Lo imperdonable de Scioli es que se equivocó en lo que supuestamente sabe hacer muy bien. Se sabe que cualquiera tiene derecho a tomarse unos días de descanso, cualquiera menos un candidato presidencial en plena campaña electoral y cuando alrededor de cuarenta municipios de su provincia están bajo las aguas, aguas enfangadas, aguas turbias, aguas sucias pero que tuvieron el don de barrer la retórica hueca, la publicidad ostentosa y la incompetencia arrasadora de funcionarios y políticos oficialistas, más interesados en disputarse las tajadas del poder que en resolver los problemas de la pobre gente.
Scioli sabe -y yo sé que lo sabe- que las elecciones son una puesta en escena, un escenario donde se interpreta un rol asignado. Ese rol fue el que este hombre se olvidó a pocas horas de haber obtenido una victoria electoral que no lo declaraba presidente, pero lo dejaba en las puertas de la Casa Rosada, el fetiche que este hombre viene adorando desde hace más de una década.
Scioli se fue y el viaje recordó aquel gesto y aquella frase de ese otro dirigente emblemático del peronismo que se llamó Casildo Herrera, cuando dijo en uno de los peores momentos históricos de la Nación: “Yo me borré”. Peor que borrarse fue balbucear explicaciones. Por ejemplo, una reunión con un ministro que ningún funcionario del gobierno italiano tenía registrada o apelar al recurso que jamás un candidato a presidente que se propone dirigir un país complicado de cuarenta millones de habitantes debería utilizar: el brazo, la fragilidad de su salud, la intención manifiesta o no de inspirar compasión en un momento en que había otras personas, miles de personas, con derecho a reclamar esa compasión porque perdieron sus casas, sus bienes, sus afectos, su salud, mientras el gobernador de los últimos ocho años viajaba a Roma en primera clase.
Ocho años. Ése es el tiempo de Scioli ocupando el sillón de Dardo Rocha. Tal vez tenga razón; tal vez el problema no es que haya querido irse un par de días con su mujer y su hija a disfrutar de una merecidas vacaciones, el problema de fondo es que durante ocho años no hizo nada o hizo muy poco para impedir que las inundaciones hagan añicos las modestas esperanzas de la gente.
Lo dijo el sacerdote de Salto: gastan más en Fútbol para Todos y en recitales de cumbia que en resolver en serio los problemas. Los muchachos están más preocupados en disputarse como perros angurrientos espacios de poder que en promover obras públicas que controlen, que pongan límites a los desbordes de la naturaleza porque precisamente -¿es necesario recordarlo?- para eso están los gobiernos.
Hace veintiocho años que el peronismo gobierna en la provincia de Buenos Aires y la controla como Al Capone controlaba Chicago en sus tiempos de oro. En los últimos ocho años, el señor Daniel Scioli fue el jefe supremo. Hace décadas que los pueblos de esta desdichada provincia se inundan, pero a diferencia de cualquier región bien gobernada, en esta provincia las inundaciones provocan cada vez más perjuicios como si los gobiernos no existieran o como si estuvieran ocupados en cosas más importantes que proteger a los vecinos de las inundaciones.
En este tema, todo está librado al azar. Curioso. El gobierno cuyos seguidores ponderan los beneficios de la intervención del Estado y declaran la guerra santa a los supuestos perjuicios del mercado, practican de hecho la teoría del Estado ausente. Basta ver las escenas en Luján, San Antonio de Areco, Salto o Merlo para comprobar que en estos temas el peronismo practica el neoliberalismo más despiadado y ortodoxo, algo que no debería llamar la atención en una fuerza política que en los últimos treinta años ha concebido al Estado como un botín o como una suerte de Papá Noel cuya exclusiva función es repartir planes sociales a cambio del voto.
Nada de Estado y mucho de solidaridad civil, parece ser la consigna oficialista, esa solidaridad que en situaciones límite los pobres practican para sobrevivir, sobre todo cuando quienes deberían protegerlos están ausentes o de viaje. Importa aclararlo: Scioli se fue de viaje, pero los otros funcionarios, empezando por el parásito del vicegobernador, el célebre compañero Mariotto, estuvieron borrados o mirando para otro lado.
“A mí nadie me avisó”, dijo un ex gobernador santafesino hace más de diez años en una situación parecida. A Scioli le avisaron. Incluso el día de las elecciones, los peronistas argumentaron que el elevado porcentaje de ausencias electorales se debía al efecto de las lluvias. Claro que estaba avisado. Pero el problema de los capangas es que creen que pueden hacer lo que se les da la gana por la sencilla razón de que tienen el derecho para hacerlo.
En una familia, en un barco en medio de la tempestad, en el campo de batalla o en las crisis, a los grandes jefes se los reconoce en los momentos difíciles. Fue así como después de Pearl Harbour los norteamericanos supieron del valor de Roosevelt, mientras los ingleses aprendieron a respetar a Churchill cuando los aviones de Luftwafe bombardeaban Londres; o la grandeza del general De Gaulle convocando a los franceses a alzarse en armas contra la ocupación nazi.
Después están los que se borran, los que se florean en gambetas, los que inventan excusas para justificar lo injustificable y los que apelan a la compasión cuando por el lugar que ocupan en la cima del poder deberían apelar al coraje. Claro, Scioli no es Roosevelt, Churchill o De Gaulle. ¿Es necesario decirlo? No, porque resulta más que evidente.
Si a alguien me recuerda el ex motonauta no es a Cervantes o a Paz, quienes perdieron sus brazos en honorables circunstancias, sino al marqués de Sobremonte. ¿Se acuerdan? El que se escapó con los caudales públicos mientras los ingleses desembarcaban en nuestras playas. De todos modos, Scioli volvió. Claro que volvió, a los empujones pero volvió. Volvió porque no sólo se lo reclamaban los opositores, también lo reclamaban sus mismos compañeros, incluso aquellos K que están esperando verlo trastabillar para comerle el hígado.
Cómo estarán las cosas para el pobre Daniel, que hasta Aníbal Fernández, alias el compañero Morsa, se dio el lujo de ningunearlo. Claro que en esta suerte de brindis ventajero, el compañero Morsa contó con el respaldo de la Señora, quien lo recibió en sus aposentos, mientras que para el candidato a presidente no hubo ni siquiera un saludo por correspondencia.
Ahora, Scioli se queja de que su ocasional ausencia sea aprovechada electoralmente por sus adversarios. ¿Qué esperaba? Apenas iniciado el segundo tiempo de una campaña electoral de hacha y tiza, el hombre deja el arco desguarnecido y la pelota picando en los botines de sus adversarios. Me lo explicó una vez un viejo político tramoyero: “Esto es como en el box; vos no te podés quejar que el adversario que tenés enfrente te quiera noquear aprovechando que estás con la guardia baja”.
Los opositores no sólo que tienen que aprovechar la ventaja que les dieron, sino que además, deben hacerlo. Y deben hacerlo más que nunca, porque precisamente hay elecciones. ¿Electoralista? Por supuesto. ¿O qué hace un político de raza en una campaña electoral? Además, nunca como en esos momentos los votantes deben saber los puntos que calzan sus gobernantes. Si no lo saben dos meses antes de las elecciones, ¿cuándo lo van a saber?
Una campaña electoral no se hace sólo para mostrar afiches, divulgar jingles o ir a bailar a los programas de Tinelli; se hace para que la gente disponga de la mayor información acerca de la catadura política de quienes pretenden gobernarlos. Pues bien, éste es un buen momento para que el pueblo sepa por experiencia propia quién es Scioli. Imagino algunas respuestas de las usinas K. Scioli es apenas un mascarón de proa; para las cosas importantes están Zannini, el compañero Morsa, ¿por qué no?, Cristina. ¿Es así? Muy bien, pero entonces empecemos por decir las cosas como son y dejemos que Scioli se marche de una buena vez con su esposa a donde mejor le parezca a recuperar su salud y a disfrutar de un merecido descanso.