La felicidad

Oscurece. No hay mucha gente en el bar. Con mi amigo O. y mi amiga S. nos encontramos de casualidad y ahora estamos tomando un café y hablando de las cosas que nos interesan.

No sé por qué la palabra «felicidad» se instaló en la mesa. Lo que yo digo es que de la «felicidad» sabemos poco, salvo que figura en todos los idiomas y que está presente en todos los poemas y oraciones escritos desde los tiempos de los sumerios hasta la actualidad.

O. explica que el primer paso consiste en delimitar los alcances de la palabra, eliminando todo aquello que esté de más. La felicidad -agrega- es una iluminación, un estado de ánimo, una revelación, una sensación de plenitud, pero vivida individualmente… No hay felicidad colectiva, la felicidad colectiva es un recurso de los demagogos; la felicidad, si existe, es individual y, como toda pasión verdadera, se la disfruta o se la pierde individualmente.

Lo escucho a O. y pienso que tampoco a la felicidad hay que ubicarla en algún lugar del futuro. No tenemos noticia sobre la supuesta felicidad que nos espera en el más allá, y por lo que ha pasado en el siglo XX, tampoco es conveniente creer que la felicidad está ubicada en algún lugar del futuro.

Mi amiga S. nos escucha. Dice que comparte lo que decimos, pero no puede evitar hacernos la pregunta decisiva: ¿qué es la felicidad?

-Como muchas cosas en la vida, sabemos que existe, pero no estamos en condiciones de probarlo exclusivamente con palabras- le respondo.

O. sostiene que no hay felicidad sin desdicha, como no hay tristeza sin alegría o amor sin odio o vida sin muerte.

-¿Y con eso adónde querés llegar?- le pregunta S.

-A que la felicidad forma parte de la condición humana, pero hay que saber que es breve y que hay que merecerla.

Como estoy con amigos sé que no voy a pasar de pedante si cito de memoria una frase de Jorge Luis Borges: «Es verosímil que la felicidad exista a modo de esperanza o nostalgia. A veces, al doblar una esquina o al cruzar una calle, me ha llegado, no sé de dónde, una racha de felicidad y la he recibido con humildad y agradecimiento».

-Como Gardel, Borges canta cada día mejor- sentencia O.

-¿Hay personas que pueden ser felices sin merecerlo?- pregunta S.

O. le responde con su mejor tono didáctico: -La felicidad no se compara con la justicia social, ni es un premio que Dios o algo parecido les otorga a los mortales.

-Creo que Kant era quien decía que Dios no juega a los dados con el universo -recuerdo-, por lo que habría que preguntarse si Dios no interviene para repartir pequeñas cuotas de felicidad entre los que se la merezcan.

O. agrega que no podemos hablar de lo que no conocemos, pero si decíamos que la felicidad es una pasión estrictamente individual, a nosotros poco nos importa que el vecino sea feliz sin merecerlo…

-Yo quiero ser feliz -dice S. entrecerrando los ojos- pero creo que la felicidad debe compartirse.

O. recuerda que para los creyentes la verdadera felicidad consiste en amar a Dios y servirlo.

-Yo creo que todos esos sentimientos son muy nobles, pero poco y nada nos dicen de la felicidad, digo. Yo entiendo a la felicidad como algo que se vive en la intimidad; también creo, como muchos creyentes, que quienes somos capaces de despojarnos de cosas innecesarias estamos más preparados para encontrar en el trajín de los días pequeñas cuotas de felicidad.

O. me escucha y hace silencio, pero S. persiste en defender su visión colectivista: -No puedo ser feliz en un mundo desgraciado- repite. Yo le contesto diciéndole que lo sorprendente de la felicidad es que está presente a pesar de todo, a pesar del hambre, la miseria, la pobreza y la dureza del corazón.

-¿Pero entonces, qué es?- repite S.

-Podés llamarla un estado de plenitud, yo preferiría relacionarla con la serenidad, la paz y la mesura. No creo que un hincha de fútbol sea feliz por más que haya ganado su equipo; creo que eso es otra cosa, pero que poco y nada tiene que ver con la felicidad.

-¿Y a la felicidad, con qué la relacionarías?

-Con la poesía, con el arte, con la música; como ella es inasible, leve, alada, a veces con el amor, pero a veces con la soledad… o con este poemita de Quasimodo: «Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra/ traspasado por un rayo de sol/ y de súbito oscurece…».

-Tal vez dentro de unos meses o años recordemos esta charla y alguno de nosotros descubra que en aquel momento éramos felices sin saberlo- dice O.

-Es probable- respondo, y la miro a S., que se ha quedado callada con la vista perdida en las sombras de la calle.

Lucio N. MirandaCorreo electrónico: lmiranda@litoral.com.ar

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