Hay seis candidatos presidenciales en gateras y se supone que cada persona dispone de excelentes razones para votar a uno u otro. En el cuarto oscuro, el ciudadano es tan libre como es posible serlo en esta vida; los candidatos pueden ganar más o menos adhesiones, ser más o menos populares, pero las consecuencias políticas de su derrota o su victoria no incluyen juicios morales, porque la bondad o la maldad no se miden por los votos obtenidos.
Acerca de los resultados, pueden elaborarse las interpretaciones más diversas, pero para el observador comprometido, lo que importa en primer lugar es que se hayan respetado las reglas del juego. Pero una elección es también el momento en que se decide la constitución del poder democrático. Desde esta perspectiva, importa quién gana y quién pierde. En otros tiempos, estas disputas se resolvían con derramamiento de sangre. El gran hallazgo histórico de la democracia fue, precisamente, haber resuelto la sucesión política sin violencia, pero la relativa paz de todo proceso electoral no oculta la dureza de la disputa política, dureza que se corresponde con la naturaleza misma del poder.
Se supone que en las elecciones, los ciudadanos eligen al candidato de su preferencia. Esas preferencias son de diverso orden, se demora más o menos tiempo en adquirirlas, pero a la hora de votar no hay lugar para las dudas. El escrutinio, en este sentido, es una exhibición de realismo descarnado: se cuentan los votos y no importa el nombre ni la profesión del votante, lo que importa son los números que consagran al ganador.
Visto desde la perspectiva del poder en un régimen presidencialista, la pretensión de votar por el candidato con más posibilidades de ganar es muy fuerte y en algunos casos irresistible. El criterio de optar entre lo detestable o lo menos malo suele ser tentador y, en más de un caso, inevitable. Voto útil, voto responsable, voto fundado en las convicciones, hay diferentes maneras de expresarse, pero a la hora del escrutinio todos los votos valen lo mismo.
Tal vez, el ejemplo más elocuente lo expresó aquella elección en Francia, cuando troskistas, comunistas, socialistas y radicales votaron por el conservador Jacques Chirac para impedir que el ultraderechista Le Pen llegara al poder. En la vida real, las opciones no suelen ser tan dramáticas, pero en toda elección es previsible que la disputa por el poder sea dura; que más allá de los candidatos que se presenten, en un momento dado la elección se polarice entre dos dirigentes fuertes. Cuando esto ocurre, la tendencia a elegir el mal menor o rechazar lo detestable, suele imponerse mayoritariamente.
En la Argentina, se sabe que hay tres candidatos con aspiraciones presidenciales: Scioli, Macri y Massa. Lo curioso de este proceso electoral, es que en principio se presentó como una “polarización” de tres. ¿Se sostiene en la actualidad? Me temo que no, que en la elección del 25, la presidencia de la Nación se disputará entre Scioli y Macri; Scioli, con la pretensión de ganar en la primera vuelta; Macri, con la esperanza de forzar un balotaje. Si una semana antes de las elecciones la sociedad advierte que las opciones de poder se dan entre dos candidatos, es muy probable que por buenos o malos motivos un amplio porcentaje del electorado se sume a esa polarización.
Massa, por supuesto, insistirá hasta el último día en que el contrincante de Scioli es él, pero en su fuero íntimo sabe que ha quedado excluido de la polarización, y los interrogantes que se le abren es acerca de la decisión que tomará si hay balotaje o del lugar que le reserva la historia en el futuro. En este sentido, Massa es por ahora el único candidato que perdiendo dispone de muchas posibilidades de ganar más adelante. Por lo pronto, es muy probable que se constituya en un referente político de primer nivel a la hora de constituir la oposición, y en particular, la oposición peronista, en tanto ése ha sido el perfil emotivo y publicitario que el “massismo” ha ido adquiriendo en las últimas semanas.
O sea que la presidencia de la Nación tiene muchas posibilidades de decidirse entre Scioli y Macri. Son dos candidatos que en lo personal tienen más puntos en común que lo que a ellos les gustaría admitir en estos momentos, pero son candidatos situados en un contexto político signado por la confrontación. El problema de Scioli es que no ha logrado hasta el momento superar el deseado cuarenta por ciento. Esto quiere decir -entre otras cosas- que su candidatura se sostiene exclusivamente con el voto K. Por otra parte, en las últimas semanas Scioli “kirchnerizó” su candidatura presentándose como el garante de la continuidad de la gestión de la Señora.
Macri tampoco las tiene todas consigo. Como dijera un analista político que no lo quiere mal, el perfil de su campaña electoral se parece a la de un Scioli sin Cristina. El futuro dirá si ese estilo “suave” y componedor dio resultados. Como suele ocurrir en estos casos, hay buenas opiniones a favor y en contra de esta estrategia, motivo por el cual la hora de la verdad llegará la noche del escrutinio.
El candidato de Cambiemos, de todos modos, ha ido creciendo a lo largo de la campaña. Se lo ve más suelto, más espontáneo, más afectivo y con intención de otorgarle a las palabras más consistencia que los triviales lugares comunes que abundan en las campañas electorales. Macri es, además, la alternativa de la alternancia. El candidato podrá gustarle a unos más que a otros pero la alternativa al kirchnerismo la encarna él y la encarna por diferentes motivos: porque no es peronista, porque representa una fuerza política nueva y porque practica un estilo y una estética que difiere de la del populismo tradicional, aunque en más de una ocasión se ha dejado tentar por la escenografía populista en sus versiones más cholulas.
De todos modos, está claro que el candidato que hasta la fecha dispone de mejores condiciones para ganar es Scioli, aunque ya se sabe que, como el viento, esas condiciones pueden cambiar de dirección. Los K no ignoran que deben ganar en la primera vuelta, porque si este objetivo no se cumple, para la segunda vuelta habrá que barajar y dar de nuevo en un contexto donde el triunfalismo esta vez estará en la vereda del macrismo, aunque no me imagino a los peronistas seguidores de Massa o Rodríguez Sáa votando a Macri.
La otra dificultad que agobia a Scioli es que evidentemente él no es el líder de la corriente política que lo candidatea a presidente. Consciente de ello, el hombre intenta apoyarse en los gobernadores peronistas al estilo de Urtubey o Gioja, es decir caudillos que sin dejar de ser kirchneristas advierten cada vez que pueden que ellos son, en primer lugar, peronistas.
La estrategia de Scioli de apoyarse en el peronismo histórico -por denominarlo de alguna manera- es inteligente, pero presenta una dificultad que hasta el momento parece insalvable: ni para los K ni para el peronismo histórico, Scioli reúne las condiciones “genéticas” de un peronista. Existe la posibilidad de que encarne al rostro real del peronismo en esta etapa histórica, pero esa hipótesis deberá ser verificada.
Scioli, como se recordará, es una invención menemista que atravesó sin salpicarse la camisa por las filas del duhaldismo, el kirchnerimso y el cristinismo. No sólo cruzó por esas estaciones, sino que a lo largo de esos pasajes mantuvo un alto nivel de adhesión electoral, lo que le permitió ser el candidato indiscutido, una paradoja que dio lugar a que Eduardo Menem manifestase irónicamente su satisfacción con un kirchnerismo que lleva como candidato a presidente a un menemista de la primera hora.
El próximo domingo llegará la hora de la verdad. Los candidatos no despiertan pasiones arrebatadoras, pero no estoy del todo seguro de que sea saludable para una república con pretensiones democráticas la presencia invasiva de esos candidatos que electrizan a las multitudes. Dejemos, en todo caso, para la vida privada las pasiones volcánicas y propongamos para el espacio público los valores de la racionalidad, la sensatez y la decencia.