Hay un niño en la calle

Según estadísticas oficiales, en la Argentina la mitad de los niños vive en la pobreza. Los santafesinos en particular no necesitamos de estas estadísticas para saber lo que ocurre con los chicos; nos basta con prestar atención a lo que sucede a nuestro alrededor para arribar a la conclusión de que en la Argentina y en Santa Fe la consigna «los únicos privilegiados son los niños» es una frase vacía, un conjunto de palabras que no dice nada y al que -en todo caso- recurren algunos políticos demagogos en tiempos de campañas electorales.

Digo que nosotros, los santafesinos, no necesitamos mirar estadísticas, ya que la verdad de lo que pasa con los chicos se instala de manera elocuente delante de nuestros ojos en las esquinas de la ciudad, en los semáforos, en la peatonal y en cualquier lugar donde se pueda pedir limosna. Ellos están allí con su tristeza, su desenfado, su resentimiento, su tristeza, pero por sobre todas las cosas con su desprotección, con sus llagas y con su infinita soledad.

Para esos niños, el presente es una desdicha y el futuro es un agujero negro. Sin haber hecho nada, absolutamente nada para merecerlo, esos chicos están condenados por el simple hecho de haber nacido en un hogar pobre. Una suerte de perversa conjura del azar los ha destinado a vivir hundidos en la miseria espiritual y material. Para estos chicos no hay futuro, no hay esperanzas, no hay destino. Esta maldición puede permitirse algunas excepciones, pero no son más que excepciones, en lo fundamental estos chicos tienen el destino establecido.

La mayoría ha crecido en hogares desintegrados, miserables, desvalidos; muchos de ellos carecieron de las más elementales alegrías; para ellos no hubo mimos, ni regalos, ni festejos; para ellos no hay Día del Niño, ni hay Reyes Magos ya que la única realidad que conocieron fue la de la carencia, la penuria, la del rigor; convivieron con la desdicha desde que tuvieron uso de razón y el abrazo de la miseria los enlazó sin darles otra posibilidad que someterse a esa fatalidad que para ellos fue inevitable.

Algunos recibieron el afecto de sus padres, las ternuras de una madre o una hermana, pero esas manifestaciones siempre estuvieron teñidas por la impotencia, la resignación y, en más de un caso, el resentimiento contra la mala estrella de una vida concebida como una trampa de la cual no se puede salir.

Para estos chicos no hubo contenciones, nadie se preocupó por ellos, nadie hizo planes para asegurarles un futuro; conocieron los rigores de la vida a la edad en que debían estar jugando; las inclemencias del mundo las padecieron a la edad en que otros chicos sueñan con hadas y magos. Su escuela fue la calle, allí disfrutaron de las pequeñas y exclusivas alegrías, pero también allí padecieron el frío del desprecio.

En la calle comprobaron lo que sospechaban: que la vida los había colocado en el lugar de los perdedores, en el lugar de los que llegan tarde para todo, en el lugar de aquellos a quienes la vida sólo les ofrece su rostro áspero, percudido, desencajado. En la calle aprendieron a mirar el banquete de la vida desde afuera, a espiar desde la vereda, a comer con los ojos los manjares que se ofrecen en los escaparates.

Para los chicos con hogar, con padres, con educación, el mundo de los mayores es el mundo de la seguridad, de la protección, del amor; para los chicos de la calle el mundo de los mayores es el mundo del castigo, del desprecio, del miedo y , tal vez, el de la muerte. Para unos, el mundo es una mano tendida, para otros es una mano crispada que golpea.

Algo debe quedar en claro: los chicos de la calle no hicieron nada para merecer ese destino. Como le gustaba decir a Ernesto Sábato, estos chicos son inocentes absolutos, en tanto nunca tuvieron oportunidades, nunca les dieron la posibilidad de elegir. De la vida ellos recibieron golpes, rechazos, infamias, violaciones. Su presencia es una acusación contra cada uno de nosotros y contra un orden social que los ha excluido brutalmente y los ha condenado a ser parias para siempre.

A los que afirman que los pobres se merecen ese destino porque no les gusta trabajar, el caso de una infancia condenada los deja sin argumentos porque, repito, estos niños son inocentes absolutos, la única falta que se les puede imputar es la de haber nacido. Y fue la vida, el destino, el sistema o lo que sea, lo que los colocó para siempre en el lugar de los culpables.

Según las estadísticas, hoy la Argentina produce alimentos para más de cien millones de personas. Esto quiere decir que la producción supera en una relación de tres a uno a los habitantes. ¿Cómo es posible entonces que la mitad de los niños esté por debajo de los índices de pobreza y, por lo tanto, su dieta alimentaria sea deficiente?

Pero no sólo pan les falta a estos chicos; también les falta amor, educación y todo aquello que tiene que ver con la formación de una persona en el sentido más pleno de la palabra: afecto, ternura, saber que alguien se preocupa por ellos, que alguien alguna vez los corrige en el sentido más pleno de la palabra: les señala el error y les señala el camino para superarse; que alguien alguna vez se dirige a ellos no con desprecio, no con lástima sino reconociéndolos, valorándolos, estimulándoles sus virtudes y capacidades, haciéndoles saber que valen, que su presencia en el mundo marca una diferencia y que esa presencia por lo tanto debe ser respetada.

Quienes han convivido con estos niños saben que la maldición más fuerte que pesa sobre ellos es la ausencia de futuro, o para decirlo de otra manera, su incapacidad para pensar el futuro, en tanto han sido condenados como los animales a vivir un presente permanente, un presente signado por la carencia, un presente despojado de derechos, de ilusiones.

Los maestros saben muy bien que educar es abrir perspectivas, es creer en el futuro, es aprender a pensar por cuenta propia, a ejercitar la razón, la imaginación y la sensibilidad, a desarrollar la autoestima en tanto no hay posibilidad de constituirse como persona sino existe un mínimo de cariño por uno mismo.

Esta verdad que conocen los maestros la saben muy bien los docentes que trabajan en reformatorios y presidios: no hay oportunidad de redimir a nadie si no se logra sacarlo de esa cárcel que significa el encierro en el presente y el desprecio por lo que se es: sólo cuando la vida se abre hacia el futuro existen posibilidades de construir una personalidad medianamente creativa, medianamente libre.

En el mundo de la necesidad, en la charca de la miseria, en el universo de los parias no hay autoestima posible. Los que han sido golpeados desde la más tierna infancia, los que de los padres, de los mayores y de la sociedad sólo recibieron azotes y escupitajos no tienen muchas alternativas para constituirse en personas.

Desde que nacieron, estos chicos fueron despojados del futuro, lo que significa decir que a ellos les fue robada la esperanza, la fe, la posibilidad de ser personas en el sentido más íntegro de la palabra. Sin embargo, ellos están allí; nos miran con sus ojos profundos, con sus gestos endurecidos; su presencia nos irrita, nos inquieta, sabemos que no somos culpables, pero de algún lado nos llega una voz, un susurro que nos dice que algo tenemos que ver con esas llagas, que en algo no hemos sabido cumplir con el mandato de nuestra conciencia, que algo es posible hacer; algo nos dice que en la historia las grandes civilizaciones han sido juzgadas por el trato que daban a los más débiles, a los más inocentes.

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