El señor Scioli no asistió al debate político porque posee la íntima certeza de que por esa falta no pagará ningún precio. Me gustaría que estuviera equivocado, pero si mal no conozco a nuestra Argentina profunda, temo que la razón esté de su parte. Creer o reventar: la ausencia de Scioli en el debate no le cuesta un voto; es más, es probable que su asistencia le hubiera significado la pérdida de algunos votos, pero sobre todo la pérdida de confianza de algunos factores de poder, lo cual en ciertos momentos de la campaña puede ser más grave que perder algunas adhesiones.
¿Que el debate es un derecho de los ciudadanos? Puede ser, siempre y cuando haya ciudadanos mayoritariamente dispuestos a ejercer ese derecho. En EE.UU., que siempre se cita como ejemplo, lo están, pero a los argentinos nos falta mucho para acceder a esos niveles de conciencia cívica. Bienvenidos los esfuerzos que se hacen para civilizar nuestras prácticas políticas; bienvenidos, siempre y cuando nuestros desvelos republicanos no nos hagan perder de vista la relación con la procelosa y a veces torva realidad de nuestras sociedades. Sobre todo para que después no nos quejemos de que estuvimos “arando en el mar”, como se lamentaba un Bolívar abrazado a la melancolía y el fracaso; o desayunarnos de que nos pasamos la vida “lidiando con burros”, como vociferaba Sarmiento en medio de las risotadas de sus contemporáneos, convencidos de que el único vuelo posible y deseable es arrastrarse por el suelo.
¿Pero acaso no nos dijeron que a la soberanía la otorga el pueblo? Seguramente así debe ser, siempre y cuando se advierta que existe una añeja y actualizada tradición política criolla nacida con los llamados gobiernos electores de los conservadores y retomada en la actualidad por el populismo, tradición consistente en otorgarle al poder la facultad de elegir al poder. “¿Si acaricíais los violines con los arcos del Estado, que otra cosa podéis pretender que los de abajo bailen?”, escribía Carlos Marx, que cuando se lo proponía solía ser un agudo e ingenioso analista político.
Muy lindo el debate, loable el esfuerzo de sus organizadores, pero Scioli no va a perder la elección por no haber asistido, como tampoco la perdió Menem en su momento. Para que ello ocurra, haría falta una ciudadanía más preocupada por las cuestiones políticas y un pueblo más interesado en “saber de qué se trata”. Supongo que habrá que insistir en el futuro para que todos los candidatos debatan. Por ahora fue importante que se haya dado el primer paso en lo que debería ser un hábito de toda campaña electoral, pero admitamos que pocos, por no decir nadie, modificaron su intención electoral por el debate del pasado domingo.
Por otra parte, y en homenaje al realismo político, habría que preguntarse si efectivamente es justo o deseable que un debate -que en todas las circunstancias se parece más a una puesta en escena con actores que en muy raras ocasiones van a decir lo más importante- pueda decidir la orientación electoral de la gente. Recurriendo a ejemplos célebres: en los debates de John Kennedy con Richard Nixon o los de Felipe González con José María Aznar, resultó más importante el lenguaje corporal de los candidatos, que las posiciones políticas. En el caso de Kennedy-Nixon, no deja de ser sintomático que el ganador fuera Kennedy, cuando Nixon demostró mayor conocimiento y experiencia en los temas específicos de gestión de poder. En definitiva, ¿es justo que un candidato pierda las elecciones porque se puso un traje equivocado, no sonrió a tiempo o se olvidó de afeitarse?
En nuestro debate, hay coincidencia en admitir que, por ejemplo, Sergio Massa fue el candidato que despertó más adhesiones. Sus méritos los tiene. Es joven, es desenvuelto, es rápido para las respuestas y promete todo lo que la gente quiere escuchar, aunque no dice una palabra de cómo va a hacerlo. Sus ventajas las obtiene entonces ¿por su clarividencia política o por sus habilidades actorales?
Convendría al respecto hacerse cargo de que los debates de los candidatos son una instancia informativa más -tal vez la más ilustrada- en campañas electorales en las que están presentes múltiples estrategias destinadas a ganar la adhesión de los votantes. ¿Bajo que condiciones y en qué circunstancias una persona decide su voto? He aquí una pregunta sobre la cual no hay ni puede haber una exclusiva respuesta, al punto que muy bien podría decirse que la persona que lograra conocer la clave íntima y total de ese secreto, sería algo así como un Dios.
Se dirá que de todas maneras los analistas políticos y dirigentes tienen la obligación de saber lo más posible. Es verdad, pero siempre y cuando se advierta sobre los límites de nuestro conocimiento, porque en este campo no hay error político más grande y más difundido que creer que se es dueño de la verdad.
Lo que vale en general, vale para esta coyuntura particular, en la que se observa que un alto porcentaje de la sociedad no ha decidido su voto. Es más, está haciendo algo más grave que no decidirlo, está cambiando de opinión. ¿Sorprendente? No tanto, sobre todo si se tiene en cuenta que por las modalidades de los candidatos, su deliberado estilo light, su escasa espesura política y sus bajos niveles de diferenciación, no existen razones para conquistar adhesiones fuertes.
De todos modos, no es necesario ser un oráculo para saber que Scioli cuenta con todas las posibilidades de ganar en esta Argentina que nos tocó vivir. Si alguna dificultad puede llegar a perturbar su sueño presidencial, ella no provendría de la crítica de sus adversarios o la presunta lucidez de los votantes, sino de las zancadillas y celadas que podrían tenderle sus propios compañeros.
“Los que alguna vez me van a colgar no van a ser los unitarios sino los federales”, dijo un profético Juan Manuel de Rosas, diez años antes de ser derrotado en Caseros por el caudillo federal Justo José de Urquiza. A Rosas en realidad no lo colgaron, pero lo mandaron al exilio y lo despojaron de todas sus estancias. Scioli tampoco debe temer la horca, pero sí una sorpresiva derrota electoral como consecuencia de las desafecciones, trapisondas, emboscadas y exhibiciones indeseables de sus compañeros de aventuras políticas.
La primera conspiradora contra el candidato es la propia Señora. Las aluvionales cadenas nacionales no se realizan para apoyarlo a él sino a Ella. La Señora, por temperamento, idiosincrasia y pulsión de poder está incapacitada para apoyar a otra persona que no sea a Ella misma. Su visión de la política empieza y termina con Ella. Ni aunque se lo propusiera podría salirse de un libreto simple, obsesivo y tremendamente eficaz a la hora de ejercer el poder desde una tradición política como el peronismo, abiertamente funcional a liderazgos autoritarios.
Así se entiende que la relación de la Señora con Scioli esté marcada por los recelos, las desconfianzas y la aprensión. No es nada personal contra él, pero Ella es así. Los ninguneos al candidato son la constante, porque ésa es la exclusiva relación que Ella puede sostener, incluso con sus aliados políticos más cercanos. La Señora no le desconfía a Scioli porque sea de derecha, le desconfía porque si el “Manco del Espanto” llegara al sillón de Rivadavia, podría pagarle con la misma moneda con que Ella y Él le pagaron a Duhalde.
Todos los días y en diferentes tonos la Señora y su séquito de incondicionales le dicen al señor Scioli que su rol y su destino en la política futura no será muy diferente al de Cámpora. Scioli calla, mira para el otro lado, se hace el distraído y a veces se disfraza de peronista. ¿Acaso Scioli no lo es? Claro que lo es, siempre y cuando se advierta que personajes como Scioli en el único lugar que pueden tener cabida es precisamente en el peronismo.