Domingo a la tarde

Delicada melancolía del domingo a la tarde. Desde la laguna llega el suave rumor de la brisa, por la avenida los autos pasean con desgano y algo así como un estremecimiento sacude las hojas de los sauces. La luz cae del cielo y se desparrama por la superficie hasta teñirla de un leve violeta. Una niebla celeste parece abrazar al Puente Colgante y más allá todo es agua. Desde la costa, la isla se distingue como una línea oscurecida por la bruma de la tarde.

«Una laguna se desborda sin ruido en tu memoria/ A su orilla se ordenan las casas solariegas/ los árboles altos de un verano sin término/ las muchachas doradas que el tiempo/ enterrará cuando entierren tu cuerpo/ Una laguna así te provoca/ con su calma o su arrebato/ borda el cielo con bandadas de patos/ las calles desembocan en ella mansamente/ los pasos se hunden en la arena/ el cuerpo marcha al encuentro del alba/ abres los brazos como si fueras/ los molinos que en verdad vio Quijano/ como él estás solo y desnudo/ como él eres pasión y molino/ sentado en la noche/ en pleno desierto.» El poema es de Gabriel Rodríguez y se llama , por supuesto «Laguna Setúbal».

Desde la siesta estoy escribiendo. A mediodía almorcé con un amigo en un comedor del centro. Hablamos de literatura y de un posible viaje a Buenos Aires. Me contó de sus proyectos: una novela a editar, una posible película, una cátedra en la UBA. Nos despedimos en una esquina. Después opté por caminar. San Martín, bulevar hasta la Costanera y después el laberinto de calles hasta llegar a casa. Un café y luego el escritorio. Antes corrí las cortinas para que entrara la luz de la tarde.

La computadora duerme el sueño de los justos; ni anacrónico ni decadente, me gusta relacionarme con las palabras a través de la lapicera y el papel. Es algo más íntimo y confidencial, como hacer el amor o conversar con un amigo sentado a la mesa de un café o caminar por la Costanera con una amiga que hace muchos años que no se ve y con la que compartimos un pasado de amigos comunes y amores contrariados.

Las palabras que escribo fluyen con lentitud pero son exactas, precisas. La sensación la siento en el cuerpo, en la piel, en los dedos; estoy en armonía y las palabras saben estar a la altura de las circunstancias. No sé si esto es la felicidad, pero se le parece. No tengo amores que llorar ni amigos que extrañar, a veces algún recuerdo llega desde lejos, pero se va con la misma discreción que llegó.

Parece mentira: soy feliz con mi soledad, mis libros, la música que llega desde la otra pieza y la luz de la tarde del domingo. «Ociosa está el alma/ que tambalea de un golpe que recibe./ La amplitud de la vida se extiende ante ella/ Sin nada que hacer/ Pide que se le dé un trabajo/ aunque sólo sea colocar alfileres/ o las humillantes tareas que hacen los niños/ para ocupar sus manos libres.» dice Emily Dickinson.

¿Conformista? Sólo yo sé lo que me ha costado llegar a estas orillas de paz y silencio, de quietud y belleza, de contemplación y lucidez. Años de desórdenes, de turbulencias, de angustias y ansiedades; años de miedos; años de pelear por causas perdidas, de provocar dolores innecesarios, para aprender que la verdad que buscaba estaba conmigo.

En otros tiempos mi relación con los domingos a la tarde era difícil, dolorosa; después aprendí a reconocerle al domingo su inocencia y mi propia cuota de culpa. A veces la experiencia tiene el tono del fracaso; a veces la experiencia se parece a una revelación. Para soportar la derrota o merecer la gracia no se trata solamente de vivir, se trata de otra cosa, de algo que aún no he podido razonar, descifrar, pero yo sé muy bien que existe y que a veces me visita; son visitas breves y fugaces, como los sueños o como esos recuerdos que sobreviven en la memoria después de una borrachera.

Es probable que el arte no sea un fin en sí mismo, pero ya es importante que sea un medio para relacionarse con el mundo. Saber de nuestras debilidades y conocer nuestros propios límites es un buen principio de sabiduría, siempre claro está, que además esto vaya acompañado de una poderosa exigencia de comprensión.

Es bueno saber que la filosofía no es un absoluto y que tanto las preguntas como las respuestas son difíciles. Creo que Carlos Marx decía que al mundo no hay que explicarlo, hay que transformarlo; no creo contradecirlo si digo que hoy conocerlo y explicarlo ya sería una gran hazaña; después está el misterio, las preguntas sin respuestas, las respuestas incompletas.

Ya están cayendo las sombras de la noche. El domingo muere mansamente a mis pies como un perro cansado. Yo sigo escribiendo, indiferente al paso de las horas a la llegada de las sombras, a las esperanza de la luz. «Porque mis canciones son breves/ la gente cree que atesoré palabras/ nada he ahorrado en mis canciones/ No hay nada que pueda agregar/ Distinta de un pez, mi alma se desliza sin agallas/ Yo canto sobre un suspiro.»

lmiranda@litoral.com.ar

 


 

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