Con las mujeres nunca se sabe

G. me había dejado y si bien yo sabía que nuestra relación no tenía, lo que se dice futuro, cuando la vi levantarse de la mesa del bar de San Martín supe que la iba a extrañar. Un poema de Omar Khayyam me vino a la memoria: «íRecibí el golpe esperado! Mi bien amada me abandonó. Mientras la tuve era fácil despreciar el amor y exaltar todos los renunciamientos. Cerca de tu bien amada íqué solo estabas! ¿Comprendes? Se fue para que tú pudieras refugiarte en ella». Después pedí otro café y traté de hacerme cargo de los merecidos días de soledad que me aguardaban.

Recuerdo que los primeros días fueron más o menos llevaderos. La extrañaba, pensaba que en algún momento me iba a llamar por teléfono y que todo iba a empezar de nuevo, pero cuando me enteré que estaba saliendo con un muchacho que en alguna oportunidad había sido mi amigo, me sentí la persona más desgraciada del mundo.

A los hombres nos pasan estas cosas y con los años uno aprende que el machismo y todas esas fantasías que fabricamos para defendernos de vaya uno a saber qué cosa, nos hace más vulnerables. Como le decía a un amigo la otra noche: para mí el machismo siempre representó una desventaja, un motivo adicional de sufrimiento, una debilidad que además de incitar mis sentimientos más negativos me restaba lucidez y a veces me hacía comportarme como un bellaco.

En la ciudad de Carlos Monzón quiero aclarar, por las dudas, que nunca fui violento y mucho menos agresivo con las mujeres, pero sería deshonesto de mi parte ignorar que como todo hombre educado en el siglo XX portaba una cultura machista que se reflejaba en detalles, gestos, expresiones o incluso maneras de entender mi relación con las mujeres. O como me dijo una amiga: -A veces ustedes con una palabra lastiman más que con las trompadas. Se me ocurrió responderle que esa agresividad también la suelen practicar las mujeres, pero preferí hacer silencio.

Para regresar al relato, me molestaba -por ejemplo- que mi ex mujer saliera con otro hombre y que, además, ese otro hombre hubiera sido un amigo. Yo podía disculparme tentaciones y algunas infidelidades, pero me parecía que la infidelidad de una mujer era imperdonable. Este razonamiento por supuesto nunca lo expresaba en voz alta, pero de hecho lo vivía así y, sobre todo, lo sentía así.

Lo cierto es que G. me había herido en mi costado más sensible y a esa herida le sumaba ahora la humillación de sentirme desplazado por un amigo. Para los que no terminan de entenderme les digo que hace falta conocer de tangos para entender lo que a uno le pasa en estas circunstancias, más allá que de la boca para afuera uno diga que las cosas no le llegan o que entiende que la mujer tiene derecho a recomponer su vida afectiva como mejor le parezca y que ese derecho no tiene por qué detenerse en un amigo del ex novio.

Fue en esos días que empecé a conversar con N. Nos conocíamos desde hacía muchos años, pero ella se había ido a vivir a Córdoba y hacía dos o tres meses que había regresado Santa Fe. Un curso de pintura moderna nos reunió y como suele suceder en estos casos todo comenzó con un café en el bar de la esquina, una caminata por bulevar, otro café, la invitación a un cine y para no hacerle demasiado larga a las dos semanas ya éramos algo así como una pareja.

De N. me gustaba su sonrisa, la expresión asombrada de los ojos, pero por sobre todas las cosas me gustaba que una mujer viniese a levantar mi autoestima. No necesito decir que, además, conocía mis recientes desventuras amorosas.

En realidad yo mismo le había contado lo que me pasaba con G. y haciendo memoria diría que nuestra relación se inició hablando de ella que, como para que todo fuera un poco más complicado, eran amigas. Como pasa en estos casos mientras fuimos algo así como amigos, N. me escuchaba, me comprendía y hasta se animaba a darme algunos consejos, pero cuando por esas cosas de la vida nosotros armamos nuestra propia pareja, la comprensión se tornó en celos y los reproches desplazaron a los consejos.

-Yo sé que los hombres siempre dicen que un clavo saca a otro clavo- me decía un poco sonriendo y un poco enojada… -y yo, Lucio, no quiero ser un clavo de repuesto.

Yo trataba de explicarle que no era así, pero mis argumentos no eran convincentes porque unos días antes yo mismo le había dicho que estaba desesperado y sufría por haber sido abandonado.

En las cosas del querer todo tiende a complicarse y el principio de que la realidad es siempre más imaginativa y sorprendente que la ficción se cumple al pie de la letra. Una noche, estaba cenando solo en un comedor de General Paz cuando la vi entrar a G: la campera gris, esa manera de caminar como arrastrando las zapatillas y esos lentes que resaltaban su piel blanca. Me vio, sonrió como en los mejores tiempos y se acercó a mi mesa. No quiero abundar en detalles, pero lo cierto es que yo no sé si habrá sido la noche, la casualidad del encuentro, el vino y el cogñac que luego compartimos, la música de Django Reinhard que llegaba desde algún lado o alguna travesura del Diablo, pero lo cierto es que salimos del comedor como cuando jurábamos que estábamos perdidamente enamorados uno del otro.

Se equivoca el que piensa que ese encuentro casual significó un regreso a la antigua pareja. Al otro día G. estaba como siempre, pero yo alentaba la secreta ilusión de que las cosas podrían encarrilarse. El problema es que debía hablar con N. y explicarle de la mejor manera posible que lo nuestro no tenía demasiado sentido.

Esa siesta del lunes me fui caminado por avenida Urquiza hasta el barrio sur. Cuando legué a su casa me atendió ella misma y me hizo pasar a la cocina. La noté algo nerviosa, pero pensé que debían ser imaginaciones mías. Me ofreció unos mates pero yo me incliné como de costumbre por el café. No la voy a hacer larga: estaba por empezar a desarrollar mi confesión cuando ella tomó la palabra. Me acuerdo que mientras hablaba me acariciaba la mano. A las primeras palabras me di cuenta de que una vez más había sido desplazado, aunque esta vez no era un amigo sino un rockero que vivía en Buenos Aires y que no sólo había ganado su corazón sino que además la invitaba para irse a vivir a Brasil.

Yo la escuchaba y no podía creer lo que me estaba pasando. Por un lado sentía el alivio de saber que no era yo el malo de la película, pero por el otro lado, ese maldito machismo del que les hablaba me hacía sentir una vez más un triste cornudo. De todas maneras, se impuso la sensatez. Para sorpresa de N. le dije que entendía lo que le estaba pasando y le deseaba que fuera feliz.

-¿Y vos qué vas a hacer?- me dijo, y otra vez volvió a mirarme como cuando decía que me estaba empezando a querer. Quise acariciarla, pero preferí encogerme de hombros; después encendí un cigarrillo y pensé que en circunstancias parecidas Humphrey Bogart hubiera actuado de la misma manera.

En el amor como en el juego hay que saber que las malas rachas existen y que nada se puede hacer contra ellas. Por supuesto que no terminaron allí mis desgracias. Esa misma noche G. me dijo por teléfono que la perdone por lo de la otra noche, pero que nunca más se iba a permitir una debilidad de ese tipo. La sentí que hablaba como si estuviera a punto de llorar y traté de no complicarle la vida con mis penas.

Yo a esta altura de los acontecimientos estaba convencido de que si veía a una mujer caminando por la misma vereda, lo más prudente sería cruzarme a la de enfrente o doblar en la esquina. -No te hagás problemas- le dije antes de cortar- lo que pasó la otra noche no tiene demasiada importancia.

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