El placer de las caminatas

Parece que cada vez disponemos de menos tiempo para el paseo compartido o las largas caminatas por la ciudad. Las exigencias del trabajo, los apremios de todos los días, las urgencias de un mundo que no da tregua dejan cada vez menos lugar para esos largos paseos solitarios o conversados, esos prolongados vagabundeos por una ciudad que encierra miles de secretos.

Ahora ya no se camina, se hace aerobismo; no se conversa, se habla rápido; no reflexionamos, nos distraemos. Sin embargo no hace falta ser jubilado o estar disfrutando de las vacaciones para recuperar para nosotros mismos aquellos hábitos que practicaban nuestros mayores y que, por un motivo o por otro, fuimos dejando de lado.

Aprendí el hábito de las largas caminatas al lado de un tío porteño que todos los días, después de almorzar y cenar salía a caminar sin rumbo por la ciudad de Buenos Aires. Habitualmente lo hacía solo, pero cuando yo estaba de visita le gustaba que lo acompañase. Lo poco que conozco de Buenos Aires lo conozco por esas caminatas.

Mi tío no hablaba mucho, pero con pocas palabras me ayudaba a descubrir la ciudad. A su lado todo podía ser motivo de asombro: las hojas de un árbol, la luz de una esquina a la caída de la tarde, un hombre sentado a la mesa de un bar, el frente de una casa, un balcón a la calle, el rostro angustiado de una mujer que ha pasado a nuestro lado, un auto que dobla en la esquina y se pierde para siempre.

Después aprendí a disfrutar de las caminatas solitarias; me fui habituando a los paseos azarosos, a los recorridos laberínticos, a las exploraciones urbanas. Fui aprendiendo a mirar a la ciudad con mis propios ojos y a poner en orden los pensamientos. Desde entonces jamás he salido a caminar con la radio o con algo parecido. No necesito ni de la compañía de la música ni de las noticias para caminar y estar conmigo mismo.

A Jorge Luis Borges le encantaba caminar por Buenos Aires. Después perdió la vista, pero no el gusto por las caminatas. Otro gran caminador fue Roberto Arlt. Según sus palabras, las mejores aguafuertes nacieron de esa caminatas por una ciudad poblada de hombres infelices y solitarios.

Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar, le decía a su discípulo que la verdadera libertad se la disfruta caminando. Un día le propuso una caminata desde París hasta Roma. Dicen los biógrafos que la hicieron pero, más allá de exageraciones, lo cierto es que Bolívar aprendió de política, literatura, historia, filosofía y ciencias caminando al lado de su querido y extravagante maestro.

Otro gran paseandero fue Herman Hesse. Algunas de sus páginas más deliciosas se refieren a sus exploraciones. Hesse era un caminante rural. Le encantaba hacer largas excursiones acompañado por dos o tres libros, una flauta y algo así como una mochila.

Walter Benjamin construyó su estética caminando por París, Viena, Moscú y Berlín. Comprender el pasado a través del presente, descubrir las claves ocultas de la gran ciudad, escudriñar su verdadero rostro, fue uno de sus objetivos intelectuales.

Lo que sucede que la caminata es algo más que un ejercicio para adelgazar. El paseo por la ciudad es al mismo tiempo un descubrimiento y una manera de encontrarse con uno mismo. Se lo puede hacer como una rutina, pero mis recuerdos más encantadores provienen de aquellas noches o de ciertas madrugadas en las que salía a caminar por una ciudad dormida con un libro bajo el brazo, la compañía de los cigarrillos y cuando ya me estaba cansando fatalmente aparecía un viejo bar en donde me refugiaba con un café y la lectura de Melville o Proust.

A Carlos Gardel no le gustaba caminar, pero lo hacía porque sus asesores de imagen se lo ordenaban. Sin embargo, hay una anécdota que demuestra que todo vagabundeo por la ciudad permite entrever el resplandor fugaz de un instante mágico.

Cuenta Edmund Guibourg que una noche caminaban por un barrio céntrico de Londres. Eran como las dos de la mañana, había mucha niebla y en las esquinas no faltaban los típicos policías. De pronto, vieron aparecer delante de sus ojos a un carro cargado de verduras tirado por un caballo viejo. Fue apenas un instante, tan breve y sorpresivo que los dos se pararon y se quedaron en silencio. Después Edmundo le preguntó a Gardel: ¿Viste lo que yo vi?; y él le respondió: Es el Abasto… pero entre nubes…

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