Julio de Caro, el maestro

Con Carlos Gardel comparte el privilegio de integrar el máximo cuadro de honor del tango. La casualidad de haber nacido el mismo día, 11 de diciembre, y de haber creado las líneas decisivas del canto y la música fue lo que permitió que Ben Molar lograra en 1977 que se los reconociera como los padres fundadores en un acto público celebrado en el Luna Park, la última vez que De Caro se presentó en un escenario porque habría de fallecer tres años después, en marzo de 1980, en Mar del Plata, como para retribuir el homenaje que en su momento le hiciera Astor Piazzolla que lo honró dedicándole una de sus singulares creaciones: “Decarísimo”.

Con Gardel no sólo compartieron la pasión por el tango, sino también la afición por los caballos de carrera, otra pasión que además de hacerles perder sumas importantes de dinero, los inspiró para interpretar y componer. En realidad con Gardel se conocieron siendo muy jóvenes. Diez años mayor, Gardel ya era un cantor conocido cuando De Caro acababa de dejar los pantalones cortos. Sin embargo, cuando en una ocasión se acercó a saludarlo, Gardel con su mejor sonrisa le dijo: “Cómo no te voy a conocer, si vos sos el pibe que tocaba el violín con Arolas”.

De Caro se inició en el tango de la mano de Eduardo Arolas y Roberto Firpo. No era un mal inicio para un jovencito educado en el conservatorio y que por esos azares del destino en lugar de dedicarse a la música clásica, como aspiraba su padre, se decidió por el tango. La leyenda cuenta que cuando el propio Arolas se presentó en su casa para convencer al padre sobre las virtudes del hijo, el buen señor se limitó a escucharlo y decirle a continuación que el futuro de su hijo era la medicina y no el tango. Por esas diferencias, Julio se peleará con el padre y se irá de la casa, algo que por motivos parecidos ya había hecho su hermano mayor, Francisco, pianista y autor de ese notable tango que se llama “Flores negras”.

Como todos los creadores, De Caro puede decir con justicia que llegó a la fama montado sobre los hombros de gigantes. La relación con Arolas y Firpo se enriqueció luego trabajando con Osvaldo Fresedo, Enrique Delfino, Ricardo Luis Brignolo -el autor de “Chiqué”- y el pianista José María Rizzuti. Este curso de honores se perfeccionó con Juan Carlos Cobián, al que de alguna manera heredará cuando el maestro decida irse a Estados Unidos detrás de una de sus habituales aventuras amorosas.

En 1923 De Caro ya está en su plenitud creativa. Se sabe que las grandes transformaciones estéticas tienen lugar cuando se dan condiciones sociales y culturales muy precisas. Para mediados de los años 20 el tango hacía rato que había dejado de ser la música y el baile de las orillas. La conquista de las clases altas y las flamantes clases medias empezaba a realizarse y De Caro fue la expresión musical -junto con Fresedo- de ese proceso que habrá de introducir al tango en los grandes salones de la sociedad porteña.

Horacio Salas califica a su orquesta -y a la de Fresedo- como el tango de los años alvearistas. La intencionalidad ideológica de la calificación coincide con un tiempo histórico en el que la Argentina vive uno de sus períodos de mayor esplendor, el canto de cisne -si se quiere- del modelo primario exportador. En ese contexto, el refinamiento de la música coincide con el refinamiento del vestuario y los modales. Los músicos de De Caro se presentan en los clubes y hoteles más distinguidos de la ciudad vestidos de smoking, cuello palomita e impecable camisa blanca de pechera dura.

Los tangos “decareanos” mantienen un origen de arrabal con patios y malvones, callejones de barro y terraplenes bañados por la luz de la luna, ventanas con rejas y esquinas con farolitos vacilantes, pero sus acordes y su melodía se han estilizado con elegantes recursos armónicos y melódicos. No es casualidad entonces que sea el conde Chicoff el que les proponga una temporada en el “Vogue’s Club” . O que los contraten para los distinguidos tés danzantes del “Palais de Glace” y luego el “Ciro”s Club”.

El sexteto en esos años ganará prestigio con sus actuaciones en los salones del Richmond de Florida y el Tigre Hotel. Será convocado para agasajar al Príncipe de Gales, y como para que ningún detalle falte a la década, una de las grandes creaciones de De Caro, “Guardia vieja”, estará dedicada a Marcelo T. de Alvear.

A las temporadas en Buenos Aires le suceden luego las giras internacionales. En Río de Janeiro actuarán en el “Copacabana Palace Hotel” y en París, las gestiones del ministro de Alver, el brillante Tomas Le Bretón, les permitirá actuar en la Sorbona y en el palacio de Rotschild. En ese recorrido por el Viejo Mundo contarán con el aval de Gardel que en Niza los presentará acompañado por un señor que dice llamarse Charles Chaplin. También en esos años intervendrán en la película dirigida por Manuel Romero, “Luces de Buenos Aires”.

La gira del sexteto por la Costa Azul fue un éxito de público y de taquilla. Cuando hoy los observadores se preguntan por qué el tango gusta tanto en Europa, deberían recordar que desde hace por lo menos setenta años esta música merece el reconocimiento del exigente público europeo. Por supuesto que los honores fueron acompañados de buenos ingresos y reconocimientos de primer nivel. La orquesta de De Caro en los años treinta es una de las primeras en actuar en el Teatro Colón. Sus tangos “Boedo” “Buen amigo”, “Tierra querida” y “Mala junta”, ya para entonces han adquirido la condición de clásicos.

Es para esos años que su padre decide “perdonar” al hijo con el que no se habla desde hace veinte años. De Caro cuenta cuando en uno de los homenajes que le hacen en el Teatro Opera ve, casi cuando está por iniciarse la función, que un hombre mayor entra a la sala y con mucha discreción ocupa una de las butacas de las últimas filas. Ese hombre mayor es su padre quien se retira de la sala unos minutos antes de que termine la función.

El célebre sexteto estuvo integrado por él, sus hermanos Francisco en el piano y Emilio en el violín, Pedro Maffia y Luis Petrucelli en el bandoneón y Leopoldo Thompson en el contrabajo. El grupo debutó en el Café Colón de Avenida de Mayo y Bernardo de Yrigoyen. Con los años algunos de los integrantes se retiraron, pero las incorporaciones estuvieron a la altura de los iniciadores. Es el caso de Pedro Laurenz, por ejemplo, considerado uno de los grandes bandoneonistas de la historia del tango.

De Caro logró que el tango se enriqueciera con los aportes de la música clásica sin dejar de ser él mismo. Su aporte artístico consistirá en transformar al tango en un género musical de alta calidad que habrá de ser la guía y la referencia para los directores de orquesta que vendrán en el futuro. Pugliese, Troilo -que se inició con De Caro- Di Sarli y la mayoría de los maestros de la década del cuarenta, se considerarán discípulos de la llamada escuela decareana o “Guardia nueva”. Con De Caro los cantores todavía no tienen el protagonismo que tendrán en el futuro, pero no obstante ello, en la década del treinta contará con los aportes vocales de Edmundo Rivero y ese misterioso personaje que fue Antonio Rodríguez Lesende.

A De Caro le sucedió lo que le suele ocurrir a ciertos creadores que luego de una trayectoria de décadas descubren, tal vez con algo de desazón, que su mejor momento, su período de máxima inspiración creativa estuvo en los primeros años. Lo que hizo luego fue digno por las intenciones, pero ya no fue lo mismo. El fuego sagrado de la creación estuvo en los inicios, después hubo experimentaciones con resultados diversos, pero la creación, la novedad, la ruptura, fue la de los años veinte.

Muy bien podría decirse que fue el músico que percibe con más claridad que el destino del tango no será tanto el baile o el canto, sino la música. Su estilo se distingue por dividir y acentuar el fraseo permitiendo que cada nota brille con su particular tonalidad. El contrapunto y la intercalación de los solos; el acompañamiento armonizado del piano destinado a marcar rítmicamente los acordes básicos de la composición; los fraseos y variaciones del bandoneón, los célebres contracantos del violín urdiendo melodías en contraste con el tema central, son las claves de la prodigiosa sinfonía decareana. A ello se suma el mítico violín corneta del maestro, un obsequió de la firma grabadora para aumentar el volumen -el de tres Guarneris dicen los entendidos- un recurso que le habrá de dar a la orquesta un sonido singular; un recurso que ya había empleado Pacho Maglio, pero que De Caro le extrae todas las posibilidades; un recurso tan singular como fue la trompeta campana de Dizzy Gillespie o la insólita guitarra cuadrada de Bo Diddley.

 

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