Antecedentes de la revolución cubana

Cincuenta y cinco años después de la caída de Fulgencio Batista, los castristas insisten en que Cuba antes de la llegada de Fidel era un infierno y que la revolución representó el pasaje al paraíso. No hace mucho tiempo un amigo simpatizante del castrismo admitía algunas críticas, pero observaba que Cuba, gracias a la revolución, ya no era Haití o Santo Domingo. Le señalé que Cuba nunca en la vida había sido Haití o Santo Domingo y que si alguna comparación había que hacer ésta debería hacerse con países como Costa Rica o Puerto Rico, comparación que dejaría a la actual Cuba muy mal parada.

Presentar al país como un infierno y titularse su salvador, fue una de las grandes maniobras publicitarias del castrismo. Como toda manipulación política, el operativo mezclaba cuotas de verdad con cuotas de mentira. Efectivamente, en Cuba había prostíbulos, había pobreza, y durante la dictadura de Batista todos los indicadores sociales habían retrocedido, pero de allí a suponer que Cuba era un páramo explotado por capangas y mafiosos hay una gran distancia.

Leo en una página castrista: “Cuba padeció desde sus orígenes una larga y cruel explotación colonial”. La frase es un lugar común muy efectivo. Cuba fue colonia de España y después fue semicolonia de los EE.UU., pero esa observación excluye datos, cifras y, sobre todo, procesos históricos que dan cuenta de una realidad mucho más compleja e interesente que una afirmación cuya generalidad termina siendo funcional a la manipulación.

Para 1958, Cuba seguía siendo considerada por las mediciones internacionales como el país más desarrollado de América Latina junto con la Argentina y Uruguay. Por supuesto que había pobreza, explotación y una formidable corrupción política, pero esos datos no pueden excluir el hecho cierto de que sus niveles de alfabetización eran altos, como lo probaban la existencia de treinta y cuatro mil escuelas públicas y alrededor de mil escuelas privadas, en una de las cuales estudió el propio Fidel Castro.

La dictadura de Batista era lamentable, pero suponer que toda la historia de Cuba se redujo a los siete años de este señor, es un error o un acto de mala fe. Las cifras disponibles no mienten: para esos años había un auto por cada cuarenta personas, un teléfono cada treinta y ocho habitantes y un aparato de televisión cada veinticinco personas.

El país estaba considerado como el primer consumidor de energía eléctrica de América Latina. Su estructura social era también llamativa, como lo probaba la existencia de una aguerrida y amplia clase media integrada por profesionales, empresarios, empleados públicos e intelectuales que representaban un treinta y tres por ciento de la población. Ninguna de estas cifras pueden ser exhibidas por Haití, Paraguay o Santo Domingo.

Es que la constitución de Cuba como Nación, y la organización de su Estado, fue un proceso histórico mucho más rico que el que sugiere la mirada interesada y manipuladora del castrismo. Ya para fines del siglo XIX -por ejemplo- el país tenía niveles de alfabetización más altos que España. “La tacita de plata del Caribe” había crecido y se había desarrollado como colonia española a niveles muy superiores que los de sus países vecinos. Es verdad que a la independencia de España le sucedió la dependencia con los Estados Unidos de Norteamérica. Pero lo que no se dice es que los principales dirigentes cubanos defendieron primero la libertad, pero no la independencia de España; y que en otro momento estuvieron a favor de la anexión a los EE.UU., no por vendepatrias, sino por considerar los beneficios que esa anexión provocaba.

El devenir histórico fue más complejo, como resultado de la independencia de España y también la independencia de los Estados Unidos; una independencia condicionada institucionalmente por la famosa enmienda del senador Orville Platt, que le otorgaba a EE.UU. roles de tutoría que muchos cubanos aceptaron de buen grado y no pocos yanquis dijeron que era innecesaria.

La Cuba de la primera mitad del siglo veinte contó con gobernantes corruptos, patriotas, democráticos y autoritarios. Las diversas fórmulas políticas que se practicaron pueden criticarse más o menos, pero lo que no se puede desconocer son los avances que hubo en esos años en materia institucional y social.

En Cuba la mujer empezó a votar casi veinte años antes que en la Argentina; el ferrocarril circuló por su territorio antes que en España; fue el primer país en América Latina en disponer de una línea telefónica propia. Para mediados de los años veinte contaba con una universidad autónoma y prestigiada por la presencia de docentes de alto nivel e intelectuales que se destacaban por su militancia social. El régimen de Batista, por ejemplo, era detestable, pero al momento de dejar el poder existían en Cuba cincuenta y ocho diarios y veintiocho canales de televisión.

Sólo en un país con esos niveles de desarrollo puede explicarse la presencia de intelectuales del nivel de Martí o Mella. Para los años cuarenta, el Teatro Tacón de La Habana era considerado uno de los más calificados del continente. La presencia de un campeón mundial de ajedrez como Capablanca es elocuente, porque Capablanca es el producto de una sociedad que estimulaba y alentaba esas actividades.

Una prueba acerca de las posibilidades de una Nación la da el nivel de flujos migratorios. Está claro que nadie va a vivir a un país que no funciona y, por el contrario, multitudes se precipitan a países que ofrecen posibilidades. Pues bien, Cuba, en la primera mitad del siglo veinte, era la nación que más inmigrantes había recibido en el mundo. Al momento del derrocamiento de Batista, estaban esperando la visa, por ejemplo, alrededor de doce mil italianos. Pero antes, cientos de miles de españoles cruzaron el océano, entre ellos un señor gallego que se llamaba Ángel, padre de dos caballeritos que se llamaban Raúl y Fidel; Fidel Castro, se entiende.

En la actualidad nadie va a vivir a Cuba. Desde la revolución, los únicos que viajaron a la isla fueron aspirantes a guerrilleros, algún que otro empresario contratado por el régimen y funcionarios diplomáticos. Por el contrario, el país que tenía la mayor tasa de inmigración, hoy exhibe el porcentaje de exiliados más alto del mundo. Dos millones de cubanos son un testimonio político, pero además constituyen el testimonio de un fracaso como nación.

“La tragedia de nuestro pueblo ha sido no tener patria. Y la mejor prueba de que no tenemos patria es que miles y miles de hijos de esta tierra se van de Cuba”. La opinión no es la de un despreciable gusano de Miami, sino de Fidel Castro; pero claro, de un Fidel Castro que en 1956 se presentaba como demócrata y liberal, prometía la plena vigencia de las garantías constitucionales y aclaraba en todas las entrevistas que él no era ni fascista, ni comunista ni peronista. Interesante.

Es verdad que la revolución mejoró los índices de alfabetización, salud y deporte. La lógica igualitaria del régimen apuntaba en esa dirección, pero con algunos inconvenientes. Con relación a la educación, la revolución partió de un piso educativo elevado que luego amplió, iniciativa que le permitió, entre otras cosas, divulgar desde la más tierna infancia la obra del régimen y la idolatría a sus titulares. También en Cuba, en las cartillas escolares se enseña la letra F de Fidel, C de Camilo o Ch de Che.

Pero el otro inconveniente estructural que ha tenido la revolución ha sido su incapacidad para financiarse. A los formidables subsidios rusos se le sumaron los desopilantes errores económicos que llevaron, entre otras bondades, a liquidar la propia industria azucarera. Antes de la revolución, la tragedia cubana era el monocultivo. Después de la revolución, el monocultivo concluyó porque lo que vino fue la nada, la nada financiada por los rusos, los venezolanos después, más el sistemático incumplimiento de todas las deudas, tema del que los argentinos algo sabemos, porque también fuimos víctimas del comportamiento moroso de la dictadura.

Decía que el gran acierto político de Fidel Castro fue haber identificado la historia de Cuba con la gestión de Fulgencio Batista. Siete años de dictadura se transformaron por obra y magia de la manipulación en ciento veinte años de historia nacional. A diferencia de Santo Domingo o Nicaragua donde dictadores como Trujillo o Somoza se prolongaron en el poder durante décadas, en Cuba el régimen de Batista fue comparativamente muy breve.

Puede que la biografía de Batista sea muy parecida a la del clásico dictador bananero. De origen campesino, pobre y mulato, apenas pudo acceder al grado de sargento en esa suerte de guardias nacionales, instituciones militarizadas corruptas y encargadas de la represión interna. En ese cuerpo, Batista se desempeñaba como taquígrafo, su único y exclusivo estudio y su única y exclusiva actividad militar.

La revolución de 1933 lo proyectó a la política nacional. Audaz, inescrupuloso, inteligente a su manera, se las ingenió para ser, al mismo tiempo, popular e íntimo amigo de la embajada de Estados Unidos. Su ascendiente político empezó a ser alto a fines de la década del treinta. En 1940, se dio el lujo de ser elegido presidente con el voto popular y el apoyo de la izquierda.

Corrupto por definición, su personalidad política muy bien podría haber sido calificada con la típica evaluación argentina: roba pero hace. Efectivamente, Batista robaba pero inauguraba carreteras y edificios públicos. Batista no inventa la corrupción en Cuba pero la desarrolla mejor que nadie. Ya para 1943, un diplomático que luego va a ser muy conocido en la Argentina -me refiero a Spruille Braden- denunciaba la escandalosa corrupción del régimen batistiano.

En realidad, Batista no hizo nada que no hicieran los dictadores bananeros de su tiempo. Somoza y Trujillo también se presentaron como enemigos del fascismo y amigo de los aliados. En el caso de Somoza, su antifascismo militante le permitió expropiarles los campos a propietarios rurales de ascendencia alemana, expropiación organizada por el Estado, aunque su beneficiario directo fue Somoza.

Batista concluyó su mandato en 1944. Lo sucedieron Grau San Martín y Prío Socarrás. Los nombres cambiaron, pero la corrupción siguió siendo la constante. Grau San Martín como Socarrás eran políticos democráticos y respetables, pero la corrupción en Cuba era estructural. Robar desde el poder, parecía ser un mandato de sentido común. A un ministro de Grau San Martín, le preguntaron en una entrevista qué haría si quienes lo están investigando descubren que efectivamente es culpable. Su respuesta -acompañada de una sonrisa feliz- se transformó en un clásico del cinismo político: “Si me descubren que estoy robando prometo devolver todo”. Lázaro Báez, Ricardo Jaime o Amado Boudou cuentan con ilustres predecesores.

¿Hasta dónde Batista fue el representante de las clases dominantes de Cuba? Seguramente lo fue en algún momento, en más de un caso por descarte y sobre todo por el control de las estructuras represivas. En realidad, los grupos económicos tradicionales nunca confiaron demasiado en él. Al clásico patriciado cubano este sargento vulgar y mulato no le despertaba ninguna simpatía. No deja de ser sintomático que el temible dictador Batista, el caudillo presentado como el hombre fuerte de Cuba, nunca pudo ingresar al distinguido Club Social de La Habana.

El esquema de poder de Batista más que sumar representantes de clases o fracciones de clases sociales, se limitó a contar con la adhesión de cómplices que aprovecharon la coyuntura para hacerse millonarios. El vacío de poder real, el miedo, la corrupción presentada como moneda de cambio le permitió sostenerse en el poder hasta el momento en que una amplia movilización popular que incluyó la lucha armada, puso en evidencia la debilidad de su poder.

Batista dejó el gobierno de manera sorpresiva durante las fiestas de fin de año de 1958. Abandonado por sus aliados, traicionado por sus colaboradores, huyó al extranjero y abandonó a su suerte a sus socios. Acosado por la guerrilla y los movimientos sociales, el régimen batistiano se derrumbó sin pena ni gloria. La guerra revolucionaria fue mucho más breve que lo que luego repetirá la propaganda castrista.

Capítulo aparte merece la lucha interna abierta a partir de la fuga de Batista. La corrupción del sistema político, la ausencia de liderazgos civiles significativos, las vacilaciones e inconsistencias de dirigentes democráticos que pelearon contra el régimen, crearon las condiciones para que un caudillo audaz, talentoso y carismático como Fidel Castro pueda quedarse con el poder.

El pasaje de una revolución democrática a una revolución socialista merece estudiarse con detenimiento. Allí, se registran las inconsistencias de los demócratas, sus incoherencias y debilidades políticas y en más de un caso su ingenuidad. Castro controló el poder a partir de un conjunto de decisiones audaces sostenidas desde su carisma y el control absoluto del aparato militar.

A diferencia de otros políticos, Castro sabía muy bien adónde quería ir y que pasos había que dar para lograrlo. La experiencia histórica del siglo veinte enseña que una minoría inescrupulosa y decidida puede controlar el poder, destruir a sus adversarios y ganarse el amor del pueblo. En el contexto de la guerra fría, esa concepción del poder absoluto sólo podía realizarse en nombre del socialismo y el marxismo leninismo.

Los barbudos de Sierra Maestra, ¿tenían proyectado tomar el poder y organizarlo en clave comunista? Hay todo un debate al respecto, porque una versión del relato oficial sostiene que Castro más que decidir definirse como comunista fue empujado en esa dirección por culpa de la ceguera y necedad de los yanquis.

Sin dudas, hubo torpezas por parte de EE.UU., pero convengamos que sería subestimar demasiado a Castro y a sus colaboradores suponer que una decisión de la trascendencia acerca del contenido ideológico de la revolución fue impuesta por las circunstancias de la coyuntura. Más razonable es pensar que la opción por el comunismo y la dictadura estuvo prevista desde antes. Lo demás pertenece al campo de la maniobra política, la inspiración revolucionaria y el carisma de Castro para imponer su voluntad.

Lo seguro es que Castro aspiraba al poder absoluto y a la dictadura. Su personalidad, su concepción de la política y el poder, sus ambiciones personales se orientaban en esa dirección. Si realmente creyó o no en el marxismo leninismo, es un detalle secundario. Lo seguro es que creyó en él y en la eficacia del poder. Una respuesta parecida merece, por ejemplo Kim il Sung, Pol Pot o Ceacescu.

Lo cierto es que tres años después de haber conquistado el poder en Cuba, hay alrededor de cuarenta mil presos políticos, alrededor de ocho mil fusilados y un número de exiliados que suma alrededor de un millón de personas. En ese exilio, marcha la clase alta, pero sobre todo la clase media cubana. Allí se van médicos, abogados, contadores, ingenieros, empresarios, comerciantes, intelectuales y empleados públicos, es decir el capital intelectual y simbólico indispensable para pensar en una sociedad justa y libre. El precio por ese exilio será más dictadura, más racionamiento y más atraso. Por el momento, la generosa asistencia soviética y el mito movilizador de la revolución con el hombre nuevo y la sociedad nueva incluidos, permitirá disimular por unos años esas carencias. Progresivamente, la cita con la realidad comenzará a forjarse. Sesenta años después, las promesas de la revolución no se cumplieron o se esfumaron por incapacidad para financiarlas. En 1954, Fidel Castro afirmó ante el jurado que lo juzgaba que la historia lo absolvería. La revolución y los delirios de los sesenta así parecieron confirmarlo. Hoy esa absolución está a punto de transformarse en condena.

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