo la amnistía y los propios militares suponían que como en 1973 les bastaría con unos meses de respiro para volver a las andadas.
No fue así. O por lo menos no fue tan así. El militarismo fue derrotado por muchos más motivos, algunos relacionados con el contexto internacional, pero los más importantes se debieron a la política deliberada de Alfonsín para reducirles el formidable poder corporativo adquirido desde 1930 a la fecha.
Porque el alfonsinismo fue un proyecto de transformación amplio que convocó muchas voluntades. El balance de esta gran batalla cívica es desparejo y está abierto a la reflexión y la crítica, pero los logros han sido trascendentes. Que la democracia representativa, con todos sus límites y dificultades se haya instalado en la conciencia política de los argentinos, que los principios básicos de la convivencia civilizada hayan sido aceptados, representa para la historia de un país que durante más de setenta años vivió sacudido por los golpes de Estado y los sucesivos atropellos institucionales, una conquista cultural invalorable.
El cariño y el reconocimiento que despierta Alfonsín provienen de estos logros que él defendió y supo representar mejor que nadie. Estos méritos no los ganó por generación espontánea. Durante años, durante toda la vida, se preparó para estar a la altura de la cita con la historia. Estudió, trajinó, luchó y, como le gustaba decir, “persuadió”. El político del conflicto y las rupturas concluyó siendo el político de los “comunes denominadores”. Algunos creyeron que había una contradicción en estos términos, cuando en realidad su genio residió en haber sabido compatibilizar el conflicto con el consenso, la transformación con la institucionalidad, una lección política que dejó para las nuevas generaciones y que sus contemporáneos, sobre todo quienes tienen en sus manos las responsabilidades del poder, no saben o no quieren asumir.