Mi ciudad y yo

Nunca me interesó el éxito, la gloria o el triunfo. Ciertas vanidades que inquietan a muchos hombres me resultan ajenas y hasta groseras. Sé que tengo mucho defectos, pero en esos vicios no me he encharcado. Si algo me ha interesado defender con cierto orgullo ha sido mi propia libertad, y no me arrepiento.

Nunca imaginé al mundo como una multitud, mi relación es con personas concretas. Algunos amigos me han reprochado ese individualismo en nombre de alguna causa superior, religiosa o política. En todos los casos, lo que les he dicho es que es probable que con mis actos no contribuya a hacer un mundo más feliz, pero de lo que estoy seguro es que nunca he hecho nada que le haya agregado al mundo una cuota más de injusticia, miedo o vergüenza.

Una tradición judía habla de la existencia de treinta y seis hombres justos que no se conocen entre ellos, pero que gracias a su existencia el mundo funciona. Creo en esa tradición y, como Jorge Luis Borges, estoy convencido de que estos hombres que no se conocen entre sí están salvando al mundo.

Defiendo mi soledad, pero no soy exigente. Sé que ella está periódicamente invadida por los amigos, alguna mujer y mis pocos enemigos. También sé que mi libertad no reclama de muchos recursos. Mi casa no es la de un monje, pero no hay nada que sobre. Nunca me gustó coleccionar o acumular. No necesito de muchas comodidades para sentirme bien. La riqueza siempre me pareció una exageración, una vulgaridad, una señal de mal gusto en la mayoría de los casos.

Quiero que se me entienda; rechazo la ostentación, el lujo indebido, pero no soy de los que ponderan la pobreza y suponen que en la miseria hay sabiduría. Lo que defiendo es la austeridad, el buen tono, la comodidad razonable, sin perder de vista que, a pesar de todo, mi vida modesta para muchos es un privilegio.

Confieso que he conocido mujeres y hombres ricos que eran inteligentes, sensibles y justos, pero debo admitir que fueron los menos. Como diría Raymond Chandler «no rechazo a los ricos por lo que tienen, sino por su vulgaridad». De todos modos, no me preocupa odiar a los ricos, por el contrario en más de un caso los he compadecido. No creo que en el mundo la injusticia desaparezca porque alguien fusile a todos los ricos, ni me puedo imaginar un mundo sin diferencias de clases. Pero entonces, ¿cuál es mi propuesta? No la tengo, y porque no la tengo no ando vendiendo recetas y prefiero limitarme a practicar la modestia de preguntar antes que predicar.

Defiendo mi libertad y me esfuerzo por combatir los demonios que todos tenemos adentro. Creo en la trascendencia que nace del pasaje del instinto a la inteligencia. Para defender esos valores no necesito de muchos recursos. Soy austero por temperamento y educación, pero, como decía Albert Camus, «soy un avaro de esa libertad que desaparece en el momento que empieza el exceso de bienes».

Me gustan los libros, la buena música, las láminas y las fotos. Me baño todos los días, porque el agua me despeja y me reconcilia con el cuerpo. Mi ropa no es la de un mendigo ni la de un pobre, pero las modas siempre me han resultado indiferentes. Como mis viejos amigos existencialistas, podría vivir muy bien en un cuarto de hotel, acompañado de mis libros y mis pensamientos, mi soledad y algunos amigos.

La vida me tiene atado a recuerdos, esperanzas, ilusiones y asombros. Creo no ser ni neurótico y jamás he necesitado de pastillas para dormir o para estar sereno; tampoco he frecuentado los laberintos del psicoanálisis, porque no creo y porque no lo he necesitado.

A. Tarkovski expresa esta idea mejor que yo: «No creo en los presentimientos, tampoco me asustan las señales./ No huyo ni del veneno ni de las calumnias./ La muerte no existe en el mundo, todos son inmortales/ todo es inmortal, no hay que temer a la muerte/ ni a los diecisiete años ni a los setenta./ Existe solamente la realidad y la luz./ No hay en este mundo ni oscuridad ni muerte./ Estamos todos reunidos en la orilla del mar/ y soy de aquellos que recogen las redes,/ cuando viene, en cardumen, la inmortalidad».

No me pesa vivir y no creo ser frívolo o superficial porque acepte la vida. El dolor me interesa porque forma parte de la vida, pero no me regodeo en la angustia y compadezco a los depresivos. Confío en la inteligencia, la lucidez, la sensibilidad y admito no tener respuestas al misterio de la muerte. Con ironía y algo de burla, le digo a un amigo creyente que me reprocha no creer en el misterio, que yo acepto el misterio de la vida y de la muerte, mientras que los creyentes aparentemente ya tienen todas las respuestas a mano. «Vos no creés en el misterio, vos creés en el dogma, lo cual no viene a ser lo mismo», le digo, y enseguida empieza la discusión.

Reconozco que he sido injusto muchas veces y que me he equivocado otras tantas, pero no me jacto de mis errores y en más de un caso, algunos todavía me avergüenzan. No creo haber inspirado miedo a alguien, pero es probable que alguien alguna vez haya sufrido por mi causa, lo cual ni me alegra ni me hace feliz recordarlo.

Amo a mi ciudad. Los años me han enseñado a reconciliarme con ella. No entiendo a esos santafesinos que viven despotricando contra su ciudad. Siempre me pareció que esa animosidad contra Santa Fe es un signo de inmadurez, un pretexto para manifestar otros miedos o resentimientos.

Mi relación con la ciudad no ha sido fácil; como toda relación importante ha tenido sus ciclos, sus períodos, pero hoy puedo decir que no sólo la acepto, sino que no puedo vivir mucho tiempo lejos de ella. No quiero a mi ciudad con el amor posesivo del amante celoso; mi relación con ella es íntima, serena y generosa como la caída de la tarde en bulevar, un paseo por la Costanera a la nochecita, cuando la luna se asoma luminosa por sobre el follaje áspero de la isla.

Santa Fe no es, como dice Borges, «el plano de mis humillaciones y fracasos», es algo así como el territorio de mis exploraciones y mis asombros, el espacio exclusivo de mi memoria. Como diría Umberto Saba. «Mi ciudad tiene una esquiva gracia/ Si gusta/ es como un muchacho áspero y voraz/ de ojos azules y manos muy grandes/ para dar una flor;/ como un amor celoso…/ Mi ciudad llena de vida en todas partes/ tiene un rincón hecho para mí, para mi vida/ hosca y pensativa…».

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