Deben ser los gorilas deben ser

En la jerga política no hay otra palabra que mantenga una actualidad tan rigurosa en los enrarecidos y agobiantes círculos de la política. Sin exageraciones, y con cierto conocimiento de causa, digo que el vocablo “gorila” es una de las creaciones más genuinas y perdurables del peronismo. Ni Delfor ni Aldo Cammarota pudieron imaginar que una inocente y jocosa canción pasatista podría ser el precedente de un formidable artefacto lingüístico. Tampoco lo creyeron aquellos políticos antiperonistas de 1963 cuando lanzaron esperanzados la consigna: “Llene de gorilas el Congreso”, con lo cual se prueba además que “gorila” adquirió su actual identidad recién en la segunda mitad de los años sesenta

“Gorila”. La palabra posee la consistencia del insulto, pero incluye una calificación o, según se mire, una descalificación política. “Gorila” designa -qué duda cabe- al antiperonista, pero eso es más un punto de partida que un punto de llegada. En principio el término no tiene límites históricos, políticos o culturales. “Gorila” puede ser Mauricio Macri como Domingo Faustino Sarmiento; Elisa Carrió como Bernardino Rivadavia; Ernesto Sanz como Bartolomé Mitre.

Tampoco se detiene ante fronteras. “Gorila” incluye a Isaac Rojas y Augusto Pinochet; pero también a Julio Sanguinetti y Fernando Henrique Cardoso. Tampoco se reduce al ámbito exclusivo de la política. “Gorila” es todo creador dispuesto a comprometerse a fondo con su oficio, a ser exigente con su actividad y a no admitir que ella deba someterse a la propaganda del régimen de turno.

A Jorge Luis Borges el peronismo le provocaba un profundo sentimiento de vergüenza; la obsecuencia, la alcahuetería, el culto procaz y obsceno al jefe o la jefa lo deprimía. Para Adolfo Bioy Casares la multitud convocada “espontáneamente” en camiones para adular al líder en Plaza de Mayo era la fiesta del monstruo. Algo parecido pensaba Julio Cortázar y recomiendo más que “Casa tomada”, “Las puertas de cielo”.

“Gorilas” fueron los estudiantes que preferían los libros a las alpargatas; los científicos más preocupados por leer la teoría de la relatividad que La razón de mi vida. “Gorilas” fueron Moisés Lebensohn, el estudiante Bravo, las telefónicas torturadas, los ferroviarios cesanteados, el doctor Ingalinella “desaparecido” en Rosario gracias a las diligencias de la policía peronista. “Gorilas” fueron los diputados opositores desaforados por una mayoría sumisa y obsecuente. Y también merecen ser calificados de “gorilas” los ciudadanos que se negaban a usar el luto obligatorio o hacer un minuto de silencio por la muerte del “hada rubia”.

Por supuesto que a nadie se le ocurriría acusar de “gorila” a Visca, Apold, Juancito Duarte, Jorge Antonio, los cachiporreros bien rentados de la CGU, las chicas mimadas de la UES y la banda de provocadores que clausuraron el diario La Prensa y Nueva Provincia. “Gorila” tampoco alude a Lastiri, Isabel, López Rega, Brito Lima, Norma Kennedy, Felipe Romeo y toda esa exquisita galería de próceres que nos obsequió el movimiento nacional y popular. Los “gorilas” existen, pero no cualquiera lo es.

Por último, el término no respeta procedencias ideológicas. “Gorilas” pueden ser Alsogaray y Santucho; Alfredo Palacios y Emilio Hardoy; Arturo Frondizi y Horacio Sueldo; Agustín Tosco y Federico Pinedo.

Pero uno de los rasgos novedosos del uso, es su capacidad para descalificar en el interior de la propia fuerza política que le dio origen. Se sabe que hay muchas maneras de ser peronista, pero esta diversidad real el peronismo la suele vivir internamente como una disputa facciosa por la verdadera identidad. Quien no respeta estrictamente la representación que cada peronista se hace del peronismo adquiere en el acto la connotación de gorila. De “Gorilas” fueron acusados Menem, Kirchner, Duhalde, los muchachos de la “Jotapé”, los burócratas sindicales, los caudillos populistas de tierra adentro. Todos contra todos para disputar quién es más “gorila”.

“Qué pasa general que está lleno de gorilas el gobierno popular”, cantaban los jóvenes Montoneros desencantados con el gobierno que ellos mismos contribuyeron a forjar. Lo curioso que en ese gobierno no había antiperonistas, sino peronistas y algunos de toda la vida. Pero ellos se negaban a admitir que podía haber un peronismo malo o diferente, motivo por el cual a la complejidad la resolvían imputando la condición de “gorila” a todo peronista que no pensara como ellos. Por supuesto, desde la derecha peronista se pagaba con la misma moneda, es decir calificando con los mismos términos a sus opositores internos, calificación que en aquellos años incluía el exterminio de quien así era señalado.

Pero la proeza más notable del peronismo no fue haber forjado una palabra con atributos salidos de la magia negra, sino en haber convencido al resto de la sociedad que esa palabra valía para todos, que se trataba de un término capaz de evaluar las posiciones políticas de todos. Radicales, socialistas, conservadores, democristianos asumieron públicamente en diversos momentos librar una lucha interna contra las conducciones “gorilas de sus partidos”.

Curioso. Militantes de partidos antiperonistas se acusaban entre ellos de “gorilas”. Hombres y mujeres inteligentes, sensibles, honestos, pierden la línea, se sienten humillados, ofendidos y hasta avergonzados si alguien desde el peronismo los acusa de “gorilas”. Prefieren renegar de sus convicciones, reducir su capacidad de crítica, con tal de no ser calificados con esa palabreja.

Si la victoria cultural de la política se produce en primer lugar con las palabras, admitamos que el peronismo con su artefacto lingüístico ha logrado una victoria en toda la línea. Ya no se trata de una invención del peronismo que, como toda fuerza política tiene derecho a hacer uso y abuso del lenguaje; en el caso que nos ocupa, son los no peronistas los que se descalifican entre ellos recurriendo a una invención que no les pertenece y cuya razón de existir es descalificarlos a ellos. Conozco intelectuales de primer nivel que a la primera imputación de “gorilas” se ruborizan, piden disculpas, explican que no los entendieron bien, etcétera, etcétera, etcétera.

¿Se entiende ahora por qué el peronismo es además de una mayoría política una mayoría cultural? Inútil explicarle a intelectuales y políticos no peronistas que “gorila” carece de entidad teórica, que en el campo de la política y de las ciencias sociales al referirnos a la experiencia peronista podemos hablar de fascismo, populismo, bonapartismo, nacionalismo burgués, todas categorías nítidas, cargadas de sentidos y significados. “Gorila” en cambio es un exclusivo dispositivo verbal del peronismo, un recurso retórico para definir con un insulto o un grito las diferencias y disidencias, una creación de ellos para imponer su hegemonía.

¿Pero existe el “gorila”? Su existencia es virtual, existe en la medida que el peronismo le da vida y los no peronistas aceptan y consienten ese acto. En la disputa por el poder de las palabras el que se somete a ellas, se intimida ante su supuesta contundencia o justicia, está derrotado antes de dar cualquier batalla. “Gorila” persiste en la política criolla no tanto porque los peronistas así lo desean, sino porque los antiperonistas admiten el insulto con culpa y vergüenza.

Habría que decir, para concluir, que pasando en limpio las manipulaciones, las trampas del lenguaje y el uso oportunista de las palabras, para la cultura peronista el “gorila” traza las líneas de una ética y una estética. Desde esa perspectiva, toda persona que se respete a sí misma, que honre la inteligencia, que se emocione con un poema de Rilke, un acorde de Bach, una pintura de Van Gogh; toda persona a la que le incomode sentirse masa y que no esté dispuesta a delegar su intransferible individualidad a la causa de líder, duce caudillo o jefa, merece ser calificado de “gorila”.

 

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