Alemania y Argentina, entre la admiración y la piedad.

La primera tentación que a uno lo domina cuando visita a un país extranjero es la de establecer comparaciones con la Argentina. Un escritor irlandés aconsejaba ceder sólo a las tentaciones que ofrecen las mujeres, pero otro escritor alemán exige a los periodistas desconfiar de los instintos. Oyendo ambas campanas dan ganas de hacerle caso al amigo de mi abuelo que insistía en que el sexo y el trabajo no son buenas compañías.

De todas maneras, bueno es saber que de carne somos y que por más que nos esforcemos, la tendencia a establecer comparaciones es irresistible, aunque más no sea para darnos cuenta de la distancia que hay entre un país desarrollado y una república del tercer mundo que alguna vez quiso estar en el primero y que ahora está peleando por no retroceder al cuarto.

La historia de Alemania en el siglo veinte es realmente conmovedora. Después de dos guerras en donde fue derrotada y humillada hasta el escarnio, después de convivir durante casi cincuenta años con el país dividido por un muro que delimitaba la frontera entre el capitalismo y el comunismo, después de abrirse a la inmigración con sus secuelas de choques culturales, religiosos y sociales, Alemania es hoy el soporte principal de la Unión Europea y una de las primeras potencias del mundo.

Semejante hazaña no puede ser explicada por el Plan Marshall o la capacidad económica de algunas empresas líderes. Una explicación medianamente realista exige reconocer los méritos de su población y muy en particular de su clase dirigente. Queda claro que sin un pueblo templado en los rigores de la adversidad, disciplinado en el trabajo y consciente de su rol en la historia, esta hazaña no hubiera sido posible.

Cuando uno se entera de las peripecias por las que tuvieron que pasar estos pueblos, no puede menos que admirar su capacidad de recuperación. Hoy un alemán de edad mediana es hijo, nieto o sobrino de una víctima o de un verdugo de la guerra fría o de la guerra caliente. Esos hombres y mujeres que hoy disfrutan de un nivel de vida superior al nuestro vienen precedidos de generaciones que murieron en los campos de batalla, padecieron en los campos de concentración o soportaron la pesadilla delirante del despotismo comunista.

No obstante ello, allí están, enteros, pujantes y hasta en condiciones de darse el lujo de ofrecer lecciones de democracia desde esa autoridad moral que otorga haber atravesado los infiernos más temidos del siglo veinte.

Al conocer tremendas historias a nosotros los argentinos no nos queda otra alternativa que agradecer nuestro destino criollo, entre otras cosas, porque nos privó de la posibilidad de vivir tantas atrocidades, aunque siempre quedará pendiente determinar si es verdad que los pueblos necesitan conocer lo que es hundirse en el barro para crecer en serio.

Sé que esta duda carece de respuesta adecuada y que no es «políticamente incorrecto» plantearla, entre otras cosas porque la pedagogía de «cuanto peor, mejor» es de dudosa eficacia, ya que así como a veces los pueblos aprenden de sus desgracias, no es menos cierto que en más de una ocasión no sobreviven para contarlo.

De todas maneras, Alemania no es un paraíso ni pretende serlo, tal vez porque pagó un alto precio por querer disfrutar de los privilegios de los «paraísos» en la Tierra. Simplemente es un país que se ha recuperado, crece, se propone resolver los problemas del presente y confía modestamente y sin bajar la guardia que en el futuro es posible vivir un poco mejor que en el pasado.

Sus problemas económicos no son pocos, y algunos de ellos son más graves que los nuestros, pero la diferencia con nosotros es que ellos son capaces de afrontarlos y definirlos a su favor. Ciertas cuestiones sociales y políticas son mucho más complejas que las nuestras, pero las conocen, saben de su existencia y no se engañan pensando que no existen o que es mejor mirar para otro lado.

La desocupación en Alemania del Oeste es del ocho por ciento, y en Alemania del Este supera el diecisiete por ciento, es decir, un porcentaje que en nada tiene que envidiar al nuestro.

La diferencia está planteada en el dato cierto de que una economía en crecimiento dispone de mejores chances para generar empleo y en la vigencia de instituciones capaces de asegurar que el crecimiento y la distribución estén relacionados de manera tal que uno no sacrifique al otro y también que las políticas sociales sean capaces de garantizar al desempleado un salario mínimo, habitación, alimentos y servicios educativos.

La corrupción existe y la tendencia a la impunidad es fuerte, pero no es lo mismo la corrupción en un país rico que en un país pobre, como tampoco son idénticos los mecanismos de control. Los políticos alemanes no son angelitos ni se proponen serlo, pero daría la impresión de que sus esfuerzos de capacitación son más serios.

A diferencia de nosotros, Alemania soporta el rebrote del nazismo, un problema que no se reduce a insignificantes minorías y que, además, resucita en la conciencia colectiva las peores pesadillas del pasado. En Alemania, como en Europa, todos temen cierto inconsciente colectivo germano que parece estar latente a pesar de los esfuerzos educativos desarrollados para erradicar añejos y nefastos mesianismos raciales y nacionales.

Sin ir más lejos, el jueves pasado el gobierno y la mayoría de los partidos convocaron a una concentración frente a la Puerta de Brandeburgo para recordar la caída del Muro de Berlín y repudiar la violencia y el racismo. A la convocatoria asistieron más de 100.000 personas, pero convengamos que si el gobierno en pleno debió ponerse al frente de un acto de esas características, es porque el neonazismo sigue siendo un problema serio.

En otro orden de cosas, importa decir que en Alemania la economía de mercado es una realidad, pero también lo es el Estado. La intervención del poder público se expresa en las políticas sociales, en el respaldo a las empresas y en la capacitación de los recursos humanos. Debates al estilo mercado versus Estado para un alemán sería incomprensible y ridículo, porque la historia les ha enseñado que esa relación debe estar planteada en términos de cooperación y no de confrontación.

Lo que ocurre es que, a diferencia de nosotros, la capacitación de los empleados estatales es excelente, los niveles de competitividad del Estado están garantizados, la recaudación de impuestos funciona en serio y sobre la base del principio de que quien más gana más paga, las industrias nacionales y la actividad rural están protegidas, cada una a su manera, y empresarios y Estado trabajan en conjunto para ganar nuevos mercados en el mundo.

Así como a nosotros nos llama la atención que Alemania haya podido recuperarse a pesar de los padecimientos sufridos, a ellos les resulta sorprendente que un país culto, rico, culturalmente integrado y sin grandes tragedias colectivas como la Argentina, esté postrado en un presente deplorable y un futuro incierto.

En un caso el asombro despierta admiración; en el otro genera piedad. Y son estos sentimientos -la admiración y la piedad- los que explican las diferencias entre unos y otros, aunque para no ser tan negativo uno debe reconocer que a diferencia de estos países viejos, la Argentina sigue disfrutando de las ventajas potenciales de su juventud, aunque sería deseable que las promesas se concretasen en hechos porque, como dijera una escritora argentina, la juventud es una enfermedad que dura poco.

 



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