Mi amigo J.

Se sugiere que las mejores citas son las casuales y que las charlas más valiosas con un amigo son las que no estaban previstas. No tengo nada que decir en contra de esa superstición borgiana, salvo que a veces se me ocurre que esos encuentros casuales no son tan azarosos, porque en algún lugar Alguien o Algo ha tramado ese encuentro, aquella reunión o esa charla.

Con mi amigo J. nunca nos hemos puesto de acuerdo para reunirnos; jamás nos hablamos por teléfono para decirnos que nos vamos a encontrar en tal bar o algo parecido, sin embargo, como si todo estuviera previsto de antemano, cada dos o tres meses en algún lugar nos reconocemos y el rito de la amistad reinicia su ciclo.

A J. lo conocí primero por sus novelas y sus cuentos. Nunca publicó demasiado, entre otras cosas porque en «provincia» los escritores no tienen muchas posibilidades de publicar, y el hecho de que escriban bien y de que su literatura pueda llegar a ser una de las más interesantes que se escriben en el país, no quiere decir nada a la hora de pensar en el negocio editorial.

Sin embargo, algunos libritos de J. han salido a la calle. Son ediciones modestas, de poco tiraje que en la mayoría de los casos son leídas por amigos o gente que han sabido apreciar la calidad literaria del autor. A J. le importa poco aquello que conocemos como fama y tampoco le interesa demasiado que sus relatos se vendan como un best seller. Como Arturo Cancela, J. es de los que piensan que si un libro suyo se leyese masivamente sería porque una conspiración de rivales literarios está interesado en desprestigiarlo.

De J. me gusta su prosa tersa, sus frases breves y austeras, su puntuación precisa, sus relatos en donde no hay un adjetivo ni un verbo de más, sus imágenes luminosas y esa capacidad para percibir detalles, matices, aquellas luces y sombras que constituyen el hecho literario.

El universo ficcional de J. son los bares, los cafetines nocturnos, las historias de mujeres y hombres solitarios y fracasados que deambulan por la ciudad sin esperanzas. Pero también sus personajes son los tristes empleados públicos, las aburridas amas de casas, aquellas que «se casaron con el primero que las hizo reír un poco», y los fracasados de una sociedad que está organizada para no perdonar a los que fracasan.

Pero yo no quiero hablarles de la literatura de J. sino de mi amistad con él. de mi extraña amistad con él. Les decía que primero conocí su obra y después tuve el gusto de conocerlo a él. El encuentro fue casual y se produjo a la entrada de un cine. Yo estaba mirando la cartelera del América en donde anunciaban un ciclo de Jarmusch y vi que un tipo delgado, tal vez diez o quince años más grande que yo, se paraba a mi lado.

-Para mí sigue siendo el mejor director de cine de todos los tiempos- comentó, pero como si estuviera hablando consigo mismo. Lo miré y vi un hombre mayor, que fumaba y vestía un piloto blanco como el de Bogart. Mirada atenta, gestos pausados, una leve mueca irónica al hablar y las manos delgadas, las manos de un artista o de un jugador, lo mismo da.

Así fue como nos hicimos amigos. Jarmusch se tomó el trabajo de presentarnos y luego se retiró con su habitual discreción. A partir de allí cada vez que nos encontramos en el cine o caminando por la peatonal o en algunos de los lugares de la noche que frecuentamos, nos ponemos a conversar con un café, una ginebra o un whisky de por medio.

J. vive solo. Alguna vez estuvo casado y alguna vez se separó. Tiene dos hijos: uno es periodista y el otro es docente. No viven en Santa Fe pero en algún momento me ha dicho que muy de vez en cuando él los visita o ellos se dan una vuelta por la ciudad.

Jamás lo oí quejarse de su soledad y si alguna vez ha sufrido ha tenido el tacto de no abrumarme con sus penas. J. es lo suficientemente discreto y sobrio como para no asediar a un amigo con sus angustias, entre otras cosas porque sabe que nada se arregla o se resuelve hablando de aquello que sólo a uno le compete.

Sin embargo, las charlas con él son confidenciales. La conversación fluye sin estridencias, sin silencios incómodos o sobreexcitaciones exageradas. Hablamos de literatura, de historia, de cine, de nuestra ciudad, del asombro que nos producen ciertas cosas. Por lo general, nunca hablamos de política y si alguna vez rozamos ese tema tratamos de no dejarnos arrastrar por él. Es innecesario decir que el fútbol está tácita y rigurosamente excluido de nuestras charlas. Lo nuestro tiene más que ver con lo que nos pasa a cada uno, no como intimidad, sino como visión estética.

La voz de J. es suave, pausada, es la voz de un hombre que ha visto todo lo que hay que ver sin por ello endurecerse. Nunca lo he visto levantar la voz y bajo ninguna circunstancia me lo imagino gritando. J. es de esos tipos que antes de gritar prefiere retirarse, darle la razón a su contrincante o despreciarlo con una sonrisa. Su capacidad para manejar los silencios es asombrosa. Los silencios de J. a veces dicen más que sus palabras. Y así como alguien puede llegar a sentirse incómodo por ellos, los que somos sus amigos hemos aprendido a descifrarlos.

J. puede estar hablando de cualquier tema y de pronto uno descubre que está contando una historia que reclama ser escrita. Su percepción del mundo es la de un poeta: una mujer esperando el colectivo en una esquina a él le dice algo que nadie es capaz de escuchar; un hombre caminando por la calle tiene una manera de mover las manos o de acomodarse el pelo que lo transforma inmediatamente en un personaje: una palabra escuchada al azar, el fragmento de un comentario son pretextos para una trama.

Con J. compartimos lecturas, curiosidades, viejas historias y, por supuesto soledades. Para no arruinar nuestra amistad hemos preferido dejar que sea el azar el que disponga de los encuentros. Secretamente los dos sabemos que el azar no existe, pero también sabemos que hay que dejarlo que opere atendiendo a sus propias reglas. Lo demás, como decía Rimbaud: «c’est tout literature…».

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