Me gusta estar sentado a la mesa de un bar mirando la calle, leyendo el diario o contemplando las láminas de algún libro. Me gusta caminar a la caída de la tarde por alguna calle solitaria, descubriendo esquinas, casas, árboles… el murmullo de la gente. Me gusta pasar horas en mi biblioteca rodeado por la compañía silenciosa y grave de los libros, el misterio de una hoja en blanco y el rumor suave de la música.
Me gusta la soledad; me siento cómodo y libre en el silencio. No soy un lobo estepario o un ogro, creo ser sociable, disfruto de la compañía de la gente, me entretienen algunas conversaciones, leo todos los días el diario, soy lo que se dice una persona informada, pero los años me han enseñado a disfrutar de la soledad y he aprendido que la soledad es un don o una gracia.
Hubo un tiempo en que esta afirmación me hubiese provocado risa o incredulidad. Yo también era de los que creían que la soledad era el peor de los castigos que le estaba reservado a un hombre. Una sorprendente alianza entre cierta literatura liviana, las letras de algunos tangos y la sociedad de consumo transformó a la soledad en el infierno tan temido.
A veces es importante ponerse de acuerdo con el significado de las palabras, porque ellas pueden llegar a significar varias cosas. La soledad que nace de un espíritu libre, reflexivo, no tiene nada que ver con esa soledad que se confunde con lo que los existencialistas llaman la muerte en el alma.
La soledad que me interesa está hecha con la madera de los sueños, los recuerdos, la memoria, la sensibilidad y la inteligencia. El hombre que me interesa es el que sabe hablar consigo mismo; la suya es una soledad que nace de la lucidez no de la angustia o, lo que es peor del aburrimiento. La soledad de la que hablo es la que rescata Atahualpa Yupanqui en esos personajes «cargados de silencio y sabiduría» o dueños de «una alta soledad».
Nadie más solo y más perdido que el hombre en medio de la multitud; nadie más solo que el individuo transformado en masa y vociferando consignas en un acto político o en una cancha de fútbol; nadie más solo que el farsante, el superficial, el individuo que por prejuicio, cobardía intelectual o ignorancia se mantiene fiel a su destino de oveja; nadie más sólo y banal que «el exitoso».
Vivimos en una sociedad que nos estimula a no estar solos. La publicidad se orienta hacia la diversión, el pasatismo. Se come para no estar solo, se baila para no estar solo, se hace el amor para no estar solo, se lee para no estar solo, se viaja para no estar solo, se corre detrás de la fama y la riqueza para no estar solo.
En el camino se pierde lo más valioso. La cumbia villera reemplaza a la música, los libros de autoayuda a la oración laica o religiosa, los best sellers a la buena literatura, las llamadas «relaciones públicas» a la amistad, los gritos a la charla intimista y los lugares comunes a la búsqueda de lo nuevo.
La verdadera soledad está relacionada con la meditación, la capacidad de introspección y el esfuerzo por indagar en uno mismo hasta las últimas consecuencias. Es cierto que la soledad puede ser para algunos desdicha, una sensación dolorosa de hundirse en el silencio o una incapacidad para ligarse con el destino de la humanidad: pero hay otra soledad que es exactamente lo opuesto, una soledad que conecta profundamente con el rumor inagotable de la vida.
Dietrich Bonhoeffer fue un pastor y teólogo alemán que reflexionó sobre estos temas. Advertido en 1933 sobre la naturaleza de la dictadura de Hitler, pudo haberse exiliado en Estados Unidos, pero prefirió quedarse en Alemania para testimoniar con el ejemplo. En 1943 fue detenido y en abril de 1945 lo fusilaron. Tenía 39 años.
Poco tiempo antes de su muerte, escribió sobre lo que estamos hablando. Decía entonces: «La cualidad humana es el mayor enemigo de toda clase de masificación. Esto significa la renuncia a la caza de la posición, la ruptura de todo culto a la personalidad, la mirada libre hacia arriba y hacia abajo, la alegría de una vida oculta y el valor para la vida pública. En la vida cotidiana, ello significa el retorno desde el periódico y la radio al libro; de la prisa al ocio y al silencio; de la distracción a la concentración, de la sensación a la meditación, del ideal del virtuosismo al arte; del esnobismo a la modestia, de la desmesura a la mesura…». De eso se trata; ni más ni menos.