Las cruces a orillas del Muro de Berlín

Las cruces se levantan entre el Reichstag y la Puerta de Brandeburgo. Son once en total. Los nombres están escritos con la fecha de su nacimiento y el momento de la muerte. Algunos murieron en 1962, otros en julio de 1989, casi un mes antes del derrumbe del Muro.

Todos fueron asesinados porque quisieron escapar del régimen comunista. Les dispararon a quemarropa y más de uno estuvo agonizando entre los alambres de púa durante horas. Los sicarios que organizaron la masacre los dejaron morir y el mayor gesto de humanidad que fueron capaces de expresar consistió, en algunos casos, en dispararles el tiro de gracia, casi siempre en la nuca, como suelen hacer los verdugos y cobardes de todos los tiempos.

Casi todos eran jóvenes, ni comunistas ni anticomunistas, simplemente personas que no estaban de acuerdo con vivir en un régimen opresivo. Ninguno de ellos conspiró contra el sistema, nadie asesinó a nadie ni realizó actividades terroristas; simplemente querían irse, escapar de ese infierno o de «ese manicomio hambreado» que fue el comunismo. Por ese pecado fueron asesinados como perros.

Los historiadores deberán meditar sobre la naturaleza de un régimen que en nombre de la liberación del hombre se rodeó de murallas para impedir que los presuntos beneficiarios se escapen. De más está decir que lo ocurrido en Alemania no fue la excepción: la misma política se aplicó en la Unión Soviética, en Checoslovaquia y en todos los países en donde sus habitantes pudieron «disfrutar» de los beneficios del comunismo. Lo mismo ocurre en Cuba, lo que no impide que los propagandistas de ayer sigan defendiendo la dictadura de hoy.

Volvamos a Berlín. Hasta el día de hoy las tumbas mantienen flores frescas colocadas por los familiares en homenaje a esas víctimas del comunismo. Alguna vez habrá que hablar con más rigor sobre la naturaleza de un régimen que se presentó como «la aurora de la humanidad» y al que no se le ocurrió nada mejor, para hacer conocer las delicias del «paraíso», que levantar un muro para que nadie renuncie a los beneficios de un sistema que se decía inspirado en el marxismo y que produjo una de las experiencias más sombrías de la humanidad.

Sin duda que un investigador puede encontrar diferencias apreciables entre la dictadura nacional-socialista de Hitler y la dictadura del proletariado de Ulbricht y Honecker. Pero tan importantes como las diferencias son las coincidencias entre los dos regímenes; coincidencias que las teorías social y política pueden registrar con precisión, pero que el hombre común encuentra en ese soberano desprecio que ambos tuvieron por la vida humana. Unos en nombre de la raza y otros invocando la superioridad de la clase, procedieron a oprimir y a asesinar a los pueblos a cambio de la promesa de un futuro paraíso.

Aquel día de 1961, cuando al señor Walter Ulbricht se le ocurrió levantar el muro, los alemanes supieron que las pesadillas vividas con Hitler aún no habían llegado a su fin. De un día para el otro los habitantes de la misma nación y la misma ciudad se vieron separados por un muro que no sólo expresó la división política del país, sino que impuso la división de familias y amigos.

Los conceptos políticos a veces no alcanzan a testimoniar el horror cotidiano de un pueblo que de pronto se entera que la ciudad se divide en dos de una vez y para siempre. No es fácil hacerse la idea de lo que significó para muchas personas que se hallaban paseando en el otro lado de la ciudad no poder regresar a sus hogares. Aún hoy hay testimonios de novios que quedaron separados para siempre o de parientes que dejaron de verse durante años.

Imaginemos que Santa Fe se divide a la altura del bulevar mediante un muro custodiado por guardias armados, cadenas de púas electrificadas y perros adiestrados en destrozar a dentelladas a los que intentan fugarse. Imaginemos que de un día para el otro los vecinos de barrio Candioti no pueden visitar a sus parientes o amigos del barrio Sur o barrio Roma; pensemos lo que le pasó a esa señora o ese señor que estaban paseando en la peatonal y cuando quisieron regresar a su barrio, Sargento Cabral, descubrieron que no lo podían hacer. Imaginemos lo que significa para una sociedad vivir semejante ruptura después de haber sufrido los horrores del nazismo y los bombardeos de los aliados.

Hoy, los asesinos, torturadores y delatores profesionales del régimen de la llamada República Democrática Alemana (mentían hasta en el nombre, porque no fue república sino dictadura; no fue democrática, sino despótica, y no fue alemana, porque los que mandaban eran los rusos) intentan rehuir la acción de la Justicia diciendo que cumplían órdenes.

Los que asesinaron sin piedad, los que levantaron campos de concentración y colonias psiquiátricas para castigar a los disidentes, los que delataron a sus mejores amigos y parientes y los que torturaron en los sótanos de la Stasi (policía secreta), hoy invocan los derechos humanos.

Como Videla o como Pinochet, Honecker y sus secuaces invocaron la obediencia debida, el principio de territorialidad, y se refugiaron en los mismos principios legales que nunca respetaron para huir de la Justicia. Como Videla o Pinochet, Honecker siguió creyendo hasta el día de su muerte que todo lo que se hizo estuvo bien, y que si algún error se cometió fue el de no haber sido más duro.

Mientras tanto los testimonios de las tumbas levantadas en las orillas del Muro siguen siendo el homenaje más elocuente a la memoria y la impugnación más concluyente a un régimen que, al igual que el nazi, prometió la felicidad universal y el paraíso en la Tierra, y que -igual que el nazi- la única lección que dejó para el futuro fue la de demostrar hasta dónde el delirio del poder puede llegar a envilecer a los hombres.

 


 

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