Echegaray, soldado de Kirchner

No es un pecado irse con la familia al extranjero; el pecado consiste en pregonar como funcionario nacional que se debe veranear en la Argentina para luego hacer lo contrario. No es ilegal regalarle a la hija un auto de alta gama; lo opinable consiste en proclamar austeridad y luego comportarse con la desmesura de un padre mafioso. No está mal ser millonario; lo que en todo caso es censurable no justificar esos ingresos, sobre todo cuando se es un funcionario nacional. No se es culpable porque Antonini Wilson haya ingresado con un paquete de miles de dólares al país; se es culpable por haberlo ayudado a huir. No está mal ser eficiente en la gestión pública; lo que está mal es dedicarse con juvenil entusiasmo a destruir todos los organismos de control.

Alguna vez nos hicieron creer a los argentinos que en una sociedad normal quienes gobiernan son los mejores. El menemismo y el kirchnerismo se encargaron de disipar esa ilusión y demostrarnos lo contrario. Siempre se consideró al poder un lugar de privilegio, pero las versiones peronistas de los últimos veinte años naturalizaron ese prejuicio, lo transformaron en algo normal que sólo los ingenuos y los tontos podían poner en tela de juicio. Menem con la Ferrari, la señora con su vestuario, Néstor con sus cuentas corrientes, son las manifestaciones más elocuentes de ese estilo “sincero” de ejercer el poder.

Un legislador del partido de Lisandro de la Torre, que ya no está con nosotros, alguna vez me dijo que el sólo hecho de salir a cenar con funcionarios menemistas habilitaba a un juicio por asociación ilícita, porque las conversaciones que se escuchaban, las exhibiciones de inescrupulosidad y corrupción que se manifestaban, la ostentación obscena de truhanerías eran tan evidentes, que quien estuviese allí presente, por el sólo hecho de estarlo, ya era culpable o, por lo menos estaba en condiciones de ser acusado de cómplice.

Supongo que la asistencia a alguna de esas sesiones kirchneristas produce sensaciones semejantes. Es que, como ya se dijera en su momento, personajes como Echegaray, Boudou, Jaime, Uberti, no sólo se enriquecen en el poder, sino que además les encanta exhibir la riqueza y jactarse de cómo la hicieron. El caviar no es el plato que más les gusta, pero les encanta que los vean comiendo caviar. Como alguna vez dijera Jacobo Timerman para calificarlos sociológicamente: son los únicos personajes en el mundo que después de hacer un negocio de un millón de dólares, si pueden te roban el cenicero o una birome vieja

José Manuel Estrada escribió que la democracia es el gobierno en el cual el pueblo elige a los mejores. Pobre Estrada. Al respecto no sería excesivo postular que la justificación histórica del peronismo ha sido refutarlo a Estrada. El menemismo y el kirchnerismo, por lo menos, se han encargado de cumplir con ese objetivo. Se llega al poder público para gozar de impunidad, mandar y ser obedecido, hacer lo que para todos está prohibido y presentar ese código miserable como un manual de picardía criolla.

Para menemistas y kirchneristas el poder se ejerce para el enriquecimiento. Lo demás es jarabe de pico. Y el que piensa lo contrario es ingenuo, tonto o se hace. Liberales, conservadores, nac&pop, para el peronismo no son más que recursos retóricos para cumplir con esas metas elementales y primarias. No sé cómo habrá sido en el ‘45, pero en la actualidad ser peronista es no creer en nada y estar dispuesto a todo. “Hay que predicar con el ejemplo”, le reprochan algunos dirigentes opositores. Error. Los kirchneristas predican con el ejemplo. La señora, Boudou, Echegaray, entre otros, lo demuestran todos los días.

Echegaray es un paradigma del modelo nacional y popular kirchnerista. También lo son Amado Boudou, Sergio Uberti, Ricardo Jaime, Aníbal Fernández, Julio de Vido, por mencionar a los más conocidos. Los funcionarios no son muy diferentes a los amigos íntimos, entre los que merecen destacarse Rudy Ulloa y Lázaro Báez, los sinceros promotores de un monumento a Kirchner, mínimo reconocimiento, no a un presidente de la Nación, sino al hombre que como una variante patagónica de Midas hizo multimillonarios, entre otros, a un chofer y a un modesto e insignificante empleado público.

La biografía de Echegaray reitera con empecinada monotonía el currículum del perfecto funcionario kirchnerista. En su caso, algunas variables no hacen más que enriquecer el modelo. Milico, ponderado por su talento y entusiasmo para maltratar a los soldados, militante de Upau y cálido defensor de las virtudes de la pasada dictadura militar, abogado tramposo, habilidoso para los chanchullos, diestro en el arte de conseguir testigos falsos, documentos truchos y clientes cándidos. Sus tramoyas como abogado lo capacitaban para ser el hombre de confianza de ese otro abogado que se hizo millonario gracias a una “ley” de la dictadura militar.

Digamos que si el kirchnerismo no hubiera existido, Echegaray lo habría inventado, porque el caballero se preparó toda la vida para estar donde ahora está. Lo suyo en ese sentido es una variante pampa del legado sanmartiniano: “Serás lo que debas ser y si no no será nada”. Sustituyan “nada” por “kirchnerista” y el fundamento de un destino selecto se cumple al pie de la letra. Si la historia argentina es la contradicción entre Martín Fierro y el Viejo Vizcacha, Echegaray hace rato que eligió dónde cerrar filas.

Para que nada falte en la tipología, el hombre en algún momento abandona su ciudad natal porque el clima para él se había tornado irrespirable y emigra a Santa Cruz, donde pronto se destacará como hombre a todo servicio del “pingüino mayor”. Alguna vez se escribirá la historia de esa curiosa e inquietante corriente migratoria integrada por personajes que llegan a Río Gallegos con una mano atrás y otra adelante y se cobijan bajo el manto protector de don Néstor. Y de su generosa chequera.

Alguna vez se escribirá esa historia y el estilo del relato pertenecerá, no al género de la tragedia, sino de la picaresca, porque en la inmensa mayoría de los casos se trata de una troupe de buscavidas, trotaleguas, descuidistas, farsantes y cuenteros salidos de la Corte de los Milagros, una troupe que huye a la lejana Patagonia para eludir el asedio de acreedores, las furias de las víctimas del cuento del tío o, lisa y llanamente, los pedidos de captura con recompensa incluida.

Con esa madera humana sacada de las cloacas y letrinas de la sociedad, Kirchner fundó la primera y segunda línea de su aguerrido proyecto de poder. No es la primera vez que desde una provincia de tierra adentro se le brinda a la Nación semejante obsequio social, pero se me ocurre que el caso “pingüino” debe ser el primero que al inveterado hábito populista de asaltar el poder para enriquecerse, le suma el talento de legitimarse culturalmente con argumentos progresistas, de izquierda o nac&pop.

Lo curioso no es tanto la insolencia y audacia del cuentero, sino la inocencia de quienes alguna vez creyeron en semejante patraña. Aunque, a decir verdad, una de las razones históricas que justifica la llegada del kirchnerismo al poder fue probar que para ser corrupto no es necesario ser de derecha. En efecto, el actual régimen ha cumplido la tarea de demostrar que se puede ser de izquierda y corrupto y que se puede haber militado a favor de los derechos humanos y concluir el itinerario lamiendo la mano del amo por un subsidio o un cargo público para la familia.

Comenzó el año 2014 y el kirchnerismo nos dice a todos los argentinos que sigue siendo idéntico a sí mismo. Echegaray es un ejemplo, pero no el único. Desde el Calafate la señora y sus amigos insisten en probarnos dónde reside la fuente del poder kirchnerista. “Son fascistas”, dijo algo enardecido un dirigente opositor. Yo no estaría tan convencido de ello. Puede que el origen del peronismo haya estado contaminado por el fascismo, pero casi setenta años después muy bien podría decirse -como efectivamente lo asevera el amigo de mi tío- que el peronismo, en su actual versión kirchnerista, es apenas un fascismo suavizado por la corrupción.

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