Acerca de la paz

Nos gustaba conversar con él porque nos contaba historias de la guerra. No me acuerdo su nombre ni su oficio, pero sí recuerdo que era viejo. Al bar iba una o dos veces por semana. LLegaba solo y se iba solo. No sabíamos dónde vivía ni de qué vivía, pero siempre se pagaba su café y fumaba sus propios cigarrillos.

Su ropa era modesta pero limpia. Le fastidiaba la ostentación y siempre decía que para informarse prefería el diario a la televisión y el libro a la radio. Es probable que haya sido anarquista o algo parecido. No le gustaba hablar mucho, pero tenía un exquisito sentido del humor.

No sé qué habrá sido de él. Dejó de venir al bar y nunca más lo vimos. Es probable que se haya muerto o que se haya ido a vivir a otro lado. Al principio debo admitir que extrañamos sus charlas que nos hablaban de un mundo y de un tiempo que nosotros sólo conocíamos por la literatura o el cine. Después nos fuimos acostumbrando a su ausencia, pero yo sigo recordando a ese viejo que me hizo descubrir que el mundo no empezaba y terminaba en un barrio.

Recuerdo que aquella tarde el tema de la charla era la paz. Todos sabíamos de lo que estábamos hablando, pero nadie lograba expresarlo con certeza, algo que ocurre con toda palabra cuyo significado parece obvio, pero a la hora de definirla empiezan las dificultades.

En toda mesa de bar se habla de más y lo que tiene de bueno es que nadie tiene por qué disculparse por haber dicho algo que no era justo. Cada uno de nosotros dijo de la paz lo que mejor le parecía. Para uno, la paz era la del corazón, para otro la de un orden social justo, para un tercero una imposición del poder. Él nos escuchó durante un rato, y cuando nos cansamos de hablar todos lo miramos porque sabíamos que algo nos iba a decir.

Me acuerdo que señaló un reloj que estaba colgado en la pared y dijo que su amigo empezó a llegar al parque con un reloj parecido en la mano. «Se quedaba callado y nos miraba; nosotros creíamos que el estruendo de las bombas lo habían dejado medio loco. Hablaba poco y se ayudaba con señales. Nos decía que miremos la hora y nosotros para seguirle la corriente le decíamos que el reloj estaba roto. Pero él insistía en que recordemos que el reloj se había parado a las dos de la mañana.

«Le seguimos la corriente porque nos daba pena verlo así, joven pero con la cara arrugada, los ojos secos, los labios plegados y las manos aferradas al reloj. Después nos dijo: ustedes creerán que estoy loco, pero yo les digo que el reloj se paró a las dos de la mañana… Y se quedaba callado… Uno de nosotros le preguntó qué significaba que el reloj se hubiese detenido a esa hora… Entonces el hombrecito se sonrió por primera vez y nos dijo que durante años él llegaba a su casa a esa hora, entraba por la puerta de la cocina tratando de no hacer ruido, pero al rato su madre aparecía y lo único que le decía era la hora: `Son las dos de la mañana’, eso era todo… Su madre levantándose a las dos de la mañana para servirle la comida y después el beso de despedida. Todas las noches era lo mismo y toda la ceremonia se realizaba a las dos de la mañana.

«Después volvió a hacer silencio y uno de nosotros le preguntó si el reloj que tenía en la mano tenía algo que ver con la historia. Entonces fue que dijo: `claro que tiene que ver, ustedes mismos lo están viendo, el reloj marca las dos de la mañana, se paró justo a esa hora… a la hora en que empezaron a caer las bombas’.

» ¿Se salvó alguien?, preguntó uno del grupo. No le respondió a nadie; hablaba pero miraba al reloj: No, salvarse no se salvó nadie… murieron todos… incluso mi madre… lo único que quedó de mi casa es este reloj… pero lo extraordinario es que se paró a la hora en que mi madre me esperaba para verme comer y darme un beso en la frente».

Nos dimos cuanta de que la historia había terminado porque el viejo dejó unas monedas en la mesa y se fue sin decir una palabra. Uno de los que estaba con nosotros dijo que él no había entendido nada. Yo quise explicarle, pero preferí hacer silencio.

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