El derecho a la esperanza

Si alguien quisiera establecer una síntesis para dar cuenta de la personalidad política de Daniel Scioli, debería prestar atención al momento en que le propone a Macri un debate público. Moral kirchnerista que le llaman. Hasta la semana pasada el hombre consideraba que los debates se hacían con el pueblo en la calle -así lo expresó con palabras cálidas esa otra militante popular que se llama Karina Rabolini.

En realidad, lo que quisieron decir -ella y su marido- es que el candidato ganador no debate con los giles. Algo que practicó al pie de la letra su padre político, Carlos Menem, y que da cuenta de una típica tradición cultural populista: los líderes no se sientan al lado de nadie y mucho menos a debatir. ¿O alguien se lo imagina “al Néstor” o a la Señora debatiendo en igualdad de condiciones?

Bueno… algo pasó el domingo para que el señor Scioli le proponga a Macri, como primer acto de su campaña presidencial, un debate. De un día para el otro, el goleador de los campeonatos de fútbol organizados en La Ñata decidió confiar su destino político a su reconocida elocuencia discursiva. ¿Qué pensar? ¿Inesperada vocación democrática? ¿Fe ciega en las virtudes de la deliberación pública? ¿O el “compañero Lancha” devino en un inesperado Pericles, en un elocuente Demóstenes, en un arrebatado Luther King o, para no irnos tan lejos, en un apasionado Lisandro de la Torre?

Yo no me arriesgaría a continuar avanzando con hipótesis tan audaces. La respuesta al interrogante es mucho más sencilla y pedestre, como corresponde al personaje en cuestión. Scioli invita al debate por la sencillísima razón de que su instinto le señala que está a punto de perder las elecciones, y entonces el debate puede ser la tabla de salvación ante el inminente naufragio. Digamos que al muchacho lo traicionan sus prejuicios. No fue al debate porque creía que ganaban, y ahora solicita el debate porque cree o está seguro que pierde.

¿Simplista? Por supuesto, pero no caigamos en la pedantería pequeño burguesa de exigirle un razonamiento complejo al hombre que se jacta de contar con una sala de biblioteca en su casa, sala donde los libros brillan por su ausencia, pero sobran los aparatos de gimnasia. ¿Cómo Menem? Como Menem en Anillaco. El alumno en este caso iguala o supera al maestro que “se preparó toda su vida para ser presidente”.

Lo cierto es que con debate o sin debate la situación política del kirchnerismo es grave. El domingo ocurrió lo inesperado. Forster, el muchachito de Carta Abierta, hubiera dicho que se produjo una fisura en el escenario de lo cotidiano o que Macri o María Eugenia Vidal llegaron para enloquecer y apasionar a la historia. Yo trataré de prescindir de tantas efusiones retóricas y me limitaré a decir que el domingo, efectivamente, lo inesperado se puso a la altura de lo esperado.

En definitiva, ocurrió lo previsible. Un amplio sector de la sociedad está harto de la Señora, harto de su histrionismo, de sus zalamerías, de sus arrebatos de heroína de burdel, de sus mohínes de nena caprichosa, de su infinito cinismo, de su miserable codicia, de su abusiva ostentación de riqueza, de sus hábitos compulsivos al fraude ideológico y político, de sus insignificantes comportamientos de déspota y hasta de sus desharrapados pases de baile.

Puede que la gente haya votado en contra del Morsa, en contra del Chino Zannini, en contra de Boudou o en contra de un régimen que lo único que ha hecho bien fue corromper todo lo que tocaba. Pero básicamente votó en contra de Ella, votó para que se vaya de una buena vez, que se vaya a Río Gallegos, al Calafate o que se vaya a recorrer los pasillos de Tribunales donde la “abogada exitosa” debe unas cuantas respuestas a los funcionarios judiciales.

Un régimen agoniza después de doce años que la historia evaluará como un tiempo de humillación cotidiana, de exaltación de lo banal, de relajamiento moral y político, de embelesamiento por lo fútil, de ostentación obscena de riquezas y hábitos corruptos, de exhibición de tonterías colectivas, de degradación de conductas, valores e instituciones, de corrupción desenfrenada de ideales que alguna vez fueron grandes.

Y todo ello en nombre de la causa nacional y popular que coincide exactamente con los deseos, ambiciones y codicias de esa suerte de Corte de los Milagros que anida en Santa Cruz. Santa Cruz, un nombre sugestivo para una provincia demasiado cerca de la tempestad y el frío y cada vez más lejos de la primavera y la luz.

Barajar y dar de nuevo, dicen algunos analistas. Error. El domingo ya se barajó y se repartieron las cartas. Sólo queda jugarlas con resultados relativamente previsibles. La Argentina de la inteligencia, del trabajo y de la honradez se ha pronunciado, se ha puesto de pie. Contra todo pronóstico o pálpito, parece que a pesar de todo, esa Argentina sigue siendo mayoritaria, que los decentes son más que los corruptos, que los ciudadanos son más que los barras bravas, que los amigos de la ley son más que los amigos de lo ajeno.

La geografía del voto del domingo fue una lección de teoría política. El voto a Macri ganó en Capital Federal, Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Mendoza. En las grandes ciudades de la Argentina, el kirchnerismo fue derrotado. Por el contrario, la causa nacional y popular ganó principalmente en los feudos, aunque en algunos -pienso en La Rioja, Catamarca- lo hizo con bastante dificultad. ¿Dónde se impuso sin atenuantes?: En el régimen “paraguayo” de Formosa o en la amancebada provincia de Santiago del Estero. Sólo en esas soledades infinitas, soledades del cuerpo y del alma, el kirchnerismo se impone con sospechosas mayorías. Raro. Invocan grandes ideales, pero sus territorios preferidos son los avasallados por el despotismo, la miseria y las oligarquías políticas que los Kirchner representan tan bien en Santa Cruz, como en Formosa lo representan los Insfrán, en Santiago del Estero, los Zamora y en Tucumán, los Alperovich. Muchas palabras, mucha retórica para descubrir a la vuelta del camino que el Paraíso prometido está diseñado con los trazos sórdidos, farsescos e inclementes de los caciques políticos en sus versiones más salvajes.

Faltan tres domingos para las elecciones. Será un tiempo intenso donde presenciaremos lo peor y lo mejor de los argentinos. Abundarán las operaciones mafiosas, las habituales trapacerías de políticos fulleros que se resisten a perder sus fueros y privilegios. No voy a caer en el lugar común de afirmar que al final del camino nos aguarda la luz; por ahora me conformo con tratar de distinguir un resplandor, esa vaga y ambigua luminosidad que orienta pero no promete el Paraíso.

Ni Paraíso ni Tierra Prometida. No nos ha ido bien con esas quimeras vendidas por manosantas y tahúres. Me conformo con un gobierno normal, un gobierno apegado a la ley y preocupado por resolver con soluciones prácticas los actuales problemas de la gente; un gobierno integrado no por santos, pero sí por hombres y mujeres de bien; un gobierno que no se crea el dueño del poder sino un inquilino que periódicamente debe rendir cuentas de sus decisiones y sus actos.

No es mucho pedir, pero en la Argentina que vivimos me atrevería decir que es bastante. Si las exigencias son altas las decisiones políticas deben estar a esa altura. Punto final a la confrontación innecesaria; acuerdos políticos amplios alrededor de temas puntuales de posible realización: ordenar la economía, reparar las instituciones, respetar el federalismo, instalar el hábito del diálogo y el acuerdo, cumplir con el mandato bíblico de no robar, presentarnos al mundo como un país previsible y no como una satrapía aliada a cuanto despotismo criminal, delirante y corrupto ande dando vuelta por el planeta.

Los psiquiatras y los psicólogos lo saben: el retorno a la normalidad lleva su tiempo y reclama su propia terapia. En todos los casos, lo que importa es modificar los contextos que nos extraviaron en el delirio y afirmar una voluntad que nos aleje de la enfermedad y nos acerque a la salud. El 22 de noviembre es un paso, un paso importante, pero no tanto como el que la sociedad acaba de dar este domingo.

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