El muro de Berlín

La caída del Muro de Berlín simbolizó el derrumbe del comunismo, el fin de la Guerra Fría y la unificación de Alemania. Guste o no a los nostálgicos del orden comunista, lo sucedido merece calificarse como una verdadera revolución que, además, contó con el dato original de consumarse sin necesidad de masacres, terror político o campos de concentración.

No fueron las intrigas palaciegas, las conspiraciones de los salvadores de la patria o la labor sórdida de los servicios secretos los que precipitaron el cambio, sino la gente o, si les gusta la palabra, el pueblo.

Hacía rato que el comunismo se venía cayendo a pedazos y los síntomas más elocuentes de su irreversible enfermedad se habían manifestado en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968. No sé si en 1989 se inició la primavera, pero lo seguro es que murió el invierno.

Quienes impugnan lo sucedido observan que lo que vino después no estuvo a la altura de las expectativas. Los que así piensan no alcanzan a disimular el fastidio o la impotencia de los que añoran a los regímenes derrotados o se resisten a admitir que el marxismo no es el faro teórico de la humanidad y que los llamados socialismos reales estuvieron más cerca del infierno que del paraíso prometido.

Dicho con otras palabras: salir del infierno no significa un pasaje garantizado al paraíso, entre otras cosas porque no estoy seguro de que los paraísos existan en el Cielo, aunque estoy decididamente convencido de que no existen en la Tierra y quien los prometa debe ser desenmascarado por farsante o estafador.

Vendedores de espejitos de colores existieron siempre en la historia. El problema de los comunistas -y la consecuente tragedia para la humanidad- es que a su venta de utopías, la historia le dio la oportunidad de hacerlas realidad. El paraíso construido fue tan perfecto que hubo que levantar un Muro para impedir que los hombres ingratos no reconocieran la felicidad servida en bandeja, y optaran por huir, en algunos casos al precio de sus propias vidas.

Celebrar la toma de la Bastilla -por ejemplo- no significa hacerse cargo de los problemas que llegaron después con los jacobinos, los girondinos, el Termidor, Napoleón y la Restauración. La caída del Muro o la “revolución del terciopelo” no se invalidan por la guerra en los Balcanes, la invasión a Irak, el atentado terrorista a las Torres Gemelas o el libro de Fukuyama. El bosque, en este caso, no puede impedirnos ver el árbol. Y ese árbol, con sus ramas peladas, sus raíces secas, su ausencia de follaje y de flores, se llamó comunismo, inspirado en las imperecederas enseñanzas de Marx y Lenin.

Lo sorprendente no es que el Muro se haya derrumbado tan rápido, sino que haya durado tanto. Su propia construcción significó la confesión descarada por parte de los burócratas comunistas de la incapacidad del sistema para contener a su gente. Walter Ulbricht y Erich Honecker admitieron que el Muro se construyó para impedir que los gobernantes se quedaran sin gobernados. Así de simple. El argumento preferido para justificar lo injustificable fue que el capitalismo -siempre corrupto y pérfido- había decidido instalar en Berlín Oeste una vidriera para engatusar a las almas simples de Alemania del Este. Estimo innecesario aclarar que nada de todo esto fue cierto. Berlín, entonces, estaba gobernada por uno de los grandes políticos del siglo veinte: Willy Brandt. Y la economía y la sociedad se recuperaban lentamente de los horrores de la guerra. Ni vidriera de lujo, ni Disney World, en Berlín libre se trabajaba duro y las penurias cotidianas eran altas, pero los grandes logros eran posibles porque, aunque a los totalitarios de todo pelaje les cueste admitir, una sociedad libre dispone de más energías y recursos que una sociedad prisionera.

No creo cometer el pecado de la desmesura si postulo que la construcción misma del Muro significó la confesión de un fracaso. Al fracaso lo atenuó o disimuló la ideología. Los comunistas alemanes y los izquierdistas del mundo consintieron, con mayor o menor entusiasmo, que el Muro era necesario. Los más audaces se animaron a balbucear algunas críticas en voz baja, dominados por un oceánico sentimiento de culpa, lo cual, dicho sea de paso, coloca al comunismo a la altura de los sentimientos religiosos más intensos del siglo XX, una religiosidad que incluye su libro sagrado, sus sacerdotes, sus santos, sus fieles sumisos, sus conversos y, por supuesto, sus imperecederas culpas y sus eficaces hogueras.

Por qué motivos intelectuales, dirigentes políticos inteligentes, hombres que no soportarían vivir una semana bajo los beneficios de esos regímenes, callaron sus horrores, miraron para otro lado o apenas se animaron a hablar en voz baja, es uno de los grandes misterios de la humanidad. ¿Cómo puede entenderse que un filósofo de la libertad, como Jean Paul Sartre, se sintiera sinceramente horrorizado por los tribunales macartistas de los EE.UU., pero no le produjeran la misma indignación los campos de concentración de la URSS y las masacres de Stalin, infinitamente más perversas, criminales y prolongadas que los tribunales especiales de un senador al que el propio sistema judicial norteamericano le puso punto final?

Conste que no estoy hablando de una experiencia del pasado. Sin ir más lejos, el silencio de las izquierdas acerca de la dictadura cubana responde a la misma matriz religiosa. Como decía Raymond Aron, a las dictaduras de izquierda se las perdona en nombre de los declamados objetivos teóricos y su edulcorada promesa de una sociedad feliz que nunca llega, mientras a que los regímenes liberales y democráticos se los fulmina en nombre de sus errores prácticos de todos los días.

Estuve en Berlín hace unos quince años. Lo primero que hice fue ir al Muro y brindarle un discreto homenaje a quienes fueron fusilados sin piedad por “la milicia armada del socialismo”, como dijera ese otro alto exponente del despotismo que se llama Fidel Castro. Era lo menos que podía hacer. Se estima que alrededor de ciento cuarenta personas fueron ejecutadas por cometer “el estúpido intento de escaparse”, como declarara impávida la viuda de Honecker hace pocos años, en un acto público organizado por el Partido Comunista chileno, muy indignado por los crímenes de Pinochet, pero complaciente hasta el cinismo con las masacres ordenadas por Ulbricht y Honecker.

Se dice que en la llamada República Democrática de Alemania, la calidad de vida era superior a otros regímenes socialistas. Si la comparamos con Camboya o Corea del Norte, es posible. Incluso si la comparamos con Cuba. Los únicos a quienes pareciera que esa hipótesis no los terminó de convencer fue a los propios alemanes, que apenas registraron una grieta en el Muro se precipitaron en tropel hacia la frontera.

“Oportunistas y ventajeros”, calificó Honecker desde su prisión en Berlín a sus críticos. Sinceras opiniones, de parte de quien desarrolló una ventajosa carrera política en el interior de un régimen en el que todas las variables del oportunismo y la felonía debían practicarse para trepar y mantenerse en el poder. Honecker se quejaba amargamente de su brevísima prisión a la que comparaba con la de los nazis, pero no decía una palabra sobre los tormentos padecidos por sus víctimas, muchas de las cuales ni siquiera recibieron los beneficios de una prisión.

El Muro derribado hace veinticinco años fue el símbolo exterior de la dictadura, mientras que su símbolo interno fue la Stasi, su temible policía secreta organizada bajo el imperio de los humanistas principios de la GPU y la KGB. Alguna vez habría que preguntarse sinceramente por qué la única herencia trascendente que dejaron los regímenes comunistas fueron sus servicios secretos y sus policías secretas.

“Allí fui feliz, declaró hace poco tiempo Michelle Bachelet para referirse a su dorado exilio en Leipzig donde estudió y consiguió marido. Seguramente fue feliz, aunque habría que preguntarle si nunca se le ocurrió preguntarse por qué mientras ella vivía embargada por la dicha de quien disfruta de la cálida protección del poder, había tanto silencio a su alrededor, tanta docilidad, tanta muerte, tantos muros manchados de sangre.

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