Medio Oriente: otra vez la guerra

El chico se aplastó temblando contra el cuerpo del padre y exclamó: «Por Dios.. protégeme, papá». A su alrededor silbaban las balas; el padre hizo señas desesperadas para que dejasen de tirar, pero al segundo siguiente su hijo estaba muerto: tres balas de fusil automático se encargaron de realizar la humanitaria faena. Unos instantes antes los mismos fusiles asesinaban a un médico de la Cruz Roja que intentaba rescatar al chico de ese infierno.

El chico tenía 12 años; se llamaba Muhamadd El Dirah, era palestino, y como todos los chicos de doce años del mundo, era inocente. Ahora está muerto y su sacrificio vuelve a poner en el banquillo de los acusados a la guerra con sus horrores y su deliberada crueldad.

Los hechos ocurrieron en la ciudad de Netzarim, ubicada en la explosiva Franja de Gaza. Las imágenes recorrieron todo el mundo y hasta el impasible Clinton debió admitir que las escenas le «partieron el corazón». Por su parte, el ejército de Israel tuvo que admitir que las balas salieron de sus filas.

A diferencia de los militares argentinos, el general que estuvo al frente del procedimiento se hizo cargo de lo ocurrido, pidió disculpas y prometió que el Estado se iba a ocupar de indemnizar a los familiares, aunque no se privó de decir que «cuando en la esquina de mi casa hay tiros, yo no salgo con mi hijo a mirar las estrellas».

El reproche se refiere a la actitud de los palestinos de movilizar a los adolescentes en las manifestaciones conocidas como intifada (agitación), una estrategia cuyas imágenes fueron conocidas por el mundo entero cuando en diciembre de 1987 un camión de guerra israelí atropelló a una multitud de arabes y mató a cuatro personas. A partir de allí comenzaron las protestas, cuyas expresiones más difundidas mostraban a grupos de adolescentes enfrentando con piedras a los militares judíos.

Esta cuarta intifada se origina a partir de la visita del general Ariel Sharon a la Explanada de la Mezquitas, un territorio ubicado al este de Jerusalén que los palestinos reivindican como propio, ya que allí se levantan las mezquitas de Al Aqsa y La Roca, sitios que los musulmanes consideran sagrados y que, junto con La Meca y Medina, constituyen para ellos los lugares de celebración religiosa más importantes.

Ariel Sharon ingresando a esa zona es tan chocante y repulsivo como Hitler paseando un fin de semana por el Muro de los Lamentos. Sharon es un militar conocido por sus posiciones de extrema derecha y sus campañas de exterminio contra los palestinos. El mencionado militar es el responsable de la matanza de Shabrá y Chatila -dos asentamientos palestinos que se levantaban en las inmediaciones de Beirut-, una masacre ocurrida en 1982 en donde el número de víctimas superó las 2.500 personas, incluidos niños, ancianos y mujeres.

Sharon se ha manifestado públicamente en contra de los acuerdos de paz y en estos momentos aspira a liderar el Likud, el partido de la derecha israelí que expresa el pensamiento de los sectores reacios y opuestos a cualquier tipo de negociación con los palestinos. Su decisión de visitar la Explanada de las Mezquitas no fue un gesto espontáneo sino un acto deliberado de provocación.

Los principales líderes de Occidente, cuya solidaridad con Israel está fuera de discusión, condenaron y repudiaron esta provocación insensata, propia de un militar carnicero que sólo se siente satisfecho cuando corre la sangre a su alrededor.

Alguna vez habrá que reflexionar sobre lo que ha ocurrido en el corazón de ciertos militares judíos, cuya dureza y desprecio por la vida hacen recordar a Himmler o Goering. León Rozitchner, opinando sobre este tema, sostenía la hipótesis de que ciertos judíos internalizaron la violencia y el odio de los nazis. Como toda interpretación psicoanalítica, ésta también merece discutirse, pero lo que está fuera de discusión es la asombrosa crueldad de quienes por tradición deberían respetar la vida más que nadie.

A partir de la excursión de Sharon, la respuesta de los palestinos fue inmediata y la bronca se extendió a todas las poblaciones de Cisjordania y la Franja de Gaza. Para alarma de los judíos, las movilizaciones también fueron importantes en las ciudades de Israel, en donde viven más de un millón de palestinos.

Como consecuencia de lo sucedido, hasta el momento el número de muertos supera las setenta personas y los heridos ascienden a 1.500. Como una prueba elocuente de cómo se expresa la relación de fuerzas, de los setenta y tres muertos, setenta son palestinos, 21 de ellos niños menores de doce años.

Un alto porcentaje de los palestinos residentes en Israel son la mano barata de un orden económico que funciona con probada eficiencia. Si bien los palestinos-israelíes disfrutan de derechos políticos y hasta se encuentran organizados en partidos con representación parlamentaria, su situación económica es la de los oprimidos, con lo que al sometimiento nacional se le suma la explotación económica.

La economía de Israel es veinte veces superior a la de Palestina y las diferencias de ingresos de unos y otros también son abismales: mientras los judíos disfrutan de 16.000 dólares anuales, los palestinos apenas llegan a los 1.600. Las causas de estas diferencias son complejas, pero existen y explican en parte las relaciones entre unos y otros.

Es de desear que las negociaciones abiertas en París entre los principales actores de este drama permitan llegar a un acuerdo que pare la violencia. No es ninguna novedad decir que Medio Oriente es un polvorín y que una vez que se prende fuego a una mecha nadie sabe hasta dónde pueden extenderse las explosiones.

Desde hace cincuenta años, lo más fácil, lo que espontáneamente se expresa con más naturalidad, es la guerra. El odio entre musulmanes y judíos es un dato firme de la realidad, y a medida que la violencia se extiende los resentimientos se multiplican geométricamente.

Al mismo tiempo, medio siglo de guerra ha demostrado que nadie está en condiciones de imponerse al otro. Ni los árabes han podido cumplir con su consigna de echar a los judíos al mar (como dijo Gamal Abdel Nasser, el mítico líder árabe de cuya muerte se cumplen treinta años en estos días), ni los sectores fanáticos de Israel han logrado eliminar a los palestinos.

La paz, por lo tanto, es la única salida humanitaria, civilizada e impuesta hasta por la inevitable relación de fuerzas entre las partes. Conspiran contra ella los integristas de ambos bandos.

Cada vez que un atentado terrorista de Hamas o la Jihad vuela por los aires un colectivo con escolares judíos se alienta la respuesta brutal de la otra parte.

En un contexto de guerra, de odios crecientes y resentimientos mutuos, la solución militar es la que está más a mano y es la que suelen reclamar en ciertos momentos las mayorías de un lado y del otro. Queda claro que con semejantes condiciones lo más incómodo y difícil es trabajar en favor de la paz, cuando todo parece indicar que la única salida es la guerra.

Sin embargo no son pocos los sectores que cada vez están más convencidos de que por el camino de la muerte no hay salida posible. Todos los datos de la realidad parecen oponerse a esta solución: diferencias económicas, disputas religiosas insuperables, terrorismo político y odios renovados dan cuenta de una coyuntura cuyas apariencias estimulan a la guerra.

Las mismas causas que parecen justificar la solución militar son las que, miradas desde otra perspectiva, trabajan en favor de la paz. Ni los árabes ni los judíos tiene destino en una región transformada en un polvorín. Crecer y educarse en un clima de guerra, esperando el ataque frontal o sigiloso del enemigo, destroza los nervios y arruina la vida.

Contemplar el espectáculo de niños inocentes víctimas de atentados terroristas o de las balas de militares sedientos de sangre es una experiencia atroz y salvaje. La paz, por lo tanto, es la única salida digna. Como lo dijera un anónimo comerciante árabe refiriéndose a los recientes acontecimientos: «La paz es como una estatua de cristal. Si se la tira contra el piso ya nunca más volverá a ser la misma; pero así y todo es necesario recoger los pedazos desparramados para construir algo que, sin llegar a ser el original, se le parezca lo más posible».



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