La última lección de Pinochet

A los 85 años un hombre puede decidir si quiere ingresar en la historia como un héroe o como un canalla. Augusto Pinochet Ugarte optó por esta segunda posibilidad demostrando una secreta coherencia con un pasado en donde siempre fue el mismo por más que en el escenario posase de hombre decidido y valiente.

Interrogado por el juez Juan Guzmán Tapia sobre la llamada «Caravana de la muerte» el ex dictador, el célebre «Tata» de la ultraderecha chilena, el temido hombre fuerte que se burlaba del dolor de los familiares de los presos y desaparecidos, prefirió responsabilizar a sus subordinados por lo ocurrido mientras sus abogados se esforzaban por demostrar que padece de «demencia senil moderada» por lo que no estaría en condiciones de ser juzgado.

Los pinochetistas denuncian que Guzmán Tapia es un obsesivo y un fanático que se ensaña contra un anciano inofensivo. Conviene saber al respecto, que Guzmán Tapia siempre se identificó con la derecha chilena, sus relaciones familiares lo conectan con las Fuerzas Armadas y en la Justicia es conocido como el juez que presentó un recurso para que se prohíba en Santiago, la proyección de la película de Scorsesse, «La última tentación de Cristo».

Guzmán Tapia no es de izquierda y ni siquiera de centro. Lo que ocurre es que, más allá de sus posiciones ideológicas, el hombre cree en ese conjunto de valores que nos dice que la tortura, el crimen y el sufrimiento deliberado es cosa de canallas y asesinos y que así deben ser juzgados. El juez que hoy interroga a Pinochet pertenece a la clase de personas que tienen la certeza de que ninguna ideología o creencia puede justificar la muerte.

Mala memoria

Recordemos que el propio Pinochet fue el que dijo en sus tiempos de esplendor que en Chile no se movía una piedra sin su conocimiento. Pues bien, si le vamos a creer a sus actuales declaraciones parece que desde 1973 en adelante los militares chilenos secuestraban y asesinaban a mansalva y el único que no conocía lo que estaba sucediendo era el señor Pinochet.

Después de semejantes declaraciones, el general retirado Joaquín Lagos Osorio denunció en el principal programa televisivo de Chile que las órdenes de la «caravana de la muerte» las daba Pinochet. Tengamos presente que el 16 de octubre de 1973 salió de Santiago una patrulla militar conocida como «la caravana de la muerte» con la misión de «acelerar los juicios» de los presos detenidos en las localidades de La Serena, Calama, Copiapó, Antofagasta y Cauquenes.

Los miembros de la caravana sólo debían rendir cuentas de sus actos a la Junta Militar cuya titularidad ejercía -casualmente- el general Pinochet. Como consecuencia de tan delicada labor civilizadora fueron asesinados setenta y cinco personas.

Según Lagos, a los presos les sacaban los ojos con los cuchillos, les quebraban las mandíbulas y las piernas, les disparaban en los órganos genitales y luego los dejaban morir sin siquiera darle el tiro de gracia. Esto no lo dice un militante del Partido Comunista o un activista de Amnesty International, sino un general de conocidas ideas derechistas que simplemente no estuvo dispuesto a transformarse en una bestia carnicera y ahora no acepta que Pinochet lo responsabilice por la comisión de crímenes de lesa humanidad.

La «caravana» estuvo dirigida por el general Sergio Arellano Stark y contó con la participación de los coroneles Sergio Arredondo y Marcelo Moren, el mayor Armando Fernández Larios y el brigadier Pedro Espinosa. En la actualidad, Espinosa y Fernández están implicados en el asesinato de Orlando Letelier, el ministro de Relaciones exteriores de Allende ejecutado en setiembre de 1976 en Washington por un comando de la DINA, la policía secreta del régimen a cargo del hombre de confianza de Pinochet, el general Manuel Contreras. Por supuesto, Pinochet asegura que en estos episodios, él no tuvo nada que ver.

Proceso de descomposición

El capitán Marcelo Moren dirigió personalmente las torturas a los presos de Villa Grimaldi. Al cabecilla de la columna, Arellano Stark, se lo premió por los patrióticos servicios prestados ascendiéndolo en 1974 a jefe de la Segunda División con sede en Santiago, el máximo galardón de la carrera militar. El caballero luego pasó a retiro con todos los honores.

La actitud de Pinochet de hacerse el distraído y acusar a sus subordinados parece ser una costumbre bastante extendida entre los militares partidarios de su metodología. Hace dos meses Arredondo y Stark se acusaron mutuamente de las peores cosas. El espectáculo de estos dos oficiales señalándose con el dedo, expresa con claridad meridiana los niveles de descomposición moral de quienes en algún momento fueron señores de vidas y haciendas.

Por lo tanto, la actitud de Pinochet de entregar a sus subordinados no es novedosa y ni siquiera agrega algo nuevo a su biografía. Cuando el ejército chileno estaba dirigido por el general Carlos Prats, Pinochet llamaba la atención por sus actitudes serviles y obsecuentes con su superior. La conducta de sirviente se hacía extensiva a su esposa, Lucía Hiriart, quien se ofrecía todos los días a barrer la vereda de la casa de quienes, un año más tarde, ordenarían asesinar en Buenos Aires. Como se sabe, el 30 de setiembre de 1974 una bomba explotó en el auto de los Prats matando al general legalista y a su esposa, Sofía Cuthbert.

Crimen e indignidad

La historia brinda numerosos ejemplos de asesinos y numerosos ejemplos de cobardes, pero esta combinación de crimen y bajeza moral que manifiesta la banda pinochetista con su jefe a la cabeza no se ve con tanta frecuencia. Se puede ser de derecha o de izquierda, autoritario o democrático, creyente o agnóstico, pero ninguna posición ideológica incluye necesariamente conductas canallas. Incluso, como dato histórico, puede aceptarse la muerte como razón de estado o como estrategia de poder, a condición, claro está, de que quienes recurran a esos medios se hagan cargo de lo que hicieron.

Pareciera que una constante de los dictadores de toda laya es la de rehuir su responsabilidad y no afrontar loas consecuencias de sus propios actos. Llama la atención, indigna y subleva que los mismos que mataron sin piedad, que se ensañaron sobre los cuerpos vencidos, que no ahorraron sufrimientos a sus víctimas hoy se dediquen a delatarse entre ellos, conducta que ni siquiera aceptan los vulgares delincuentes porque, hasta en el ambiente del hampa, ciertos códigos que tienen que ver con el coraje y la hombría, se respetan.

A esta altura de los acontecimientos importa poco que Pinochet vaya a la cárcel. Ningún castigo recuperará las vidas perdidas y el daño hecho, pero el espectáculo de ver a los poderosos de ayer incriminarse mutuamente, balbucear mentiras lastimosas y reclamar a la sociedad una piedad que jamás tuvieron para que no los sancionen, es la lección más importante e incluso el homenaje más digno a los muertos y desaparecidos.

Estos ancianos temblorosos, gimoteantes y acobardados son los asesinos de ayer. Es probable que siempre hayan sido los mismos, pero ahora podemos contemplar sus verdaderos rostros. Pudieron haber cerrado su experiencia con un mínimo de altivez y coraje; optaron por lo contrario.

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