Las virtudes de la alternancia

Se vota por la continuidad o por el cambio. Ésta será la alternativa que se nos presentará el 25 de octubre. Hay matices, por supuesto, pero no muchos. Toda elección si es democrática despierta expectativas, esperanzas, también incertidumbres y aprensiones. Las elecciones son una oportunidad y un riesgo, y toda elección en un Estado de derecho mantiene siempre abierta la posibilidad de la alternancia, sin la cual la democracia como tal perdería sentido.

Conviene reflexionar acerca de este principio. Conviene tenerlo presente, entre otras cosas porque en la Argentina la alternancia fue uno de los principios menos practicado. Basta recordar que el primer acto de alternancia en el siglo pasado ocurrió cuando en 1916 el conservador Victorino de la Plaza le entregó el poder al radical Hipólito Yrigoyen. Pues bien, fue necesario que transcurrieran 73 años para que el radical Raúl Alfonsín le entregara los atributos del poder al peronista Carlos Menem.

O sea que entre 1916 y 1989 los traspasos de poder se dieron entre dirigentes del mismo partido o entre caudillos militares y políticos civiles. Si alguien quisiera evaluar históricamente las debilidades de nuestra democracia, debería prestar atención a este síntoma elocuente de lo que fue el irregular y a veces escabroso itinerario de nuestra vida republicana.

Después de Alfonsín-Menem, hubo un solo acto de alternancia, cuando De la Rúa recibió los atributos del poder por parte de Menem. Luego hubo continuismo, con el agravante de sumar el linaje familiar. Es que doce años de ejercicio del poder compartido por el marido y la esposa se parecen más a una monarquía que a una democracia, por más que los mandatarios hayan sido legitimados por comicios que, en más de un aspecto, recuerdan a los llamados gobiernos electores, maniobra practicada por los conservadores y actualizada con singular eficacia por el populismo del siglo XXI.

Valgan estas consideraciones para plantear que una de las posibilidades abiertas para los próximos comicios es la de hacer realidad el principio de alternancia. Para que esto sea posible hay que evaluar si están presentes las condiciones de alternancia: libertades civiles y políticas, pluralismo, partidos políticos fuertes y poderes acotados temporalmente.

Un ligero repaso sobre estas exigencias nos revela que las condiciones existen pero muy debilitadas, situación que reclama un acto de voluntad política colectiva para construir una cultura de la alternancia que décadas de hegemonía populista han erosionado seriamente.

Por lo pronto, en la Argentina se ha «naturalizado» la idea de que el poder se ejerce «desde ahora y para siempre». El caudillo, el conductor, la jefa sustituyen al presidente republicano. «Estoy provisoriamente en la Casa Blanca -escribió Lincoln-. Soy el testimonio vivo de que cualquiera de los hijos de ustedes pueden aspirar a llegar a ese sitio, como el hijo de mi padre lo ha hecho».

Dos principios expresados con la elocuencia de uno de los grandes políticos de la historia: el principio de igualdad -cualquiera puede llegar a ser presidente- y el principio de la periodización del poder -la noción de que el presidente es un inquilino, no un propietario del poder-. Observemos a nuestro alrededor y podremos apreciar la desoladora distancia que hay entre los valores de Lincoln y la desaforada e insaciable sed de poder de los actuales mandatarios.

La alternancia como principio es antagónica a la noción del caudillo y del relato de corte fascistizante: el movimiento nacional. Pero para hacerla posible, hace falta una sociedad persuadida de los beneficios de la libertad y capaz de resistir los cantos de sirena de la demagogia populista.

El 25 de octubre se decide algo más que la elección de un presidente. Se trata de cambiar caras, pero también prácticas de poder. Necesitamos un presidente que no se sienta un Dios, sino un ciudadano; necesitamos un presidente que reconozca en los dirigentes de los otros partidos a sus pares (Scioli nunca fue tan populista como cuando se negó a asistir al debate público; es que para los caudillos populistas no hay pares, solo hay subordinados o enemigos). Necesitamos un orden político que legitime al ganador para el ejercicio del gobierno y al perdedor para el ejercicio de la oposición; un orden político que privilegie al ciudadano y no se aproveche de las necesidades y las carencias de los pobres.

No se trata de ser trágicos, pero hay motivos para suponer que estamos en un punto de inflexión donde lo que está en juego es el principio fundante de la libertad. No es sencillo y mucho menos cómodo resistir la liturgia populista con sus cursilerías de folletín, su sensiblería ramplona, sus mezquinas y solapadas artimañas y esa persistente y empecinada capacidad para degradar instituciones, personas y esperanzas. No es sencillo, pero hay que hacerlo.S

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