Las escaramuzas políticas que presenciamos diariamente seguramente continuarán y cada vez con más intensidad hasta el 25 de octubre. Es probable que el nivel de los debates no sea muy elevado -siempre y cuando nos pongamos de acuerdo qué significa en las actuales condiciones un debate elevado -pero lo seguro es que la disputa por el poder será cada vez más dura y menos aburrida.
Con las impurezas del caso, y más allá de las previsibles liviandades de algunos candidatos, la campaña electoral instala en el espacio público los temas que importan, un proceso que se cumple incluso a pesar de las intenciones de los dirigentes o de su deliberado esfuerzo para reducir el debate político a una suma insulsa de lugares comunes. Es que toda campaña electoral en sociedades democráticas inevitablemente permite iluminar las zonas oscuras del poder y poner en evidencia los problemas reales de la nación.
Lo sucedido en Tucumán es elocuente. Pero también es interesante que se sepa que en Jujuy un joven radical puede ser asesinado por la espalda o que las escuelas de Sarmiento, laicas, públicas y progresistas pueden ser desplazadas por las escuelas de Milagro Sala con sus hábitos fiscalizadores, sus manipulaciones políticas y las discriminaciones contra todos los que no compartan la religión oficial de un poder financiado con los recursos del Estado y orientado hacia objetivos inconfesables.
El clima de competencia electoral nos permitió enterarnos de las maniobras fraudulentas en La Rioja y de las sinuosas y tal vez sinceras relaciones de Scioli con el menemismo. En ese contexto, tampoco a nadie le debería llamar demasiado la atención que un político como Beder Herrera, cuyo rasgo distintivo ha sido la obsecuencia y el servilismo, proponga un monumento en Anillaco para el señor Carlos Menem, un caballero que no está preso porque el kirchnerismo lo protege a contrapelo del relato oficial.
Que en un pueblito de la provincia del Chaco, una abanderada kirchnerista en ejercicio de sus funciones de intendente decida que su nombre honre a una escuela que se acaba de inaugurar, no nos debería llamar la atención, sobre todo porque la alternativa al nombre de la ilustre militante K podía ser Capitanich o el compañero Néstor. ¿Anécdota menor? Puede que sí, pero muy representativa de una manera simbólica de concebir y ejercer el poder con sus fanfarrias, sus castañuelas y su culto idolátrico al jefe o la jefa.
El clima electoral, con sus turbulencias y desasosiegos es el que permitió poner en evidencia la naturaleza política y moral del régimen dominante en Formosa. Tal vez no sea casualidad que un “villero europeizado”, como se atrevieron a calificar a Carlos Tévez, sea la persona que a su manera anuncie que el rey está desnudo. Tal vez lo sucedido no sea casualidad, porque la historia de vida de Tévez es la que le permite percibir aquello que funcionarios insensibles y políticos arribistas no ven ni quieren ver. Tampoco es casualidad que las declaraciones del jugador de fútbol hayan despertado las furias de los beneficiarios directos del régimen kirchnerista de Insfrán. Bien miradas las cosas, las reacciones agresivas e insultantes de la enriquecida camarilla formoseña fue previsible: Tévez es el villero que ellos detestan, por la sencilla razón de que dejó de ser villero. Imperdonable.
Tucumán, por lo tanto, no es la excepción, sino el paradigma representativo de una cultura política conservadora, clientelística y corrupta, reproducida sin alternancia desde las cimas del poder. Personajes como Alperovich, Manzur o la señora Rojkés son la consecuencia lógica de una manera de pensar y vivir el poder. “Admito que hubo excesos”, balbucea con ánimo justificatorio el señor que gobierna la provincia desde hace doce años. Equivocado. Los únicos excesos relevantes en Tucumán son ellos, los Alperovich y los Manzur.
Por lo tanto, la batalla que se está librando en Tucumán es la batalla de los tucumanos, pero también la de todos los que aspiramos a vivir en una sociedad democrática dirigida por políticos decentes. ¿Los actuales no lo son? No, no lo son. Y a medida que se conocen los chanchullos electorales queda más en claro que si Tucumán quiere merecer el honor de ser el Jardín de la República, sus vecinos no se pueden permitir la licencia de ser gobernados por una gavilla de capangas. ¿Será para tanto? Le respondo con otra pregunta más personal: ¿Usted mandaría a su hijo a una escuela donde la maestra fuera la señora Rojkés? ¿O se haría socio de un club dirigido por Manzur y Alperovich?
La misma pregunta vale para la troupe que gobierna en Santiago del Estero, provincia en la cual se demuestra que estos sistemas de dominación son estructurales; esto quiere decir que un golpe de mano o una zancadilla política pudo poner fin al ominoso régimen juarista, pero Zamora no vino a liberar a los santiagueños sino a reemplazar a Juárez: un cambio de fachada y después, todo igual, incluida la esposa cortesana.
Se dirá que los acontecimientos en Jujuy, La Rioja, Tucumán, Santiago del Estero, Formosa y por qué no, Santa Cruz, son numéricamente irrelevantes, es decir, no son representativos de una realidad nacional mucho más amplia y civilizada. Sinceramente, yo no estaría tan seguro en hacer esa afirmación. En primer lugar, porque alguna razón debería explicar por qué de provincias como éstas salieron dos presidentes: Menem y Kirchner, forjados en la cultura del poder hegemónico y que sumando sus mandatos dan cuenta de veintidós años de ejercicio del poder, con una troupe de funcionarios, empezando con Él y Ella, que gozaron de los beneficios de ambos sistemas.
Por otra parte, creo que hay motivos para suponer que esas prácticas políticas autoritarias y corruptas, esa modelación tortuosa y miserable de sociedades resignadas, sumisas y sometidas, de alguna manera se manifiestan con sus lúgubres particularidades en el conurbano, el centro político decisivo del poder populista. Dicho con otras palabras: en el conurbano se expresan los mismos vicios que distinguen a las provincias pobres: sumisión abajo; corrupción, venalidad y demagogia arriba.
En segundo lugar, porque en el recorrido de todas estas peripecias lugareñas, lo que emerge limpio y testimonial es el rostro genuino del peronismo. ¿Acaso el peronismo es el titular exclusivo de todos los vicios que padecemos los argentinos? No, no lo es, pero es el que mejor los expresa, el que con más tenacidad se adhiere a ellos.
“Nuestro límite es Macri”, advierten con tono virtuoso los caciques peronistas de provincia de Buenos Aires. Curioso. Por vocación, necesidad y oficio estos caciques no le hicieron asco a nada, se jactan de caminar con el barro hasta la cintura y de estar con las manos sucias; sin embargo, a la hora de las definiciones políticas los muchachos se ponen principistas y éticos exactamente lo que no son ni fueron nunca- y dicen con tono angelical, arrobado y dejando escapar un suspiro: “Nuestro límite es Macri”.
Aníbal Fernández, un señor que ignora la palabra “límites”, alguien que ha hecho méritos más que necesarios para ganarse de buena ley el apodo de Morsa, es el hombre clave para asegurar la derrota de Scioli y su propia derrota. Por esos extraños y hasta misteriosos desenlaces de la política, es probable que a Scioli lo derroten las contradicciones internas del espacio político que pretende representar. Demasiados intereses turbios, demasiados chanchullos, demasiadas ambiciones y pasiones desatadas al viento como para contener a ese cambalache en una candidatura.
Y al respecto, no nos engañemos: si Scioli no gana en la primera vuelta, pierde la elección. Su derrota sería un punto de inflexión importante en el devenir político argentino. Él mismo encarna a ese peronismo que a lo largo de más de veinte años fue menemista, duhaldista, ahora es K y mañana será lo que dicte la necesidad. Una derrota en las urnas sería la derrota de un régimen de dominación a veces grotesco, a veces siniestro, pero corrupto y venal, siempre.