La crisis griega

Si viviera en Grecia seguramente habría votado por el No. ¿Qué otra alternativa le queda a una persona escasamente informada en una situación de crisis terminal como la planteada? El Sí significaba más que la condena a muerte, lisa y llanamente la ejecución; el No, por el contrario, se presentaba como la postergación de esa condena y la esperanza o la ilusión de que a último momento llegase un perdón u otra postergación de la condena. El Sí, entonces, se parecería al suicidio, mientras que el No se parecería al acto de patear la pelota para adelante, un hábito que los argentinos lo sabemos practicar muy bien.

Lo que jamás se me ocurriría es salir a festejar este tipo de decisión que no hace más que poner en evidencia la grave naturaleza de los problemas en los que estoy metido y no soy capaz de resolver o no los puedo resolver solo. Dicho en términos estrictamente políticos, en el mejor de los casos el No le permite al gobierno griego negociar en mejores condiciones la naturaleza del inevitable ajuste a la economía. Repito: en el mejor de los casos.

O sea que con las tribulaciones del caso, hubiera votado por el No, aunque me habría sentido algo incómodo saber que mi voto era aplaudido por Marine Le Pen o la Falange de FE, es decir la extrema derecha europea. De todos modos, que el sesenta por ciento de los griegos se hayan pronunciado en contra de las exigencias planteadas por los severos organismos de créditos, es un dato que el gobierno de Merkel y el de Hollande no pueden desconocer o no deben desconocer. Por lo pronto, está prevista en esta semana una reunión de ellos para ver qué solución le encuentran a la crisis, pero en voz baja ya se habla de bajar los intereses y alargar los plazos.

De todos modos, no nos engañemos; si por Merkel fuera, hace rato que le habrían soltado la mano a los griegos para que se estrellen o se arreglen con Putin y se abracen con Nicolás Maduro, Cristina Fernández de Kirchner, Rafael Correa, Raúl Castro y Evo Morales. No son pocos los políticos europeos que consideran viable esta solución contra un país que, según su criterio, es un despilfarrador crónico que nunca paga sus deudas y algo así como una suerte de manzana podrida en la Comunidad Económica Europea, comunidad a la que ingresaron -en mala hora, dicen los alemanes- en 1981.

Lo que sucede es que estas decisiones no se pueden tomar a la ligera. Fue el ministro de Economía de Francia quien le recordó a Merkel que no es aconsejable ni justo someter a Grecia a condiciones parecidas a las que Europa hace casi cien años intentó someter a Alemania en el tristemente célebre Tratado de Versalles, tratado que creó las condiciones para la irrupción quince años después de Hitler al poder.

Tal vez el ejemplo no sea totalmente exacto, pero a nadie se le escapa que Syriza -la coalición de izquierda populista que gobierna en Grecia desde hace unos meses- pueda ser el último dique de contención al asalto del poder por parte de los nazis de Amanecer Dorado o los neonazis de Griegos Independientes, ambas formaciones políticas que, dicho sea de paso y para contribuir a la confusión general, en la actualidad están aliadas con Syriza.

¿Válido el ejemplo? Más o menos. Ocurre que la situación tal como está planteada es complicada. En un impecable análisis de la crisis, Ricardo Laferriere decía con cierto tono de humor, que el conflicto real estaba planteado entre la Europa protestante que exige hacerse cargo de las responsabilidades y las consecuencias y la Europa católica más permisiva y, sobre todo, más propensa a responsabilizar de todas las desgracias a los usureros -condenados desde hace siglos por los Padres de la Iglesia- y perdonar a los pobres pecadores que siempre se las ingenian para caer en mano de los detestables prestamistas por esa inveterada y a veces compulsiva costumbre de gastar mucho más de lo que ganan.

No soy un experto en teología para seguir indagando sobre esa hipótesis, pero cualquiera de las interpretaciones que se hagan sobre lo que está ocurriendo en Grecia es siempre incompleta. No olvidar. Una situación en la que las partes disponen de excelentes argumentos para tener razón, pero esas razones son antagónicas, muy bien puede denominarse trágica, género que casualmente los griegos conocen mejor que nadie por haber sido los inventores.

A favor de Grecia, debería decirse que su estrategia de politizar el conflicto es inteligente o, por lo menos, astuta. La convocatoria al referéndum no sólo se impuso a favor de las posiciones del gobierno, sino que clavó la espina de la duda en el corazón de la Europa progresista y socialdemócrata que considera que los responsables de esta situación son siempre los banqueros y los representantes del gran capital.

Más de un politólogo ha planteado que la única arma que disponen los pueblos para enfrentar las apetencias descontroladas de los grupos poderosos y concentrados de la economía son las elecciones, es decir, el recurso del que se valen los pobres o las clases populares para poner límites a la lógica de una economía calificada como explotadora e insensible.

El argumento parece impecable, hasta el momento en que desde la Europa del norte alguien eleva la apuesta diciendo: “Muy bien, admitamos que estos problemas de la economía y las finanzas las deban resolver no los técnicos inhumanos y mucho menos los desalmados funcionarios de los bancos, sino el pueblo soberano. Entones seamos coherentes y convoquemos a votar a todos: a los despilfarradores, pero también a los vecinos que con sus impuestos y ahorros actúan como prestamistas. ¿O qué pasaría, por ejemplo, si Merkel decidiera convocar a un referéndum en Alemania para que sean los alemanes los que decidan si le siguen prestando plata a los griegos?”.

Difícil y hasta incómodo responder a estas preguntas, pero a la hora de la reflexión no está de más hacerlas, aunque más no sea para ratificar el carácter trágico de la crisis. El interrogante a hacerse en este caso es si problemas de esta magnitud -problemas cuya información parece ser siempre incompleta y que exige para entenderlos de un saber técnico al que la mayoría de la gente no accede o no le interesa acceder- pueden resolverse por la vía de los votos.

La respuesta en este caso es que nadie, ni siquiera el militante más fogoso de Syriza, supone que las elecciones resuelven las crisis por arte de magia, pero dan cuenta -en sociedades democráticas- de lo que opina el legítimo pueblo soberano. Esa opinión, como se podrá observar es relativa, pero es el único recurso que tiene el actual gobierno para gravitar en la discusión.

Por lo pronto, la jugada dio algunos resultados. La reunión de Merkel con Hollande es una de ellas, pero mucho más interesante es la respuesta que están dando a la crisis los repudiables funcionarios del FMI, quienes para sorpresa de izquierdistas y populistas de toda marca y color han planteado que se impone una quita a la deuda con un período de gracia de veinte años. ¿Qué tal con la señora Lagardé?

Se dice que detrás del FMI está Obama. No lo creo, pero es lo que se comenta. Obama sabe muy bien que si Grecia cae o si a Grecia se le suelta la mano, se complica seriamente el escenario del sudeste europeo, escenario cuyas orillas están contaminadas por conflictos que el presidente de EE.UU. no desea seguir alentando y mucho menos incorporando nuevos actores.

En realidad, los funcionarios europeos muy bien podrían aflojarle el dogal a los griegos. Después de todo, el país de Pericles y Aristóteles representa menos del dos por ciento de la economía europea. La objeción que hacen desde la Europa del Norte es que están cansados de prestar plata, pero sobre todo, estiman que no es justo perdonar a los griegos cuando a Italia, España, Irlanda o el propio Portugal se les ha exigido que hagan los deberes sin protestar.

Lo que hay que decir al respecto es que así como Grecia tal vez no tenga autoridad moral para victimizarse, tampoco pueden presentarse como víctimas los funcionarios de Bruselas que alentaron y consintieron el despilfarro, entre otras cosas, porque muchos de ellos hicieron excelentes negocios en ese clima de Viva la Pepa.

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