La ciudad libre de Hamburgo

Frankfurt es una ciudad para hacer negocios; Berlín una ciudad para para investigar; Dresde, una ciudad para homenajear a la memoria; Lubeck, una ciudad para encantarse y recordar a Thomas Mann; Bonn, una ciudad para envidiar a los ricos y a su poder; Colonia, para ponderar su estilo y rendirle un homenaje a la nostalgia tanguera de los argentinos… pero Hamburgo es una ciudad para quedarse a vivir.

Con un millón setecientos mil habitantes y con un ingreso per cápita superior a la media alemana, la Ciudad Libre y Hanseática de Hamburgo (así la llaman con orgullo) es por sobre todas las cosas una ciudad encantadora con más de 2.200 puentes, con el lago Alster cuyos canales penetran hasta el centro de la ciudad; con «zonas rojas» como el barrio San Pauli y la calle Reeperbahn en donde hace más de cuarenta años se iniciaron los Beatles y en donde desde hace décadas marineros y prostitutas, turistas y rufianes conviven alegremente, y con una extensión de parques y plazas que, como dijera el arquitecto que los diseñó, deben estar distribuidos de tal manera que nadie pueda caminar más de diez minutos sin encontrar el espacio verde adecuado.

Amplias avenidas, árboles repartidos por todos lados y veredas anchas, la ciudad existe desde hace casi mil años y prácticamente desde sus orígenes reivindicó su caracter de ciudad-estado, comercial y burguesa al punto tal que en plena Edad Media sus empresarios, además de poner en funcionamiento la primera bolsa de valores de Europa, se dieron el lujo de obligar a los aristócratas a que les lustren los zapatos mientras preparaban la reforma religiosa, tramaban nuevos y rentables negocios y se organizaban políticamente como ciudad libre.

Hoy Hamburgo está gobernada por los socialdemócratas, pero daría la impresión de que gobierne quien gobierne lo importante pasa por la actividad empresaria, comercial y civil de una ciudad que dispone de un puerto de más de setenta kilómetros cuadrados, de una actividad empresaria relacionada con los medios de comunicación que emplea a más de cincuenta mil personas, además de ser la plaza financiera más importante de Alemania después de Frankfurt. Por si esto fuera poco, la excelencia de su universidad está en consonancia con la calidad de sus equipos de investigación, el desarrollo de la industria aeronáutica y los negocios relacionados con los seguros.

La ciudad de Mendelsshon, Mahler, Brahms y Lessing es también la ciudad del hijo de Bach -que no tenía el genio del padre pero se le parecía bastante- y del autor del «Mesías», Friedrich Kloppstock. Para los consumidores de comida chatarra bueno es informarle que la famosa «hamburguesa» es un invento norteamericano que no tiene nada que que ver con el nombre de la ciudad.

Hamburgo tiene su historia y ese pasado está presente como institución, como símbolo y como manifestación de poderío.

Conocer el Ayuntamiento permite aproximarse a la idea de que del poder y la grandeza tienen su clase dirigente. Salones imperiales, arañas de más de una tonelada con 250 bujías, todo está hecho con estilo y magnificencia, al punto tal que los entendidos aseguran que el edificio es superior en muchos aspectos al palacio de Buckingham.

Burguesa, liberal y progresista, Hamburgo reivindica su condición de ciudad libre o de ciudad-estado y sus dirigentes siguen creyendo que las cosas más importantes de Alemania no ocurren en Berlín, sino en Hamburgo. En la Argentina -salvo el caso reciente de la ciudad de Buenos Aires- no tenemos idea de lo que es el espíritu localista de una ciudad-estado con sus tradiciones añejas, su orgullo varias veces centenario y con una identidad regional que no reniega de la apertura al mundo y el desarrollo del comercio y las artes.

En Hamburgo los impuestos son altos y la recaudación excelente. Con los índices de crecimiento que exhibe, esas cifras no deben extrañar, como tampoco debería sorprender que la ciudad capitalista por excelencia mantenga vigente una de las legislaciones sociales más avanzadas del país.

Basta recorrer las calles de Hamburgo, observar la ausencia de villas miseria y la abundancia de sus casas señoriales, para darse cuenta de la calidad de vida de sus clases propietarias, pero también de la sociedad en general. Curiosamente, y en contraste con la cultura yanqui y cierto exhibicionismo tercermundista, los ricos de Alemania del norte se distinguen por su recato y discreción o por su afición a promover y financiar actividades artísticas, algo que evoca ciertos hábitos medievales pero que, a decir verdad, son algo más reconfortantes que las costumbres consumistas y cholulas de muchos de nuestros ricos americanos que se enorgullecen de su ignorancia.

Sin embargo, no todas son rosas en la vida de esta ciudad. También aquí ha llegado la peste del racismo, algunos índices de desocupación y las cotidianas tensiones con las federaciones vecinas pertenecientes hasta hace diez años a la Alemania comunista.

La historia de Hamburgo en muchos aspectos es trágica. Aun hoy los «hamburgueses» recuerdan el incendio de 1842 que quemó más del veinte por ciento de la ciudad y la peste de 1892 en la que murieron más de ocho mil personas. Curiosamente, el incendio y la peste vinieron del puerto, el lugar que más influyó para la prosperidad y el progreso de la región.

En este siglo las tragedias no fueron pocas. Después de la Primera Guerra, Hamburgo fue la víctima codiciada por el tratado de Versalles y por una decisión política de los ganadores le expropiaron todos los barcos del puerto. Con la llegada de Hitler al poder las desgracias se aceleraron. A los rigores de la dictadura nacional socialista -no faltaron los campos de concentración, el exterminio de los judíos y la militarización de la economía- se sumaron luego los bombardeos de los Aliados. En julio de 1943 la aviación aliada destruyó casi la mitad de la ciudad y en esas dos noches murieron más de cuarenta mil personas.

En menos de un siglo, Hamburgo tuvo que levantarse tres veces de las cenizas. Como una paradoja histórica, una de las ciudades más pacíficas y comerciales de Europa, fue al mismo tiempo la víctima preferida de las guerras. Habrá que incluir en el listado de tragedias la ocupación napoleónica entre 1806 y 1814, invasión realizada en nombre de los ideales de la revolución francesa, pero para poner en práctica los hábitos de rapiña que movilizaron a los invasores de todos los tiempos.

Y a pesar de estas tragedias, a pesar de la violencia, la muerte y la destrucción, los vecinos de esta ciudad no se dieron por vencidos y ante cada caída dispusieron del talento y la presencia de ánimo necesarios como para reorganizar la ciudad y hacerla más rica, más hospitalaria y más bella. «La destrucción de la guerra fue una tragedia -dice un arquitecto- pero esto permitió poner en funcionamiento un proyecto urbano en donde los espacios verdes ocupan casi el veinte por ciento de la ciudad».

íCuántas enseñanzas para los argentinos y para los santafesinos en particular nos dejan estos pueblos y sus clases dirigentes, templadas en el sufrimiento y las desgracias! íCuántas lecciones para aprender a la hora de organizar una ciudad para que sea justa, libre y rica!

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