Progresistas e izquierdistas en los comicios

Se supone que la disputa por la presidencia de la Nación será entre Scioli y Macri. Tal vez Massa se sume a la refriega, sobre todo si le gana la interna a De la Sota y Solá hace una buena elección en provincia de Buenos Aires. No creo que Rodríguez Saá tenga chances, como tampoco creo que Carrió o Sanz le ganen a Macri la interna. Pero la realidad de una elección democrática no se agota analizando las posibilidades de los ganadores. También los perdedores son actores legítimos y su mayor o menor cantidad de votos no descalifica sus ideas y sus propuestas. Me refiero en este caso al voto progresista y de izquierda.

Capítulo aparte merece el voto de extrema derecha, voto minoritario que en estas elecciones carece de candidato, lo cual no quiere decir que no exista; al respecto basta con echar una mirada ligera sobre las redes sociales para advertir que esa extrema derecha goza de buena salud y, en todo caso, está esperando el momento histórico para hacerse presente.

Izquierda y progresismo no son lo mismo, pero tampoco están en las antípodas. Puede que para un izquierdista clásico la calificación de progresista sea una ofensa, como para un progre de clase media la calificación de izquierdista la considere una extravagancia, pero más allá de las diferencias se trata de familias políticas vinculadas a través de lazos visibles e invisibles.

¿Qué los diferencia? Diría que la izquierda en la Argentina se identifica con el marxismo en cualquiera de sus variantes; cree en la revolución social y considera que el socialismo es la dictadura del proletariado como fórmula de poder y la colectivización de los medios de producción como solución económica. Estos objetivos estratégicos admiten graduaciones, etapas y transiciones, pero un izquierdista que se precie de tal nunca renuncia a los grandes objetivos.

El progresismo no cree en la revolución social pero aspira a promover reformas políticas y sociales justas dentro del capitalismo. En otros tiempos, al progresismo se lo llama reformismo y para los marxistas leninistas se trataba de los principales enemigos dentro del movimiento obrero. Bernstein y Kautsky fueron y son malas palabras para una izquierda tan revolucionaria como dogmática.

El reformismo devino en progresismo luego del derrumbe de la URSS y la derrota de la izquierda en la batalla sostenida a lo largo del siglo XX contra el capitalismo. El progresismo cree en el valor de las ideas, pero no responde a una ideología precisa. Resume en su práctica histórica elementos culturales de la socialdemocracia, el liberalismo avanzado y la religión comprometida con los pobres.

Como rasgo distintivo, suma una ética y una estética alrededor de principios humanitarios. Ser progresista significa sensibilizarse ante el drama de la pobreza, las injusticias del capitalismo, los atropellos a la libertad. El progresista es, por lo tanto, culto, sensible, bien intencionado y amigo de todas las causas justas de la humanidad: la paz, el medio ambiente, la juventud y las experiencias de vanguardia.

El progresismo hoy se expresa con Margarita Stolbizer, como antes se expresó con Hermes Binner, Elisa Carrió, Aníbal Ibarra, Graciela Fernández Meijide y Oscar Alende, entre otros. El progresismo también se desparrama dentro de los partidos tradicionales. Como opción “pura” expresa un porcentaje de votos que no supera el quince por ciento del padrón.

La izquierda, por su parte, concibe a las elecciones como un pretexto para propagandizar sus ideas y denunciar las contradicciones del capitalismo. Saben que nunca llegarán al poder por elecciones porque para derrotar al capitalismo hace falta una revolución social que ajuste cuentas contra los explotadores del pueblo. No hay izquierda que merezca ese nombre sin revolución y sin dictadura de las clases populares sobre las clases burguesas.

El progresista aspira a llegar al gobierno, pero por su condición política y existencial siempre está más cómodo en la oposición. Es el partido de la denuncia, de la crítica, de la indignación, pero resulta muy difícil imaginarlo como partido de gobierno, como partido comprometido con los intereses reales de las sociedades modernas o como partido obligado a ensuciarse las manos en la gestión.

En la Argentina actual, a la izquierda la representan un puñado de partidos marxistas que en algunos casos coinciden entre ellos y en otros están peleados a muerte. En realidad, más que hablar de la izquierda, habría que hablar de las izquierdas en plural, ya que su condición es precisamente la fragmentación, la proliferación de grupos y grupúsculos enfrentados entre ellos por verdades de fe que en más de un caso encubren ambiciones y vanidades que nunca se nombran.

En la Argentina esta izquierda nunca fue mayoritaria; jamás un partido definido como marxista ganó la opinión no sólo de la mayoría de la sociedad sino de la mayoría de las clases trabajadoras. En algunos distritos y en coyunturas especiales algunos de sus candidatos lograron una interesante suma de votos. Luis Zamora es un ejemplo. Fue el que obtuvo más votos y al mismo tiempo el que nunca llegó a advertir que la gente que lo votaba no lo hacía por simpatizar con su prédica revolucionaria, sino porque era un buen muchacho, un hombre austero, un diputado que después de dejar la banca vendía libros. Todo muy lindo y muy sensible, pero está claro que un revolucionario que merezca ese nombre jamás querría que las clases medias lo voten porque es bueno o es portador de algunas de esas virtudes que ellos mismos se encargan de calificar con el término de “pequeño burgués”, uno de los insultos más agraviantes en la cultura de las izquierdas.

Toda izquierda se considera vanguardia, motivo por el cual los reveses electorales nunca los preocupan demasiado, porque el problema nunca es de ellos sino de las masas que no logran salir de la alienación burguesa. Críticos sistemáticos del capitalismo, todo conflicto debe ser llevado hasta sus últimas consecuencias porque suponen que en algún punto, las contradicciones del capitalismo van a estallar para dar lugar a la revolución social.

La izquierda reivindica de la democracia lo que le conviene, pero no cree en su versión liberal burguesa. Se aprovechan de la legalidad para actuar, pero no se hacen cargo de sus deberes. La resolución de los conflictos se define siempre en la lucha callejera. Por definición ideológica, en la única democracia que creen es en la que califican de obrera y popular. En los últimos años, los derechos humanos fueron una de sus banderas centrales. Inútil explicarles el carácter universal de este derecho. Para ellos los derechos humanos no existen para los explotadores y burgueses, sino para los luchadores sociales.

El democratismo de la izquierda es callejero, tumultuoso, utópico y sólo deviene institucional cuando instala la dictadura. No hay izquierda sin dictadura y sin partido revolucionario que la aplique. Practican la rebeldía en nombre de la revolución, aunque cuando ésta se realiza, la primera sacrificada es esa rebeldía. La organización interna de estos partidos es un anticipo del régimen político que defiende. Se trata de organizaciones verticales, con jefes eternos. A los disidentes se los expulsa con términos que anticipan la suerte que les esperaría a los disidentes si esos partidos fueran poder.

Los reclamos progresistas son más realistas y operan en el entramado real de la sociedad. Su base social preferida son las clases medias y sus expectativas políticas de poder se han realizado cuando supieron articular la ética con la política, la crítica con la propuesta y constituir alianzas sociales policlasistas capaces de representar intereses reales de la sociedad.

Si las circunstancias históricas se prestan, el progresismo puede ser gobierno, aunque siempre estarán tensionados por las demandas de su base social y los rigores e intereses del poder. En todos los casos, para ser gobierno los progresistas han debido admitir que la perfección en el escenario del poder no sólo no existe sino que puede llegar a ser más una traba que una virtud.

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