Los norteamericanos votan el 7 de noviembre para elegir un presidente entre dos candidatos con diferencias tan sutiles que los analistas políticos más sagaces no han logrado establecer cuáles son las particularidades que los distinguen. El popular periodista Bill Geider expresó, con su habitual ingenio, que «éstas son las elecciones más estúpidas desde hace muchos años, quizás desde siempre».
En estos últimos tramos de la campaña electoral, el demócrata Al Gore y el republicano George W. Bush dedicaron todos sus esfuerzos para ganar en los tradicionales debates televisivos. Para la ocasión se acordaron tres sesiones en donde los asesores se preocuparon por no dejar nada librado a la espontaneidad, al punto tal que hasta se reglamentó que la temperatura de los estudios no debía superar los 18 grados, ni una rayita más ni una rayita menos.
Las tres sesiones se celebraron en las ciudades de Boston, Winston-Salem y San Luis. Según las encuestas salieron empatados, con una leve diferencia a favor de Bush, quien se esmeró para presentarse como un norteamericano medio, representativo de la «América profunda» y diferenciado de los «burócratas de Washington», la imputación que recibe Al Gore por haber sido durante ocho años vicepresidente de Clinton.
El candidato demócrata se esforzó por mejorar su imagen, presentándose no como un intelectual sino como un buen padre de familia, capaz de ayudar a los hijos a hacer los deberes mientras les prepara panes de mantequilla. Para hacer más creíble su nuevo look, el comando electoral de Gore se trasladó a Tennessee, el estado de sus padres y abuelos.
Como dijera un columnista del New York Times, «pareciera que los candidatos se esfuerzan en presentarse ante el electorado demostrando que no son demasiado inteligentes». Ironías al margen, se sabe que Clinton admitió en una entrevista que para llegar a la presidencia tuvo que prepararse seriamente para ocultar o reducir a su mínima expresión su sólida formación intelectual en ciencias sociales.
El hecho de que el electorado defina sus opciones a partir de las entrevistas televisivas prueba que la culpa de demostrar quién es más patán no la tienen los candidatos, sino un electorado que termina definiendo su elección a partir de una sonrisa inoportuna, como fue el caso del debate de Nixon con Kennedy, o la mirada nerviosa al reloj que descalificó a Bush padre en su debate con Clinton, o el chiste de Reagan contra su rival Walter Mondale, o la ignorancia de Gerald Ford sobre lo que pasaba en Polonia cuando debatió con Carter.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los candidatos por correrse al centro y «robar» el electorado de su rival, si uno presta atención a los detalles observará que las tradicionales diferencias entre republicanos conservadores y demócratas progresistas existen, aunque tan disimuladas que en muchos casos los electores, en cuatro años de gobierno, ni siquiera llegan a percatarse de ellas.
En principio están las diferencias personales. Bush es hijo de un ex presidente y descendiente de otro, Frank Pierce. El talento de sus programadores de campaña ha sido el de presentar una biografía plagada de mediocridades y fracasos como el arquetipo del ciudadano medio.
Bush fue un estudiante mediocre, un empresario quebrado, un pésimo marido y un consentido nene de mamá. Su nivel cultural es deplorable, al punto tal que llegó a confundir a los talibanes con un grupo de rock. Sin embargo, ninguna de esas «virtudes» menoscaba un perfil que hoy invoca la defensa de la tradición y la familia, la libre empresa, la mano dura contra los delincuentes y la rebaja de los impuestos.
Al Gore exhibe la típica imagen de lo que se conoce como «el pensamiento políticamente correcto». Todo en él es moderación, virtud y eficiencia. Estudiante modelo, marido perfecto, al punto tal que fue un crítico severo de las picarías sexuales de Clinton, y funcionario correcto.
Tan brillante es su prontuario que el hombre se está esforzando para romper esa imagen de perfección que el norteamericano medio rechaza. Por lo pronto ha modificado su vestuario de trajes clásicos de colores severos por otro más popular e informal. Ha distendido su sonrisa; se esfuerza por mostrar que, además de buen marido, es un hombre capaz de besar en la boca en público a su amada esposa y hasta se dio el lujo de otorgarle un lugar prominente en la campaña a su hija Karenna, que no se cansa de decir que su padre no es más que un honrado y cariñoso granjero de Tennessee.
Ambos candidatos se las han ingeniado para ser aceptados por sus electorados y los principales dirigentes de sus partidos. La tradicional derecha republicana, con Buchanan a la cabeza, lo apoya, como también la comunidad protestante. Hace tres meses Bush visitó la Universidad de Bob Jones, ubicada en Carolina del Sur, un centro del integrismo protestante que sigue considerando que la Iglesia católica es la encarnación de Satanás. Haber dado semejante paso demuestra hasta dónde siguen siendo importantes entre los conservadores algunas cuestiones de la «América profunda».
La semana pasada, el presidente de la Asociación Americana del Rifle, el actor Charlton Heston, otorgó su apoyo a Bush en un acto celebrado en Pennsilvania, en donde, además de defender el derecho de los americanos a armarse y reiterar sus conocidos ataques a judíos, rojos y latinos, concluyó diciendo que «ganaremos nuestra libertad con balas».
Al Gore, por su lado, logró el apoyo del clan Kennedy en pleno, del pastor Jesse Jackson -un religioso que sigue reivindicando a Martín Luther King y Nelson Mandela- y los principales actores e intelectuales «progres» de Nueva York.
De todas maneras, los dos principales caballitos de batalla de su campaña han sido los de reivindicar la gestión de Clinton, cuya popularidad parece crecer a medida que concluye su mandato, y la designación del judío Joseph Lieberman como compañero de fórmula, un gesto político que en ese momento le otorgó una ventaja de más de seis puntos en las encuestas.
Tan interesantes como las diferencias de perfiles son los esfuerzos de los candidatos por robarle consignas o electores a su rival. Los republicanos han terminado de aceptar a regañadientes el aborto y han abierto el juego hacia las comunidades negras y latinas, permitiéndose incluso el atrevimiento de autorizar que en la convención republicana haga uso de la palabra el senador republicano Jim Kolbe, un homosexual asumido.
Al respecto, Bush no se ha cansado de hablar a favor de los mexicanos, y en el acto de cierre subió al estrado su primo, George P. Bush, hijo del gobernador de Florida, cuya esposa es mexicana. Algunos dinosaurios de la derecha republicana rezongaron por estas inadmisibles concesiones, pero a dos semanas de las elecciones están todos más preocupados por ganar votos que por defender principios anacrónicos.
Tan importantes como las diferencias son los acuerdos de los candidatos. El rol imperial de Estados Unidos es una cuestión que está fuera de discusión, aunque los demócratas defiendan más la participación del país apoyando los valores americanos en el mundo y los republicanos digan que Estados Unidos sólo deben intervenir cuando están en juego sus intereses estratégicos.
Otros de los temas en donde los acuerdos son absolutos es en relación con Cuba. Ambos están a favor de continuar con el bloqueo y compiten en seducir a la poderosa comunidad cubana de Florida. Con respecto a la pena de muerte, las coincidencias son casi totales, aunque en algún momento Al Gore criticó la cifra de ejecutados en la cárcel de Huntsville, en Texas.
Para concluir, digamos que con los matices del caso, y en un contexto en donde predominan más las semejanzas que las diferencias, es necesario observar que en materia económica los candidatos registran leves diferencias. En principio, los demócratas defienden el rol del Estado en materia social, mientras que los republicanos creen en la libre empresa y consideran que las cuestiones sociales deben ser encaradas por las asociaciones benéficas.
Los demócratas suelen ser más rigurosos en materia impositiva, mientras que los republicanos no se cansan de reivindicar la reducción de los impuestos. El populismo de los demócratas, dirigido hacia negros, latinos y minorías, se equilibra con el populismo de los republicanos tratando de expresar los prejuicios del americano medio, conservador, protestante y blanco.
El 7 de noviembre se develará la incógnita en una elección que los analistas consideran que es la más reñida que se conoce desde los tiempos en que compitieron John Kennedy y Richard Nixon. De todas maneras, gane quien gane, queda claro que en lo fundamental la política interna y exterior de los americanos seguirá siendo la misma, entre otras cosas porque desde hace años también aprendieron que más importante que la defensa de las ideas es la defensa de los intereses.