El «maracanazo» de 1950

Nunca antes se había juntado tanta gente en un partido de fútbol; no sé si alguna vez después se logró superar ese número de espectadores. Las crónicas aseguran que en 1950, en el flamante estadio de Maracaná, alrededor de 200.000 personas vitoreaban a Brasil y festejaban por anticipado el campeonato del mundo. La cidade maravilhosa lucía exuberante. Todo su colorido y su ruidosa y rítmica alegría se derramaba aquella tarde de julio, a mediados del pasado siglo. Los preparativos para la gran fiesta estaban listos: murgas, carrozas, mascaritas, tamboriles, todo estaba desplegado para festejar el primer campeonato del mundo.

Los comerciantes de camisetas también hacían su negocio: se había vendido medio millón con la leyenda “Brasil campeón”. Periodistas, locutores, camarógrafos, anticipaban los resultados. Los diarios ya tenían el título para la tapa y competían para ver quién salía primero a la calle con el anuncio de la gran victoria. O Mundo no pudo con su ansiedad y anticipó el campeonato en tiempo presente. Todo Brasil, desde Porto Alegre a Bahía estaba de pie, esperando el inicio de la fiesta. En el campo, en la ciudad, en los morros, en las favelas, en las lujosas residencias, en las humildes chozas, blancos, negros y mestizos, hombres y mujeres, chicos y viejos, todos esperaban el momento de salir a festejar. El honor nacional, el altivo honor nacional carioca, estaba en juego.

Un solo periodista transmitía para Uruguay. Se llamaba Carlos Solé y era la única voz española entre tantas voces portuguesas. Esa voz solitaria pasaría a ser después, por imperio de las circunstancias, la más importante de la cancha y la que los historiadores más tendrán en cuenta, cuando todas las otras voces locales se silencien.

Los políticos brasileños, por su parte, hacían campaña sumándose a la fiesta. Las elecciones estaban próximas y nadie quería perderse la oportunidad de conquistar votos. El presidente de la Nación, Gaspar Dutra, declaraba que había ordenado construir el Maracaná para celebrar el campeonato del mundo. El intendente de Río de Janeiro, Ángelo Mendes de Moraes, arengaba a los jugadores en los vestuarios.

Brasil tenía motivos para entusiasmarse. Venía de ganarle seis a uno a España y siete a uno a Suecia. Su arquero, su medio campista y su delantero ya estaban considerados los mejores jugadores del Mundial. La máquina de hacer goles estaba más aceitada que nunca. Sólo quedaba resolver el partido con Uruguay, apenas un trámite, un pretexto para justificar la alegría.

La banda de música aguardaba con sus instrumentos afinados para interpretar el himno de la victoria. Alguien sugirió que, aunque más no fuera para cumplir, los músicos ensayaran el Himno de Uruguay. Nadie le llevó el apunte. El presidente de la Fifa, Jules Rimet, ya tenía el discurso escrito en francés y portugués para saludar a los nuevos campeones. Seguramente alguien se lo había escrito porque lo releía de a ratos tratando de memorizarlo.

Iniciado el segundo tiempo del partido, Rimet se retiró a una habitación que tenía reservada en la zona de los vestuarios, con el fin de ensayar su discurso y descansar. En algún momento, le comentará admirado a un secretario la calidad de la construcción del estadio, que impedía que llegara a su cuarto el estruendo de la cancha. En ningún momento se le ocurrió pensar a ese zorro del fútbol que el profundo silencio que admiraba no provenía de la calidad de la construcción sino de otra cosa, de algo que para el señor Rimet en ese momento ni siquiera merecía ser tenido en cuenta.

En la vereda de enfrente, los directivos técnicos de Uruguay se resignaban al rol de sparrings de Brasil. El consejo a los jugadores era que trataran de no perder por más de cuatro goles de diferencia. El director técnico Juan López Fontana, les aconsejó en el vestuario que se defendieran como pudieran, que se amontonaran atrás y que soportaran el aluvión de pelotazos de la mejor manera posible.

Conclusión: nadie daba un mango por los orientales, nadie, excepto sus jugadores, que decidieron salir a jugar desobedeciendo las instrucciones de sus técnicos y directivos. “Juancito es un buen tipo -dirá el capitán del equipo Obdulio Varela el gran ‘Negro Jefe’- pero si le hacemos caso nos hacen más goles que a Suecia”. Uno de los técnicos les dirá un momento antes de que los jugadores salgan a la cancha: “Cumplan muchachos”. Lo dijo con tono resignado, a modo de consuelo, como admitiendo de hecho que Uruguay marchaba al sacrificio. La respuesta de Varela no se hizo esperar: “Cumplidos sólo si somos campeones”.

Para 1950, Varela ya era un prócer de los uruguayos. Hecho en la calle, formado en el potrero, se destacaba por su habilidad con la pelota y su temperamento de caudillo. A los treinta y dos años ya era un veterano, con más de treinta partidos en la selección y varios campeonatos locales y sudamericanos ganados. Sus compañeros lo respetaban por derecho, por guapo y por buen jugador; los técnicos también lo respetaban, pero por razones diferentes; los directivos le temían y le desconfiaban.

Brasil hacía mal en ningunear a los uruguayos. El pecado de soberbia no es aconsejable nunca y mucho menos en el fútbol. Para 1950, Uruguay había ganado un campeonato del mundo en 1930, dos olímpicos y algunos sudamericanos. Sus jugadores eran portadores de la temible “garra oriental”. Se jugaban el alma en la cancha; el mandato de la sangre charrúa y artiguista era un imperativo de honor. Es verdad que al momento de jugar con Brasil venían de empatar con España y de ganarle a Suecia por la mínima diferencia de un gol, pero era el mismo equipo que había goleado a Bolivia por ocho a cero. No, Brasil no tenía enfrente a once pataduras, y nada autorizaba a suponer que el partido se iba a resolver de taquito, como quien hace un trámite menor, como quien sabe con certeza absoluta que ganará de orejita parada.

Ninguna de esas consideraciones tuvieron en cuenta los brasileños, mucho menos esa multitud enfervorizada que se había dado cita en la cancha para festejar a Brasil “o campeao mais grande do mundo”. Hasta el periodista más prudente pensaba más o menos lo mismo. Después de todo -decían- ¿por qué temer?, si hasta con un empate salimos campeones.

El árbitro inglés, George Reader, no sabía español, pero consideró que no hacía falta traductor, porque el idioma dominante era el portugués. Sugestionado por el clima de la jornada, seguramente supuso que su tarea se reduciría a cobrar los goles de Brasil. Lo mismo pensaban los “rayas”Arthur Ellis y George Mitchell. Ninguno de ellos fue apalabrado antes del partido. Seguramente no lo hubieran admitido, pero a nadie se le ocurrió semejante “picardía”, porque no era necesaria: Brasil ganaría por goleada y la tarea del referí se reduciría a contar los goles.

El partido empezó a las 15.30 de aquel mítico 16 de julio de 1950. Tarde de sol apacible. Veintisiete grados de temperatura. Los jugadores de Brasil salieron a la cancha, todos impecables, con su camiseta blanca que nunca más volverían a usar. Los jugadores uruguayos sintieron el rugido de la multitud, destinado a aplastarlos anímicamente. La fiesta era tan previsible que los hinchas ni siquiera se preocuparon por agredir verbalmente a los orientales. ¿Para qué? De hecho eran algo así como un pretexto o mansos conejillos de Indias para el gran experimento que concluiría con la copa del mundo.

Imposible saber qué experimentaron los jugadores de Uruguay cuando salieron al campo de juego y sintieron sobre sus humanidades el espectáculo de cientos de miles de personas ovacionando a los locales. “Los de afuera son de palo, muchachos”, les gritó Varela a los jugadores, entre otras cosas porque sólo se podía hablar a los gritos. “No miren para arriba, el partido se gana abajo”, insistió el ‘Negro Jefe’, para después decirles a los que tenía más cerca: “El partido se gana con los huevos en la punta de los botines”.

Muchos años después de lo que se conoció como “la tragedia del Maracaná”, algunos periodistas locales se preguntaban por qué extraños motivos a los brasileños se les había ocurrido que a Uruguay le iban a ganar, como quien dice, de taquito. Para 1950, el equipo charrúa había conquistado dos copas olímpicas y ocho campeonatos sudamericanos. En el año previo, Uruguay y Brasil se habían enfrentado en partidos amistosos en tres ocasiones, Brasil había ganado dos partidos y los uruguayos uno, diferencia pequeña como para agrandarse tanto. Si además hubieran tenido en cuenta que al mundial de 1930 -el último en el que habían participado, porque estuvieron ausentes en 1934 y 1938- los uruguayos lo habían ganado de punta a punta, habrían advertido que no iban a tener enfrente a unos pataduras y, por lo tanto, se hubieran preocupado por tomar mayores recaudos y, sobre todo, no festejar por adelantado.

El partido empezó a las tres de la tarde y sólo los once jugadores de Uruguay pueden contar lo que sintieron cuando salieron a la cancha y escucharon a una multitud vociferante alentar a sus rivales. La hinchada pedía ganar por goleada y todo estaba preparado para que así fuera. Sin embargo, los orientales se las arreglaron para resistir la ofensiva que venía de la cancha y de la tribuna.

El primer tiempo terminó cero a cero, y en el descanso arreciaron los cánticos. El estadio pareció venirse abajo cuando a los dos minutos Friaca marcó el primer gol para Brasil. Era el primero e iba a ser el último, pero en ese momento todos supusieron que se iniciaba una goleada. Todos lo creyeron así, incluso los técnicos y directivos uruguayos cuyo máximo representante, el doctor Jacobo, les había dicho un rato antes de empezar el partido: “Traten de no comerse seis, con cuatro estamos cumplidos”.

Prosiguió el partido y en los minutos siguientes Brasil estuvo a punto de anotar un par de goles. Fue allí cuando a Varela se le ocurrió tomar la pelota con la mano y hablar con el árbitro para discutir un “orsai”, plática que se extendió por más de cinco minutos. Nadie sabrá jamás qué habló Varela con Reader. Y no se sabrá nunca, porque -entre otras cosas- Varela no sabía inglés y Reader no hablaba español. Pero lo cierto es que el partido se detuvo durante cinco o seis minutos, tiempo que efectivamente era lo que quería el Negro Jefe para que sus propios compañeros digirieran el gol y se dispusieran a continuar jugando con la frente alta.

Notable lo de Varela. Apenas sabía leer y escribir. De chico se había ganado la vida vendiendo diarios, lustrando zapatos y jugando al fútbol. Un perdedor, de acuerdo con los usos de la moral corriente en su tiempo. Un perdedor decidido a ganar en lo que importaba. Varela siempre tuvo prestancia y presencia. Fue pobre hasta el último día de su vida, pero nunca perdió la dignidad. Plata le faltó siempre, pero le sobraba calle, justamente lo que hacía falta para enfriar un partido en el que todos estaban esperando una paliza. Se propuso parar el partido y lo hizo. Y cuando se reanudó, la euforia había disminuido y Uruguay empezaba a animársele a un rival que era muy hábil pero no invencible.

El gol del empate llegó a los 21 minutos. Su autor fue Juan Alberto Schiaffino. Un centro del puntero derecho Alcides Ghiggia y gol. El golpe impactó a todo Brasil, pero faltaba medio tiempo y, de última, Brasil era campeón del mundo con un empate. Y así continuó el partido hasta el minuto treinta y cuatro, cuando Varela le pasó la pelota a Ghiggia, el puntero avanzó por la línea derecha, superó al defensor Zidane e ingresó al área. Todo hacía pensar que lanzaría un centro para Schiaffino o para algún otro delantero. El primero que así lo pensó fue Moacir Barbosa, el arquero de Brasil, considerado el mejor del mundo hasta ese momento. Todo ocurrió en pocos segundos. Barbosa dio el fatídico mal paso hacia el medio del arco para interceptar el centro, pero a Ghiggia no se le ocurrió nada mejor que patear en dirección al hueco que se le abría entre el arquero y el poste. Barbosa voló para atajar la pelota que venía a ras del suelo. Algunos dicen que alcanzó a tocarla, pero Ghiggia dirá después que cuando el arquero voló la pelota ya estaba adentro.

De pronto, un estadio desbordante y eufórico, enmudeció. Uno de los periodistas brasileños que transmitía el partido dijo que en ese momento se dio cuenta que debía dedicarse a otra cosa.

Mientras tanto, todos los jugadores uruguayos felicitaban al autor del gol. Schiaffino le reprochó por no haber mandado el centro. La respuesta de Ghiggia fue muy breve: “A la pelota dejala donde está”. Muchos años después Ghiggia le dirá a un periodista: “Sólo tres personas en el mundo hicieron silenciar al Maracaná: el Papa Juan Pablo II, Frank Sinatra y yo”.

Los últimos diez minutos del partido pasaron volando. A las 16.45 en punto el árbitro dio por finalizado el encuentro y a Brasil le tocó vivir lo que alguien calificó como la tragedia más grande de su historia. La leyenda habla de la multitud llorando, de escenas de histeria, de silencios sepulcrales y de algunos suicidios. La herida se resistirá a cicatrizar. Treinta años más tarde, el arquero Barbosa comentará cuando en un supermercado una mujer lo señale con el dedo y le diga a su hijo: “Ese hombre tiene la culpa de haber hecho llorar a todo Brasil”.

Pobre Barbosa. De mejor arquero del mundo a villano de la película. En el mundial de 1994 intentó acercarse al vestuario de Brasil. Ya era un hombre con más de ochenta años que estaba de vuelta de todo, menos de la tragedia de 1950. No lo dejaron pasar. Lo consideraban mufa. Ese día Barbosa declaró indignado: “A los asesinos más bestiales nunca les dan más de treinta años de prisión, pero yo ya llevo cuarenta años de condena pagando por un crimen que nunca cometí”.

Volvamos a 1950, a ese domingo de julio en el Maracaná. Jules Rimet le entregó la copa a Obdulio Varela, pero no hubo discursos, ni himnos, ni festejos. Los protagonistas ya no eran los jugadores de Uruguay sino las multitudes que salían del estadio en silencio y con los ojos llenos de lágrimas. Los jugadores uruguayos regresaron al hotel Paysandú donde estaban alojados. Un hotel modesto para un equipo modesto. Los directivos de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) estaban algo avergonzados. Es que habían alentado la derrota y ahora los muchachos les traían la copa del mundo en la que nunca creyeron.

Según Ghiggia, esa noche los jugadores hicieron una colecta, compraron unas pizzas y unos vinos, y festejaron en uno de los cuartos. Estaban todos menos Varela. El Negro Jefe no les perdonará a los directivos el no haberlos sostenido cuando las papas quemaban. Acompañado por el masajista Ernesto Figoli salió a la calle. No hay una versión única de esa excursión nocturna por los bares de un Río de Janeiro fantasmal y de luto. Algunos aseguran que estuvo tomando en diferentes bares, otros juran que se quedó en un bolichón ubicado en la esquina de la plaza San Salvador y que a la hora de pagar lo consumido pidió disculpas porque no tenía plata. Lo dejaron ir con la promesa de que en algún momento regresaría para saldar la deuda. Al otro día, a las once de la mañana, Varela regresó al bar y pagó. Él era así, de una sola pieza, hasta en los detalles.

Pero las anécdotas no concluirán allí. El avión que conduciría a la delegación uruguaya a Montevideo estaba excedido de peso. Varela se paró, señaló a dos directivos de la AUF y les ordenó que se bajaran. Lo dijo una sola vez y le obedecieron. También arriba del avión Varela era el Negro Jefe. Cuando llegaron a Montevideo una multitud los esperaba. Todos preguntaron por Varela pero el Negro no estaba. Después se sabría que se había perdido en la noche disimulado bajo un piloto, un sombrero y unos lentes. Al otro día, la AUF le entregará 250 dólares y un reloj pulsera a cada jugador. Eso fue todo. Con esa plata, Varela hizo la entrega para comprar un auto usado modelo 1931. A la semana se lo habían robado.

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