Un hombre y una mujer

La relación del hombre con la mujer siempre ha sido difícil, complicada, cargada de recelos y prejuicios. La responsabilidad es de ambos, pero los hombres debemos admitir que nosotros somos un poco más culpables. Por miedo, por vanidad, por soberbia, es decir, por machismo, los hombres desconfiamos de las mujeres; tal vez les tengamos algo de miedo y, para defendernos, no se nos ocurre nada mejor que practicar el desprecio o suponer que el sexo es lo único importante que se puede obtener de ellas.

Lo más triste de esta concepción no es que sea injusta, sino que como hombres nos deshumaniza y nos empobrece afectivamente. Se puede vivir sin mujeres o puede uno relacionarse con ellas a través de la exclusiva posesión; pero si somos inteligentes, vamos a descubrir que gracias a nuestras represiones o nuestros recelos nos hemos dedicado a consumir lo más liviano y nos hemos perdido de vivir lo que realmente importa.

No soy un moralista rígido ni creo que el sexo sea pecado. Por el contrario, discuto siempre con quienes suponen que el sexo sólo sirve para la reproducción o que el placer sexual es una falta que merece el peor de los castigos. Pero en este caso estoy hablando de las relaciones profundas entre el hombre y la mujer, resistiéndome a creer que la relación genital sea la única alternativa a explorar.

Tampoco me importa cuestionar a quienes encuentran en el sexo la resolución a ciertas inseguridades y soledades. Sus razones tendrán para hacerlo pero, insisto, no es sobre los avatares de la cama de lo que me interesa hablar cuando pienso en las relaciones entre el hombre y la mujer.

Borges decía en una entrevista que «mis relaciones con las mujeres han sido una de las cosas más lindas de mi vida». Es que la posibilidad de mantener una relación inteligente con una mujer es un privilegio exquisito al que muy pocos acceden.

Los personajes del tango -por ejemplo- mantienen con la mujer una relación resentida, cargada de reproches o con promesas de revancha. No son los únicos. Sigmund Freud confesaba no saber lo que realmente quiere una mujer. Carlos Marx declaraba que la virtud que más prefiere de una mujer es su debilidad. La confesión tal vez sea inteligente, aunque me parece que, hasta tanto se demuestre lo contrario, es pobre y demuestra que se puede ser muy avanzado en algunos temas y muy conservador en otros.

Lo que defiendo en este caso no es nada extraordinario, pero a juzgar por las resistencias que genera es muy difícil. Me refiero a esa amistad íntima, a esa charla hecha de pequeñas revelaciones, de súbitas iluminaciones y de rápidas intuiciones que sólo se logran plenamente con una mujer. Claro que para que esa amistad funcione, es necesario despojarse de prejuicios machistas o de arrebatos de hombre superior, para tratar de ser uno mismo.

Los hombres suelen defender la reunión de hombres solos. En la familiaridad de los machos, la mujer es algo que molesta, perturba y rompe esa armonía fogueada en la amistad de hombres sin mujeres, como le gustaba decir a Hemingway. Sin embargo, al renunciar a la amistad con la mujer, el hombre no sabe lo que se pierde, ni sabrá jamás del discreto encanto de encontrarse con una amiga en un bar cualquiera y mantener esas charlas en voz baja, con la ausencia de retóricas tontas y de palabras estridentes. Tampoco conocen la magia de una caminata por una calle cualquiera de la ciudad, conversando con una amiga sobre las cosas que importan.

Alguien dirá que el mismo voltaje de conversación se puede lograr con un amigo. Es posible, pero con una mujer hay un tono, una intimidad, una percepción de la realidad que sólo lo puede aportar ella. No sé si esa virtud deviene de su educación, de lo que se conoce como la percepción femenina o, como le gustaba decir a Dostoievski, porque son personas que mantienen una relación secreta con el Diablo (Dostoievski dice que es tan difícil de definir esa relación que cuando al Diablo le preguntan sobre la mujer, prefiere cambiar de conversación), pero lo cierto es que negarnos a frecuentar esa relación es una tontería, o algo peor, que los hombres no podemos darnos el lujo de cometer.

 

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