Un hombre llamado Montesinos

Parecía una escena del realismo mágico o un western protagonizado por John Wayne: el presidente de Perú, Alberto Fujimori -riguroso traje oscuro, la corbata algo floja y el gesto entre asombrado y colérico-, rodeado de militares y fotógrafos, caminando agitado por las calles del exclusivo barrio limeño de Chaclacayo buscando a Vladimiro Montesinos, al que prometió capturar vivo o muerto.

Por supuesto que el ex jefe del SIN no apareció por ningún lado, y el presidente de la Nación debió admitir que después de recorrer varios batallones y de participar en el allanamiento de un número indeterminado de residencias no había podido dar con quien fuera su hombre de confianza durante diez años.

Los entendidos aseguran que esta vez Fujimori sumó a sus vicios y defectos la condición de ridículo, una virtud de la que, como dijera un conocido líder argentino, nunca se regresa. En estos días los programas de humor peruanos se hacen el picnic con este presidente transformado en una especie de curioso jinete justiciero.

Siempre quedará pendiente la duda sobre las reales intenciones del mandatario peruano, entre otras cosas porque existe la sospecha firme de que el regreso de Montesinos a Perú contó con su complicidad. Pero, simulada o no, la imagen del presidente rodeado de militares expresó con rigurosa fidelidad la naturaleza de un régimen político cuyo principal sostén siguen siendo unas Fuerzas Armadas corruptas y farsantes.

Como para confirmar las hipótesis más audaces, el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, general José Villanueva Ruesta, no oculta su amistad con Montesinos y su deseo de protegerlo, entre otras cosas porque, además de viejos favores, existen algunas inversiones que ambos tienen interés en disfrutar.

Como un ejemplo elocuente sobre quién manda en Perú, el martes a primera hora Fujimori ordenó la detención de los coroneles Roberto Huamán y Jesús Salvador Zamudio, y de los capitanes Mario Ruiz y Wilbert Ramos. Los militares fueron conducidos a la Casa de Gobierno y el propio Fujimori empezó a interrogarlos para saber sobre el paradero de Montesinos. A la hora llegó una orden de Ruesta exigiendo la libertad de sus camaradas de armas. Esa misma noche los cuatro oficiales participaban de una fiesta organizada en el Círculo Militar de Lima.

Como es de público conocimiento, Montesinos llegó a Perú el lunes. El embajador peruano en Panamá, Alfredo Ross, se ocupó de contratar el avión y el general Ruesta garantizó el aterrizaje en el aeropuerto de Pisco. ¿Fujimori es cómplice o hay una profunda división en el poder? Puede que la verdad esté a mitad de camino.

La llegada de Montesinos a Perú fue un escándalo. La coalición de partidos opositores exigió el retiro de Fujimori, y el vicepresidente de la Nación, Francisco Tudela, presentó la renuncia. En el orden externo, la OEA y el Departamento de Estado norteamericano le manifestaron a Fujimori que en esas condiciones la situación del país es insostenible.

Mientras el presidente salía personalmente a la caza de su ex colaborador con los resultados conocidos, éste hacía declaraciones en la emisora Radio Programas. En un inusual e imperdible diálogo con los periodistas, Montesinos se esforzaba en presentarse como un hombre de bien, un pacifista opuesto a la pena de muerte y un funcionario celoso de su deber que durante diez años veló por los intereses de la patria trabajando veinte horas por día.

Para que nada faltase al culebrón, contó a los periodistas que impidió que el jefe de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, fuese fusilado por Fujimori, y hasta los cronistas más insensibles quedaron al borde de las lágrimas cuando anunció que volvía a Perú porque en Panamá los narcotraficantes y los terroristas querían matarlo. Cuando le preguntaron qué planes tenía para el futuro, respondió, con su mejor cara de ángel, que pensaba reabrir su estudio jurídico porque «de algo tengo que vivir».

Según los informes del diario opositor República, el modesto abogado tiene depositados en Panamá unos doscientos millones de dólares. Fue esta suma la que convenció a la presidenta Mireya Moscoso de los beneficios que representaba otorgarle el asilo, del mismo modo que veinte años antes fue beneficioso para todos concederle la residencia al sha de Persia, previo el pago -claro está- de unos ocho millones de dólares.

No hay pruebas de que los narcotraficantes hayan querido atentar contra su vida en Panamá. Si así hubiese sido, la tarea no les hubiera resultado cómoda, ya que Montesinos ingresó a este país rodeado de un pequeño ejército de guardaespaldas, a pesar de que la presidenta Moscoso le había advertido que solamente podían acompañarlo dos agentes de seguridad.

Pero no son los presuntos interesados en asesinar a Montesinos los que deben dar respuesta sobre crímenes inexistentes. Quien debe responder ante la Justicia por asesinatos, torturas, negociados con conocidos narcotraficantes, contrabando de armas y apropiación de bienes de empresarios opositores, es Montesinos.

Por lo pronto debe responder sobre la muerte de nueve estudiantes y un profesor en la Universidad de la Cantuta, episodio ocurrido en julio de 1992. También debe aclarar cuál fue su participación en la llamada «matanza de Benito Alto» en noviembre de 1991, ocasión en la que fue asesinado un niño de nueve años y quince personas más. Por su parte, los organismos de derechos humanos lo acusan de haber participado en el episodio que involucró a las agentes de seguridad Mariela Barreto y Leonor La Rosa, la primera muerta y la otra tetrapléjica como consecuencia de las torturas que recibieron en las instalaciones del SIN.

Por último, sigue abierta la causa iniciada debido a las confesiones del conocido narcotraficante Demetrio Peñaherrero (alias El Vaticano), quien confesó que para poder trabajar en lo suyo, durante años debió pagarle a Montesinos la suma de cincuenta mil dólares mensuales.

Bueno es saber que problemas con la Justicia, Montesinos tuvo desde siempre, o por lo menos desde su juventud como militar, cuando terminó exonerado de las Fuerzas Armadas, acusado de corrupto y traidor a la patria. Haber sido dado de baja no impidió que años después Fujimori lo convocara para dirigir los tristemente célebres Servicios de Inteligencia Nacionales.

A partir de ese momento Montesinos se convirtió en el hombre fuerte del régimen, para más de uno en el poder real detrás del trono, y para muchos en una suerte de Rasputín o López Rega a cargo de lo negocios y faenas sucias del gobierno.

En diez años acumuló poder, dineros y lealtades. Inteligente e inescrupuloso, transformó al SIN en una versión bananera de lo que Hoover hizo en su momento con el FBI. Por sus oficinas pasaban vida y milagro de los peruanos, además de presos, secuestrados y conocidos delincuentes convocados a pagar el consabido peaje.

Montesinos fue el creador del dispositivo de poder que unió en un solo haz las Fuerzas Armadas con el poder político. El argumento que facilitó esta operación fue la lucha contra Sendero Luminoso y el MRTA.

Las llamadas condiciones de excepcionalidad que supuestamente exigían las acciones antisubversivas fueron una excelente coartada para transformar a los servicios de inteligencia y a las propias Fuerzas Armadas en asociaciones ilícitas.

Es verdad que no todos los militares hoy están comprometidos con Montesinos, pero no es menos cierto que los principales jefes son sus cómplices y parientes. No hace falta ser discípulo de Sherlock Holmes para aceptar que si en la actualidad Montesinos puede regresar a Perú, burlarse de toda la clase política y hasta de los organismos internacionales, es porque las Fuerzas Armadas lo protegen.

No seríamos justos con la realidad si redujésemos el rol de Fujimori al de un grotesco títere de los militares. El actual presidente ha demostrado en todos estos años su habilidad y su talento para maniobrar con el poder y para identificarse con el sentido común más chato de la sociedad.

Mientras la alianza con los militares pudo articularse con la alianza social entre sectores populares y clases altas interesadas en los buenos negocios con el régimen, el esquema de poder funcionó. Los problemas empezaron cuando concluyó la lucha antisubversiva y decayó la actividad económica. Fue entonces cuando quedó en la superficie, con su rostro sórdido y venal, la estructura de poder armada por Montesinos.

En efecto, el desencanto económico con el régimen coincidió con la mayor actividad delictiva del SIN. Comenzaron a estallar los escándalos hasta concluir en ese día de septiembre en que por las pantallas de la televisión todos los peruanos vieron cómo Vladimiro Montesinos le entregaba a un diputado tránsfuga, Alberto Kouri, la suma de quince mil dólares para que vote el proyecto del presidente.

Fue la gota que rebasó el vaso. El escándalo movilizó a la oposición y fracturó las relaciones entre Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Tal como se presentan los acontecimientos, es muy difícil hacer predicciones, pero todo hace suponer que tarde o temprano Montesinos y Fujimori serán derrotados y que, para abril del año que viene, o tal vez antes, los peruanos puedan elegir un nuevo presidente.

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