Dilemas para el próximo gobierno

Yo diría que más que preocuparnos por el gobierno que se va deberíamos preocuparnos por el que viene. Sobre todo si queremos que el nuevo gobierno sea diferente del actual, es decir más libre, más justo y más en sintonía con las exigencias del siglo XXI. Por lo pronto sabemos que los que se van dejarán una herencia envenenada y desde el llano harán lo imposible por sabotear cualquier iniciativa.

La advertencia es pertinente para que después nadie invoque sorpresa o asombro. El presidente que asuma en diciembre de este año deberá proponerse promover algunos cambios precisos, en el marco de una continuidad jurídica y política que deberá respetar, porque ésas son las reglas de juego, reglas de juego que entre otras cosas deberán ser privilegiadas, porque una de las críticas más severas a la gestión kirchnerista fue la de haberlas violentado.

La paradoja o la contradicción que se le presenta al gobierno que viene se podría expresar en los siguientes términos: cómo tomar decisiones trascendentes en el marco de un orden político que necesariamente pondrá límites institucionales a iniciativas que se propongan ser demasiado atrevidas. ¿La plena vigencia de la república democrática puede llegar a conspirar contra la propia gobernabilidad? Habrá que verlo.

Es en este punto donde el rol de una elite dirigente es insustituible. Gobernar es comprar problemas, problemas que pueden resolverse siempre y cuando haya capacidad de decisión y sabiduría política. Los K se irán en diciembre si la sociedad percibe que los que quieren llegar van a dar respuestas mejores a las que ya padecieron en los últimos años. Si esa sociedad percibiera que el destino de los que aspiran al poder es treparse al helicóptero que tengan a mano ante las primeras dificultades, la mayoría votará por el continuismo, fiel al principio de que a la camisa vieja, rotosa y mal lavada sólo la cambio si tengo a mano una camisa mejor.

Esa “camisa mejor” hay que presentarla desde antes. De manera sobria, pero con entusiasmo y claridad, con consignas capaces de sintetizar un programa mínimo de realizaciones que despierten en la gente la sensación de que el cambio puede llegar a ser deseable. Si esto no ocurre -y me temo que hasta la fecha la oposición ha hecho poco y nada para lograrlo- quedará claro que el kirchnerismo además de ser una desgracia es una desgracia que nos merecemos.

Lo digo porque hoy la oposición es más un deseo que una realidad. Hasta la fecha no es mucho lo que han hecho los opositores para convencer a la gente de que deben empezar a prepararse para el cambio. Por el contrario, veo en el kirchnerismo una voluntad de poder, una disposición diría hasta salvaje por asegurarse la continuidad, mientras que la oposición se agota en aprontes, se florea en gambetas y algunos hasta la fecha el único gesto que han tenido respecto al poder es imaginar por anticipado la calidad del traje que van a lucir la noche de gala.

Las vaguedades, los silencios o la retórica liviana de los principales dirigentes opositores es algo que preocupa. En realidad es un problema que nos preocupa a todos, pero a los que primero debería preocuparles es a los candidatos, que son los que darán la cara para afrontar una responsabilidad que desde ya advierto será dura y exigente.

Se sabe que la tarea cotidiana de gobernar no es la más recomendable para quienes aspiran a una vida tranquila y sin riesgos para la salud y el buen nombre. Todo aspirante al poder debería tener escrito en letras de molde un cuadro con las palabras que alguna vez pronunciara Nicolás Repetto: “El día en que decidí meterme en política sabía que tiraba mi honra a los perros”.

Es verdad que el poder seduce y otorga privilegios que no disfrutan los hombres en general, pero no es menos cierto que pone a prueba la salud y el sistema nervioso. Puede que este principio no valga para todos los aspirantes al poder, pero vale para la mayoría incluso para los más ambiciosos. Insisto en este tema, porque los tiempos que se avecinan prometen ser áridos y duros.

Alguna vez leí que un gobierno que merezca ese nombre es aquel que sepa responder a los dos grandes desafíos de la política moderna: qué hacer con el capitalismo y qué hacer con las masas. Estos desafíos no se pagan en cuotas, se abonan al contado sin beneficio de inventario. Recetas económicas que vulneren conquistas sociales legítimas o impongan sacrificios para los cuales la sociedad no está preparada estarán condenadas al fracaso. Tampoco hay margen para seducir a las masas con cantos de sirena que aseguren en sintonía con la mejor fórmula populista, pan para hoy y hambre para mañana.

Las tareas que se imponen no son extraordinarias, pero hay que llevarlas a cabo como si lo fueran. Winston Churchill prometió sangre, sudor y lágrimas para los ingleses. Nosotros no estamos colocados en esa encrucijada trágica, lo cual es un alivio, pero al mismo tiempo un desafío, porque las situaciones límites poseen la “ventaja” de que deja abiertas una o dos alternativas, mientras que en situaciones “normales” las alternativas son muchas y crecen en proporción geométrica las posibilidades de equivocarse.

Los dirigentes de la oposición deberían saber que hoy más que nunca los ciudadanos dependemos de ellos. Lo deberían saber y actuar en consecuencia, porque hasta la fecha lo que se impone pareciera ser el criterio gris, mediocre y oportunista de “hacer lo que quiere la gente”.

No va a ser con trivialidades, lugares comunes y obviedades que se van a dar respuestas satisfactorias a las demandas de una sociedad compleja y diferenciada como la nuestra.

Los señores Scioli, Massa, Macri y los que se sumen a la competencia electoral, deben hacerse cargo de que si son dirigentes y se proponen dirigir el rumbo de una nación deben, por supuesto, dar respuesta a las necesidades de todos los días, pero al mismo tiempo están obligados a definir rumbos, metas y objetivos. No se trata de retornar a los anacronismos de los “proyectos” o a las soluciones mesiánicas, sino de asumir un puñado de certezas, muchas de las cuales están latentes o prefiguradas en la economía y la sociedad.

Ni utopías inalcanzables ni promesas refundacionales, pero tampoco aplastamiento de la riqueza de lo real en lo obvio. Un estadista es algo más que un administrador y bastante menos que un mesías. Gobierna para todos, pero no hay posibilidad de gobernar para todos si no se sabe hacia dónde ir. Un gobernante en serio no se propone adoctrinar ni profetizar, pero en todo dirigente que se respete hay siempre una vocación docente. Un dirigente político que merezca ese nombre es alguien que ve más lejos, mira más lejos y esa mirada no lo aliena de la realidad sino que por el contrario lo ancla a ella con redes más consistentes. Esa mirada más amplia no responde a atributos mágicos sino a una sensibilidad política más cultivada, a un manejo inteligente de la información disponible y a una percepción especial para presentir los rumores de la historia.

Si esto es así, se impone un gobierno con capacidad para tomar decisiones sin ser autoritario; un gobierno con talento para impulsar cambios que no signifiquen rupturas insalvables; un gobierno cuyos dirigentes sepan ganarse el afecto de la gente sin ser demagogo; un gobierno que sepa conceder lo que es justo y posible, pero además disponga de la fortaleza moral y política necesaria para decir que no cuando haya que decirlo; un gobierno que descrea de soluciones mágicas y de promesas extraordinarias pero que sepa transmitir a la gente que los cambios son posibles y deseables; un gobierno capaz de crear consensos y administrar conflictos; un gobierno con talento para dialogar e imaginación para decidir; un gobierno que sepa atender las necesidades en tiempo presente, pero que sea capaz de instalar algunas certezas fundamentales que nos ayuden a imaginar una nación en el mediano y largo plazo; un gobierno que nunca olvide que si se equivoca en lo fundamental es muy probable que su destino sea el helicóptero a la caída de la tarde. ¿Es difícil? Claro que lo es. Pero nadie les dijo que lo que se venía sería fácil.

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