Si se va el kirchnerismo, ¿se va el populismo?

No creo descubrir la pólvora si digo que cualquier profecía que se haga respecto de los resultados electorales no son más que eso: profecías fundadas en deseos o intereses. Es muy probable que el próximo presidente de los argentinos sea Macri o Scioli. Es muy probable, pero nada más, porque de acá a dos meses pueden pasar muchas cosas y, como se dice en jerga turfística, los potrillos ganadores pueden mancarse en los últimos cien metros.

Lo que sí se puede afirmar es que la Señora se va. No sé si para siempre, pero atendiendo a la naturaleza oportunista de estos liderazgos populistas hay buenos motivos para suponer que el kirchnerismo, como el menemismo, fueron aventuras personales que se agotaron en sí mismas, más allá de lo que digan sus seguidores más entusiastas o los obsecuentes habituados a arrodillarse ante el poder.

Los candidatos Macri, Massa, Scioli, De la Sota o Stolbizer no piensan lo mismo ni representan lo mismo, pero ninguno de ellos reeditará el estilo pendenciero y confrontativo de los K. Algunos por convicción, otros porque no les da el cuero o sospechan que ya no hay margen para jugar a disfrazarse de déspotas. En ese sentido hay buenos motivos para suponer que estas polarizaciones crispadas, ese antagonismo manipulador y persistente, ese criterio farsesco de pensar y practicar la política, se van con la Señora y ojalá se vayan para nunca más volver, entre otras cosas porque operaciones como las que practicó el kirchnerismo durante más de diez años salen caras, sus costos políticos y económicos son altos y el daño que se produce en el cuerpo social tarda mucho en cicatrizarse.

Más difícil de predecir es si con los K se va el populismo, sobre todo en un país donde pareciera que nos hemos acostumbrado a convivir con esta enfermedad recurrente de las sociedades latinoamericanas. Superar el populismo internalizado como un virus en el sentido común de la sociedad es la asignatura pendiente para el futuro inmediato, el gran objetivo abierto hacia el siglo XXI.

No estoy seguro de que la sociedad haya asimilado los estragos que el populismo produce en la conciencia política, en las instituciones de la República, en la convivencia social y la calidad de vida de las clases populares. Sobre todo este populismo del siglo XXI, que es una mala copia de los originales, una versión farsesca y algo envilecida de los populismos tradicionales.

La experiencia enseña que las sociedades necesitan tocar fondo para iniciar un proceso creativo de aprendizaje. Es duro decirlo, pero es así. Al respecto tengo mis dudas de que con el populismo criollo esta experiencia se haya dado. Años, décadas de clientelismo, demagogia, despilfarro, corrupción y liderazgos supuestamente carismáticos, no se superan con facilidad.

La clave exitosa del populismo reside en su irresistible tendencia a simplificar los problemas sociales y a suponer que un líder carismático resuelve todo mucho más rápido que el lento proceso institucional. La tentación de solucionar los grandes problemas de la noche a la mañana instalando rápidamente a un enemigo real o imaginario a derrotar, es otro de los dispositivos exitosos del populismo.

Para los populistas los pobres no son un sujeto histórico, sino una masa manipulable para conquistar y sostenerse en el poder. Los populistas dicen estar a favor de los pobres, pero en realidad están a favor de la pobreza. La necesitan como el lobo necesita a las ovejas. Un país sin pobres, con ciudades sin masas carecientes y disponibles, resulta un escenario letal para el populismo.

No deja de ser sintomático que en las ciudades modernas, con movilidad social, altos niveles de integración y clases medias aguerridas, el populismo no gana o para competir con algunas chances debe proponer candidatos cuya imagen está en las antípodas del clásico caudillo populista.

El proceso de manipulación política practicado por el populismo se presenta como una épica contra enemigos internos o externos. No hay populismo sin pobres a los cuales engatusar y sin enemigos a los cuales responsabilizar de las desgracias de la nación. Mientras tanto, el líder y su séquito gobiernan sin mediaciones y sin controles. Su verdad en todos los casos es una verdad virtual. Si bien invoca la representación de la mayoría, en sus mejores momentos apenas supera el cincuenta por ciento de los votantes.

Puede que en la posguerra, el populismo haya sido portador de legítimas reivindicaciones sociales, que las tradicionales clases dirigentes no supieron promover y en más de un caso se opusieron de manera necia y torpe. Pero en la actualidad el populismo es más un obstáculo para el progreso, la libertad y la justicia que un camino para asegurar lo que ellos mismos proclaman: la inclusión social.

Los liderazgos que en la actualidad forja el populismo criollo están muy por debajo de los que gestó en sus mejores momentos. Ni Menem ni los Kirchner son líderes con trascendencia histórica. Toda su gravitación social depende del recurso abusivo de la publicidad. Sin el poder, los Menem y los Kirchner no son nada. Lo mismo, por ejemplo, no puede decirse de Perón, quien desde su exilio siguió controlando los acontecimientos políticos nacionales gracias a su innegable habilidad para aprovechar los errores de sus enemigos y al afecto persistente, sincero, obcecado que supo despertar entre los humildes.

Por el contrario, Él y la Señora sólo despiertan pasiones entre grupos radicalizados o dispuestos a consumir ese brebaje y nada más. Las otras adhesiones provienen de la especulación, de quienes se acercan a disfrutar de los beneficios del poder o de sectores sociales que suponen que llevándose bien con los que mandan pueden mejorar sus expectativas de vida.

No hay en los ranchos, en las villas miserias o en los hogares modestos de los trabajadores de la ciudad o el campo fotos o estampitas de Él y Ella. Y no los hay porque tal vez ese tipo de adhesión casi religiosa es muy difícil que se pueda reeditar, pero además porque esos liderazgos les quedan grandes. Las películas que se hicieron en homenaje a Néstor fueron un fracaso, no sólo por su mala calidad -detalle que a las clases populares no les hace perder el sueño- sino porque nadie está dispuesto a dar la vida por Ella y por Él.

Decía no estar seguro de que la sociedad haya agotado su prolongado y a veces obsceno romance con el populismo. Hoy parece que esa relación es eterna, que no hay otro modo de pensar la política que no sea en clave populista. Es una posibilidad, pero no la única. Pienso -por ejemplo- en las dictaduras militares, la otra “enfermedad” que soportamos los argentinos durante décadas.

Hasta 1983, incluso después de las elecciones, se creyó que a Alfonsín le seria imposible gobernar, porque los militares no se lo permitirían. Se llegó a hablar de nuevos golpes de Estado y algo de eso se intentó perpetrar por parte de los nostálgicos de la era militar que se resistían a admitir que nunca más podrían asaltar al Estado de derecho.

O sea que la historia demostró que los ciclos históricos se cierran, que para ello hace falta voluntad popular y liderazgos valientes decididos a avanzar en esa dirección. Hoy a todos nos parece improbable el retorno a las dictaduras militares o que a algún general o almirante se les ocurra ponerle condiciones a un presidente electo por el pueblo, pero recordemos que durante décadas estas patologías nos parecieron normales y un sector importante de la sociedad se resignó a convivir con ellas.

¿Podremos ahora superar el populismo como en su momento superamos el flagelo de las dictaduras militares? Poder se puede, pero será difícil. Hay una sociedad habituada al facilismo populista, a sus coartadas decisionistas, a sus mitologías, a sus rituales. El populismo resulta funcional a muchos vicios de la condición humana, mientras que su estilo sensual y mórbido de concebir el poder, seduce a las clases dirigentes. Sin duda que desprenderse del populismo será difícil, pero si queremos una nación a la altura de nuestras esperanzas, será necesario hacerlo.

 

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