La ceremonia del adiós

A veces tomamos un café en el bar de la esquina o unos mates en el patio de su casa. Muy de vez en cuando lo visito, pero yo sé que para fin de año a él le gusta que me dé una vuelta por su casa, su vieja casona del barrio sur, la casa de sus padres, la casa patricia adonde se fue a vivir cuando ellos se murieron hace ya unos cuantos años.

-Visitar a los viejos es una acto de buena educación, pero ni eso te salva de escuchar algunas historias viejas que no le importan a nadie- me dice a modo de recepción. M. no es mucho más grande que yo; si las cuentas no me fallan me debe llevar ocho o nueve años, pero él se siente grande y, haciendo memoria, recuerdo que siempre fue lo que se dice un poco agrandado, incluso cuando era un muchacho y yo apenas un adolescente.

-Me escribió mi hijo mayor que está en Estados Unidos; me dice que no va a venir… es lo que yo te digo, nos ponemos viejos y parece que molestamos. Habla y se queda mirando por el ancho ventanal que da al patio, a las plantas que de vez en cuando riega, a un viejo sauce en donde a veces disfrutamos de su sombra acompañados de una cerveza fresca o un vaso de bon vino.

A M. ya sé que debo dejarlo hablar y no contestarle, porque sé que me está poniendo a prueba. M. es mucho mejor de lo que él mismo cree y sus exabruptos apenas disimulan una sensibilidad exquisita, protegida por todos esos gruñidos que sólo los que no lo conocen suelen tomar en serio.

M. dibuja, y sé que lo suyo es bueno y que algunos amigos entendidos aseguran que debe ser lo más importante que se está haciendo en la Argentina. Esa luz difusa de sus láminas; esos ambientes opresivos; esos hombres de rasgos afilados, manos nerviosas, cuerpos retorcidos; esas mujeres de silueta espigada, de piernas largas y ojos insomnes, son imágenes de una extraña y peligrosa belleza.

M. casi nunca explica lo que está haciendo y no le gusta hablar de sus trabajos; pero cuando voy a su casa lo primero que le pido es que me muestre los bocetos, y si bien siempre se queja de sus amigos que nunca lo reconocen por él mismo, siempre termina mostrándome lo que está haciendo.

M. casi no sale de su casa. Una mujer vieja lo atiende, le lava la ropa, hace las compras y hasta le cocina. Sus días transcurren entre la pintura y los libros. En una época lo visitaba una amiga que es posible que haya llegado a ser su novia o algo parecido. Después la mujer dejó de ir y él nunca me dijo el motivo y a mí -por supuesto- ni se me ocurrió preguntarle nada, porque ya sé de antemano que a tipos como M. no se les debe preguntar esas cosas.

Sin embargo, este sábado M. parece estar más comunicativo que de costumbre. Uno nunca sabe por qué un hombre de pronto decide ponerse a hablar de ciertas temas, pero lo cierto es que todos alguna vez lo hacemos. Nos acompaña un porrón de cerveza, el tabaco de la pipa y la luz de la tarde que se va apagando en el horizonte.

M. me dice que hace muchos años, para una fecha parecida, se separó de su mujer.

-Me fui; creía que estaba seguro de lo que estaba haciendo hasta el momento que tuve que enfrentarme con ella y decirle que me iba. Esperaba que se pusiese a llorar o que me reprochase algo, pero no dijo nada, me miró con esas forma de mirar que sólo ella tenía, la mirada de alguien que sabe todo lo que a uno le está pasando, pero no está dispuesta a decir nada, no porque no se atreva, sino porque sabe que las palabras en esos casos no importan.

M. se entretiene un rato intentando prender la pipa y yo lo dejo hacer sin abrir la boca.

-Nunca me voy a olvidar de esa escena; hacía frío, ya era de noche y los dos estábamos parados en el living del departamento.

-¿No me decís, nada… ¿No me pedís que me quede?… ¿No tenés nada que reprocharme?… No sé si le hice todas esas preguntas… Yo sabía que le estaba haciendo daño, lo sabía porque el dolor se le notaba en los ojos que nunca lagrimeaban, pero cuando sufría parecían afiebrados, cansados, los ojos de alguien que mira al mundo para despedirse y quiere retener cada detalle para guardarlo en la memoria.

-No me preguntés por qué, pero yo sabía que sufría. Y lo sabía por ese pequeño, casi imperceptible temblor que le hacía mover apenas el labio cuando estaba triste… todo eso lo sabía y sin embargo yo estaba decidido a irme; los hombres somos así de generosos y bravos.

-¿No te dijo nada?, le pregunté, como para romper un silencio de varios minutos…

M. se encogió de hombros.

-Todavía la estoy viendo parada en el centro de la sala, mucho más fuerte que yo, mucho nás valiente, mucho más digna. Me dijo que me iba a extrañar, pero que no le hiciese caso; después no sé que otras cosas me dijo o no sé si lo que yo recuerdo es de esa noche o de noches anteriores; me acuerdo que me decía que le gustaba verme pintar en el patio, que muchas veces me miraba dormir y se quedaba contemplándome. Me decía, medio en broma, medio en serio, que dormido parecía el chico más bueno del mundo; me decía que la conmovía mi manera de recoger las piernas, y me contaba que a veces, me acomodaba el pelo que caía sobre mis ojos. Y todo eso ocurría sin que yo lo supiera, tal vez porque en la vida las cosas más importantes que nos suceden no las descubrimos. O cuando las descubrimos ya es demasiado tarde.

-¿Y por qué la dejaste?

-Por nada, porque uno es medio idiota, porque los hombres desde hace miles de años somos así y no creo que vayamos a cambiar… antes de irme se acercó a mi lado, se puso en puntas de pie, como lo hizo la primera vez que nos besamos, y rozó con sus labios mi boca. Ella abrió la puerta porque yo como un salame tenía las manos ocupadas con una valija y un bolso. Abrió la puerta y antes de despedirse me colocó en el cuello una bufanda azul que alguna vez me había regalado: -Cuidate- me dijo -afuera hace frío.

-Cuidate- me dijo -y no se estaba mandando la parte, ni haciéndose la sufrida. Ella era así; me quería y aunque yo la abandonara para siempre no soportaba la idea de que salga a la calle y sufra frío.

-¿La volviste a ver?

-Nunca más; yo me fui a otra ciudad; después anduve dando lástima por otros países y luego volví a Santa Fe y acá estoy, como las viejas gordas, poniéndome triste con los recuerdos.

-Pero lo que me contás ocurrió en invierno y las fiestas de fin de año son en verano…

-Es así, me dijo. Pero la semana pasada recibí esto. Metió la mano en el bolsillo y sacó una carta. -Es de su hermana, no sé cómo consiguió la dirección, pero aquí está la carta, la carta en donde me dice que ella murió hace diez días.

Con M. siempre pasan estas cosas. Uno se entera de lo más importante al final de la charla. Ahora veo que se sirve otro vaso de cerveza. Ya es noche cerrada y es probable que por el momento no tengamos nada más que decirnos.

lmiranda@litoral.com.ar

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *