¿Por qué ser solidarios?

Con la palabra «solidaridad» pasa lo mismo que con las palabras «libertad» o «justicia»; sabemos lo que quiere decir hasta el momento en que tenemos que definirla. Vamos a los ejemplos: se inunda la ciudad y sabemos que debemos estar al lado de los que sufren y de los que han perdido todo. El nuestro pareciera ser un gesto espontáneo y, además, se manifiesta como un gesto espontáneo: alguien reclama mi ayuda y yo se la doy sin especulaciones o sin reclamar nada a cambio.

Tal vez después me arrepienta de haber actuado con tanta generosidad o desprendimiento, pero colocado de vuelta en la misma situación volvería a hacer lo mismo, pero si luego me piden que exprese en pocas y precisas palabras qué es lo que me ha llevado a actuar de esa manera, me veo en serios problemas para elaborar definiciones.

Digo que soy solidario porque Dios nos hizo a todos hermanos, y enseguida encuentro muy buenas razones para pensar que por más esfuerzos que haga no me siento hermano de todos los hombres. Me digo que soy solidario porque la mejor manera de realizarme es entregarme a los otros; el concepto me parece lindo, pero tampoco me conforma, porque por más esfuerzos que haga no logro borrar mi «yo» y, por otro lado, sospecho que no es bueno que una persona pague el precio de dejar de construir su individualidad en nombre de la entrega a los otros.

Leo a mis buenos amigos del liberalismo y ellos me dicen que la verdadera solidaridad sólo la desarrollan los individuos libres, es decir, las personas que han cultivado su «yo» y no quienes viven esclavos del consumo y de los lugares comunes, incluso ese particular lugar común del pensamiento políticamente correcto que nos dice que hay que ser solidarios porque queda bien decir que se es solidario.

Y sin embargo, autores muy prestigiados aseguran que la solidaridad es necesaria, porque no es posible un hombre libre en una sociedad de esclavos o que mi libertad no termina donde empieza la libertad del otro, sino que debe continuar con la libertad del otro.

Raymond Aron hablaba de un «egoísmo razonable». Sostenía que no todos podemos ser como Mahatma Gandhi o la madre Teresa de Calcuta, pero eso no nos autoriza a desentendernos de ciertos compromisos sociales. Para Aron una sociedad equilibrada estaría conformada por hombres que cuidan lo suyo, pero en circunstancias normales estarían dispuestos a ayudar al prójimo, aunque no de manera incondicional.

A nadie le gusta el realismo de Aron, pero si somos honestos con nosotros mismos, aceptaremos que es el que más se adapta a nuestra defectuosa realidad, pero también en este caso queda sin respuesta la pregunta acerca de los motivos profundos que nos llevan a ayudar a otro.

Convengamos, en principio, que la verdadera solidaridad es la que se practica con los desconocidos. Ser solidario con nuestro hijo o nuestro íntimo amigo es bueno, pero hasta el personaje más siniestro podría llegar a ser calificado de solidario porque ayuda a su hijo o le da agua a su canario.

Un religioso sostendría que él es solidario porque ve en su hermano el rostro de Dios; un agnóstico diría que lo hace porque así se lo enseñaron, porque considera que es mejor ser solidario que egoísta y porque en coincidencia con el creyente, también sería capaz de sentir culpas infinitas por no haber actuado como se lo dictaba su conciencia moral.

En todos los casos, lo que se distingue es que la solidaridad está muy lejos de ser un gesto espontáneo y, por lo general, es una virtud practicada por gente con capacidad para interrogarse y reflexionar sobre ellos mismos y su lugar en el mundo.

Esa persona es por lo general alguien que dispone de tiempo libre y recursos intelectuales como para reflexionar sobre estos temas e interrogarse. Creyentes o no, estos solidarios quieren actuar moralmente y no les da la mismo una cosa que otra.

¿Son solidarios para salvarse ellos o para salvar a los otros? No hay una respuesta concluyente a este interrogante; basta con saber que el solidario no ha nacido solidario, se ha hecho solidario, porque la verdadera solidaridad es hija de la educación. No es casualidad que los gestos más solidarios provengan de las clases medias, como tampoco es azaroso que el egoísmo más salvaje y rapaz crece vigoroso -en todos lados, pero masivamente- entre los marginales y los miserables, porque la miseria no sólo los despoja de la mínima riqueza material, sino también de su capacidad para ser solidarios.

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