La cara de Francia

No le ha ido bien a Francia este año. En enero, los terroristas islámicos asesinaron a los redactores de la revista Charlie Hebdo; diez meses después esta masacre que ya lleva contabilizados alrededor de ciento cincuenta muertos. Discutir si conviene elegir la guerra o al paz es un vano ejercicio teórico, porque la guerra está declarada desde hace rato y los enemigos tienen nombre, territorio e identidad religiosa.

¿Importa tener presente que no son sólo los enemigos de Francia, sino de todos los que compartimos los valores humanistas de la vida y la libertad? ¿Importa decir que no es una guerra religiosa, pero quienes matan y asesinan lo hacen en nombre de una religión? ¿Importa recordar que las últimas palabras que oyeron los franceses masacrados en el teatro Bataclan fue “Alá es grande”? ¿Hace falta agregar que no todos los musulmanes son terroristas, pero que el terrorismo que hoy padece el mundo se practica invocando a esa religión?

Después de lo ocurrido anoche, no hay lugar para hacerse ilusiones con la teoría del “lobo solitario”. Son muchos, están coordinados, disponen de las mejores armas y están decididos a matar e inmolarse. Ahora, su objetivo es París. Quieren transformar a la Ciudad Luz, la ciudad de la ilustración y el iluminismo, la ciudad de Voltaire y Pascal, de Balzac y Victor Hugo, de Baudelaire y Zola, de René Char y Jacques Prevert, de Raymond Aron y Jean Paúl Sartre, en un infierno.

No son los primeros en proponerse ese objetivo. Hitler se lo propuso en su momento. Tal vez no sea casualidad que los terroristas hayan escrito en las redes sociales las mismas consignas que Hitler en su momento ordenó a sus jefes militares: destruir París, transformar a la ciudad en tierra arrasada, no dejar piedra sobre piedra. No pudieron hacerlo. Hasta los jefes nazis se opusieron a ese acto de barbarie. Sus herederos, dos generaciones después, vuelven a las andadas. Matarán más inocentes, intentarán sembrar el terror y el miedo pero fracasarán, siempre la barbarie fracasa.

Dicen los cables que los franceses se retiraron del estadio de fútbol cantando La Marsellesa, el himno de todos los hombres libres del mundo, el himno de la libertad, la igualdad y la fraternidad. La Marsellesa. Esta vez cantada no en actos oficiales sino en la calle, a viva voz, sin equipos de sonido, sin protocolos. Hacía mucho tiempo que el himno de los franceses no era honrado de esa manera.

El presidente de Francia se hizo presente en el escenario del terror para dar la solidaridad, pero sobre todo para demostrarles a sus enemigos que la máxima autoridad política de la nación se ponía al frente de su pueblo. “No vamos a tener piedad”, exclamó Hollande. Son palabras pronunciadas desde el dolor, la indignación y la perplejidad, pero son palabras necesarias. Me recordaron a aquellas otras palabras que pronunció Winston Churchill en el Parlamento al momento de enterarse de las tropelías cometidas por los nazis: “Estos señores qué se ha creído que somos… no saben que nos vamos a movilizar, nos vamos a poner de pie, les vamos a dar batalla y les vamos a propinar una lección que no olvidarán en mucho tiempo”.

Viernes a la noche. Ése fue el momento que eligieron los canallas para matar y morir. Viernes a la noche. El momento más lindo de la semana. El momento que se elige para ir al cine, al teatro, a un recital; o salir con los amigos a compartir una copa y cenar; el momento en que los enamorados se citan para ser felices y las mujeres y los hombres y los jóvenes y los viejos, perciben en el aire el misterio de la felicidad.

Viernes a la noche. No se equivocaron en elegir el día y la hora. En Le Carillon de la rue Charonne, en el Petite Cambodge, el bar cuyas imágenes recordamos de la película “Amelie”, la gente estaba compartiendo una copa, conversando las novedades de la semana, disfrutando del momento, haciendo planes para más tarde… viviendo, en definitiva, cuando se desató el infierno.

El Bataclan es una sala que existe desde 1865. Siempre en el bulevar Voltaire, no muy lejos de un hotel donde nos alojamos con Marisa hace diez años. El Bataclan fue teatro, escenario de recitales, sala de cine, centro de exposiciones. Por allí pasaron los mejores. Esa noche, la noche del viernes actuaba la banda de rock californiano Eagel of Death Metal. Herejes, apóstatas, merecen morir, habrán pensado los terroristas. Ingresaron al grito de Alá es Grande. Estaban armados hasta los dientes y decididos a matar y morir.

Dejo a los teólogos y a los amigos de justificar lo injustificable, si realmente son o no musulmanes. Por el momento me conformo con admitir lo obvio: se dicen musulmanes, se visten como musulmanes, invocan a los dioses musulmanes y, lo que es más importante, están dispuestos a inmolarse por esa causa.

Por supuesto que hay otra manera de practicar el Islam: pacífico, tolerante. Diría que la mayoría de los islámicos pertenecen a esta categoría, pero son ellos mismos los que deberían preguntarse qué es lo que pasa con una religión que promueve máquinas de matar de esta naturaleza. ¿Cómo puede ser posible que el mismo signo promueva el amor y la muerte? No tengo respuestas a estos interrogantes, pero tampoco estoy dispuesto a negarles a los terroristas la condición de islámicos que ellos reclaman con las manos manchadas de sangre y el corazón cargado de odio.

Conviene detenerse en el Bataclan porque allí fue donde murieron más personas, donde fueron asesinadas más personas. Imposible ponerse en el lugar de las víctimas. ¿Qué pensaban, que sentían, en el momento en que se desató el infierno? Seguramente, compartían la música sin sospechar que acto seguido compartirían el terror. “Nos están matando uno por uno”, le dijo consternado a la policía un joven que había logrado escapar. Efectivamente, los mataban uno por uno. Ahora no gritaban, no hablaban de Alá o del Corán, estaban ocupados en una faena más edificante, estaban ocupados en matar. Silencio, un disparo a la cabeza y a otra cosa mariposa. Que pase el que sigue. No importaba ni el sexo, ni la edad, ni el aspecto. Mataban por matar. Todos eran culpables de herejía y merecían morir.

Alguna vez, Sartre dijo que a los fascistas se los reconoce no porque matan, sino por la manera en que matan. Ejecutan sin apelaciones, sin derecho a defensa, sin compasión. En nombre de la raza superior y, por qué no, la religión superior. Y además se jactan de ejecutar a inocentes. Quienes asesinaban de ese modo eran abortos mal paridos de los Camisas Pardas, de los SS que ejecutaban niños y madres embarazadas, de los kapos de los campos de exterminio que aniquilaban judíos, gitanos y testigos de Jehová. Antes lo hacían en nombre del Tercer Reich, ahora lo hacen en nombre de Alá y el Estado Islámico. Hay diferencias por supuestos entre los nazis y estos despreciables retoños, pero ¿esas diferencias fueron importantes para las personas que murieron?

A modo de despedida, me permito honrar a los muertos con las palabras con que André Malraux despidió a Jean Moulin, el héroe de la resistencia francesa, el hombre que soportó la tortura hasta morir y no habló. Dijo Malraux en diciembre de 1964 en el cementerio de Pere Lachaise: “Como Leclerc entró en ‘Los Inválidos’ con su cortejo de exaltación de sol de África y combates en Alsacia, entra aquí Jean Moulin, con tu terrible cortejo. Como los que como tú murieron en las mazmorras sin haber hablado e incluso, quizás aún más atroz, habiendo hablado. Con todos los desaparecidos y rapados en los campos de concentración. Con el último cuerpo tembloroso de las terribles filas de ‘Noche y niebla’ finalmente derribado a culatazos. Con las ocho mil francesas que no volvieron de los presidios. Con la última mujer muerta en Ravensbrück por haber dado asilo a uno de los nuestros… que hoy, juventud, puedas pensar en ese hombre como si hubieras acercado tus manos a su pobre cara deformada por la tortura, a sus labios que no hablaron, pues ese día ésa era la cara de Francia”.

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